domingo, 28 de diciembre de 2025

Sombra y asfalto (3)

La oscuridad se había adueñado de Madrid con la sutileza de un velo negro. Las calles, aún brillantes por la lluvia reciente, reflejaban las luces de las farolas en charcos que parecían espejos rotos. La tranquilidad de la noche era casi palpable: el bullicio diurno —cláxones, vendedores ambulantes, el trasiego de la gente por la calle— había dado paso a un silencio roto solo por el goteo ocasional de un canalón o el ladrido lejano de un perro. Los pocos ciudadanos que quedaban se dirigían a sus hogares: un matrimonio mayor cogido del brazo, un grupo de jóvenes riendo bajo un paraguas compartido, una madre con un niño dormido en brazos. Apuraban los últimos minutos del día con sus seres queridos, antes de caer en el sueño profundo que restauraba el alma.
 
Y él, un hombre perdido entre las sombras, deambulaba sin rumbo concreto. Su gabardina chorreaba aún gotas residuales, y el sombrero goteaba sobre sus hombros. No tenía prisa; ¿para qué? Su apartamento —un pisito estrecho en el Madrid antiguo, con paredes deslucidas y una cama que se había amoldado a su cuerpo— podía esperar. Siguió caminando sin tener noción del tiempo ni a dónde se dirigía. Guiado por el inconsciente, como un sonámbulo, se adentró en un parque cercano: el Parque del Oeste, con sus senderos serpenteantes y bancos de madera ahora vacíos por lo avanzado de la hora y la humedad reinante. Ya había dejado de llover, pero el aroma de la tierra mojada se extendía por todos los rincones: húmedo, terroso, con un toque de pino y hojas descompuestas. Los pequeños riachuelos improvisados por la reciente lluvia, danzaban entre los árboles, serpenteando por el césped empapado, y la tierra se hundía bajo sus zapatos a cada paso, dejando huellas que la noche pronto ocultaría.
 
Las noches tenían una esencia especial, casi mágica. Con ellas llegaba una calma que el día negaba: el tráfico se apagaba, las preocupaciones se diluían en la negrura, y el cielo se convertía en un lienzo infinito. Al llegar a un pequeño claro —un círculo de hierba rodeado de cedros centenarios—, se arrodilló con dificultad y se recostó boca arriba sobre la hierba aún mojada, ignorando el frío y la humedad que se filtraban a través de la gabardina. Miró el cielo. Las nubes se habían marchado. Sobre él un inmenso manto negro salpicado de estrellas: pequeñas motitas de luz que parpadeaban como ojos distantes. Le gustaba contarlas, una a una, como un ritual infantil que nunca había abandonado. Una, dos, tres… hasta perder la cuenta en las constelaciones. “Allí está Venus, ese otro es Marte”, se decía, tratando de distinguir los planetas visibles a simple vista de las estrellas. Parecía imposible pensar que algunas de aquellas estrellas ya habían muerto hacía eones. Explotado en supernovas, consumidas en su propio fuego, pero su luz seguía viajando a través del vacío, llegando a la Tierra millones de años después. Era un recordatorio cruel y hermoso: nada dura para siempre, pero el eco persiste.
 
Una sonrisa triste iluminó su rostro arrugado, suavizando las líneas por un instante. Pensó en su padre, en las noches de verano en el pueblo, cuando era niño. Sentados en el porche, con el olor a jazmín y el canto de los grillos, su padre señalaba el cielo: “Mira, hijo. Como las estrellas, las personas nunca mueren del todo. Mientras quede alguien que nos recuerde, nuestra luz sigue brillando en sus corazones y recuerdos”.
 
Y estaba seguro de que no se equivocaba. Porque la luz de su padre —ese hombre maravilloso, con manos callosas de labrador y una risa que llenaba habitaciones— aún brillaba en su corazón. Jamás moriría mientras él la llevara consigo. Bajo las estrellas, sobre la hierba húmeda, cerró los ojos. La noche lo envolvía, y por un momento, el frío no importó.
 

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