La oscuridad se había adueñado de Madrid con la sutileza
de un velo negro. Las calles, aún brillantes por la lluvia reciente, reflejaban
las luces de las farolas en charcos que parecían espejos rotos. La tranquilidad
de la noche era casi palpable: el bullicio diurno —cláxones, vendedores
ambulantes, el trasiego de la gente por la calle— había dado paso a un silencio
roto solo por el goteo ocasional de un canalón o el ladrido lejano de un perro.
Los pocos ciudadanos que quedaban se dirigían a sus hogares: un matrimonio
mayor cogido del brazo, un grupo de jóvenes riendo bajo un paraguas compartido,
una madre con un niño dormido en brazos. Apuraban los últimos minutos del día
con sus seres queridos, antes de caer en el sueño profundo que restauraba el
alma.
Y él, un hombre perdido entre las sombras, deambulaba sin
rumbo concreto. Su gabardina chorreaba aún gotas residuales, y el sombrero
goteaba sobre sus hombros. No tenía prisa; ¿para qué? Su apartamento —un pisito
estrecho en el Madrid antiguo, con paredes deslucidas y una cama que se había
amoldado a su cuerpo— podía esperar. Siguió caminando sin tener noción del
tiempo ni a dónde se dirigía. Guiado por el inconsciente, como un sonámbulo, se
adentró en un parque cercano: el Parque del Oeste, con sus senderos
serpenteantes y bancos de madera ahora vacíos por lo avanzado de la hora y la
humedad reinante. Ya había dejado de llover, pero el aroma de la tierra mojada
se extendía por todos los rincones: húmedo, terroso, con un toque de pino y
hojas descompuestas. Los pequeños riachuelos improvisados por la reciente
lluvia, danzaban entre los árboles, serpenteando por el césped empapado, y la
tierra se hundía bajo sus zapatos a cada paso, dejando huellas que la noche
pronto ocultaría.
Las noches tenían una esencia especial, casi mágica. Con
ellas llegaba una calma que el día negaba: el tráfico se apagaba, las
preocupaciones se diluían en la negrura, y el cielo se convertía en un lienzo
infinito. Al llegar a un pequeño claro —un círculo de hierba rodeado de cedros
centenarios—, se arrodilló con dificultad y se recostó boca arriba sobre la
hierba aún mojada, ignorando el frío y la humedad que se filtraban a través de
la gabardina. Miró el cielo. Las nubes se habían marchado. Sobre él un inmenso
manto negro salpicado de estrellas: pequeñas motitas de luz que parpadeaban
como ojos distantes. Le gustaba contarlas, una a una, como un ritual infantil
que nunca había abandonado. Una, dos, tres… hasta perder la cuenta en las
constelaciones. “Allí está Venus, ese otro es Marte”, se decía, tratando de
distinguir los planetas visibles a simple vista de las estrellas. Parecía
imposible pensar que algunas de aquellas estrellas ya habían muerto hacía
eones. Explotado en supernovas, consumidas en su propio fuego, pero su luz
seguía viajando a través del vacío, llegando a la Tierra millones de años
después. Era un recordatorio cruel y hermoso: nada dura para siempre, pero el
eco persiste.
Una sonrisa triste iluminó su rostro arrugado, suavizando
las líneas por un instante. Pensó en su padre, en las noches de verano en el
pueblo, cuando era niño. Sentados en el porche, con el olor a jazmín y el canto
de los grillos, su padre señalaba el cielo: “Mira, hijo. Como las estrellas,
las personas nunca mueren del todo. Mientras quede alguien que nos recuerde,
nuestra luz sigue brillando en sus corazones y recuerdos”.
Y estaba seguro de que no se equivocaba. Porque la luz de
su padre —ese hombre maravilloso, con manos callosas de labrador y una risa que
llenaba habitaciones— aún brillaba en su corazón. Jamás moriría mientras él la
llevara consigo. Bajo las estrellas, sobre la hierba húmeda, cerró los ojos. La
noche lo envolvía, y por un momento, el frío no importó.
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