La cafetería
“El Rincón Olvidado” era uno de esos lugares que parecían haber nacido con la
ciudad misma, enclavada en un callejón adoquinado del viejo Madrid, entre una
librería de libros de segunda mano y una sombrerería que desafiaba el paso del
tiempo y de las modas. Sus paredes, cubiertas de cientos de cuadros con
fotografías de personajes famosos que un día tomaron allí un café, guardaban el
eco de miles de conversaciones susurradas: amantes que se citaban a escondidas,
jubilados que jugaban al dominó hasta la hora del cierre, y solitarios como él,
que buscaban refugio en el vapor de un café y en las páginas de un libro.
Aquella
tarde de invierno, la lluvia golpeaba los cristales con la insistencia de un
tambor desafinado, y el local estaba casi vacío. Solo quedaba él, sentado junto
a la ventana, con una taza humeante que ya no humeaba tanto. El café —un
cortado fuerte, sin azúcar, como siempre— descansaba olvidado en la pequeña
mesa contigua, un círculo de madera rayada por años de posavasos descuidados.
Su aroma, intenso y amargo, con notas de achicoria y un leve toque tostado, se
elevaba en espirales perezosas hacia el techo artesonado, donde se desvanecía
antes de tocar las vigas ennegrecidas por el humo de cigarrillos pasados. La
taza seguía frente a él, apenas si había tomado un sorbo, pero no le importaba.
El café era solo una excusa para estar allí, para ocupar un espacio en el mundo
sin tener que interactuar con él.
Sentado en
la vieja silla de madera que crujía bajo su peso, observó por un instante el
cristal empañado. La lluvia había pintado formas abstractas: líneas finas que
se entrecruzaban como venas, gotas que se deslizaban lentas y caprichosas,
borrando el exterior en un velo borroso. Apenas distinguía siluetas: transeúntes
acurrucados bajo paraguas negros, apresurados por el callejón, sus abrigos
chorreando agua que salpicaba los charcos. Madrid en invierno era así: gris,
húmedo, implacable. Los “expertos” del barrio —el quiosquero de la esquina, la
dueña de la panadería— afirmaban rotundamente que este era el invierno más frío
en décadas. “¡Peor que el del 56!”, decían, mientras vendían castañas asadas
envueltas en papel de periódico. A él apenas le importaba. El frío exterior no
era nada comparado con el que llevaba dentro, un vacío que ningún abrigo podía
mitigar.
Su aspecto
no ayudaba a pasar desapercibido, aunque eso era precisamente lo que buscaba:
ocultarse. Una larga gabardina beige, con los puños doblados y el cuello
siempre levantado como un escudo, cubría su figura encorvada. El sombrero —un
fedora negro comprado años atrás en aquella misma sombrerería— ocultaba su
rostro arrugado, surcado por líneas que contaban más historias que cualquier
libro. Bajo el ala ancha, sus ojos, de un azul desvaído como el cielo de
tormenta, se perdían en las páginas de un grueso tomo que siempre lo
acompañaba: Cien años de soledad de García Márquez, releído por enésima vez.
Intentaba evadirse, sumergirse en Macondo para olvidar el Macondo que era su
propia vida. Un mundo que no lo entendía, ni pretendía que lo hicieran. ¿Para
qué? La soledad era su compañera fiel, la única que no preguntaba, no juzgaba.
La camarera
—una chica joven, de unos veinte años, con delantal blanco y moño recogido— se
acercó tímidamente, casi con miedo. Sus pasos eran vacilantes sobre el suelo de
baldosas que podrían contar miles de historias, y llevaba un trapo en la mano,
retorciéndolo como si fuera un salvavidas. Él sabía por qué: su presencia
intimidaba. No era agresivo, no; era el aura de misterio, de aislamiento
autoimpuesto. “El señor del sombrero”, lo llamaban en voz baja los habituales.
—Disculpe, señor… ya es hora de cerrar —murmuró ella, con voz temblorosa, deteniéndose a una distancia prudente. Sus ojos bajaron al suelo, evitando los suyos.
Él levantó la mirada del libro, parpadeando como si emergiera de un sueño. Alrededor, la cafetería estaba desierta: sillas apiladas sobre las mesas, el mostrador limpio, las luces fluorescentes parpadeando con un zumbido cansado. Era el único cliente. Con un gesto caballeroso, casi anticuado, se quitó levemente el sombrero, dejando a la vista por un momento sus desenmarañados rizos grises. Eran el recuerdo de una cabellera que en su juventud había sido la envidia de amigos: espesa, ondulada, de un castaño vivo que brillaba bajo el sol. Ahora, solo quedaban mechones rebeldes, salpicados de blanco, pegados a la frente por la humedad.
—Perdóneme, señorita —dijo con voz ronca, pero suave, como papel de lija envuelto en terciopelo—. El tiempo vuela cuando uno lee.
Se levantó con poca facilidad, su viejo cuerpo protestando con crujidos en las rodillas y un pinchazo en la espalda. Apoyó una mano en la mesa para equilibrarse, dejando el libro abierto sobre la silla. Pagó con un billete arrugado —demasiado, como siempre, dejando una propina generosa que la camarera aceptó con un rubor— y se adentró en la noche, arrastrando los pies por los callejones del centro.
Novelas escogidas
https://amzn.eu/d/7E2xDZ7
—Disculpe, señor… ya es hora de cerrar —murmuró ella, con voz temblorosa, deteniéndose a una distancia prudente. Sus ojos bajaron al suelo, evitando los suyos.
Él levantó la mirada del libro, parpadeando como si emergiera de un sueño. Alrededor, la cafetería estaba desierta: sillas apiladas sobre las mesas, el mostrador limpio, las luces fluorescentes parpadeando con un zumbido cansado. Era el único cliente. Con un gesto caballeroso, casi anticuado, se quitó levemente el sombrero, dejando a la vista por un momento sus desenmarañados rizos grises. Eran el recuerdo de una cabellera que en su juventud había sido la envidia de amigos: espesa, ondulada, de un castaño vivo que brillaba bajo el sol. Ahora, solo quedaban mechones rebeldes, salpicados de blanco, pegados a la frente por la humedad.
—Perdóneme, señorita —dijo con voz ronca, pero suave, como papel de lija envuelto en terciopelo—. El tiempo vuela cuando uno lee.
Se levantó con poca facilidad, su viejo cuerpo protestando con crujidos en las rodillas y un pinchazo en la espalda. Apoyó una mano en la mesa para equilibrarse, dejando el libro abierto sobre la silla. Pagó con un billete arrugado —demasiado, como siempre, dejando una propina generosa que la camarera aceptó con un rubor— y se adentró en la noche, arrastrando los pies por los callejones del centro.
Novelas escogidas
https://amzn.eu/d/7E2xDZ7


No hay comentarios:
Publicar un comentario