Juan le había contado que alguna vez, en una de esas
interminables noches de espera, distinguió al final de la calle, bajo la luz
plateada de la luna, una figura femenina. Era una joven, con el cabello largo y
oscuro cayendo sobre sus hombros, sosteniendo un libro contra su pecho como si
fuera un escudo. Sus pasos eran lentos, vacilantes, como si la ciudad misma la
intimidara. Se detuvo a unos pocos metros de distancia, bajo el resplandor de
un letrero de neón que anunciaba “Cerveza Mahou”. Sus ojos, grandes y
profundos, se cruzaron por un instante con los de Juan, y el mundo entero pareció
contener el aliento. ¿Era ella? Podría haberlo sido. Y sin embargo sostenía un
libro entre sus manos, apretado junto a su pecho. ¿El título? No podía
distinguir el título. ¿Sería “Noches de Sing-Sing? ¿O tan sólo se trataba de
otro espejismo de un corazón hambriento?
Según contó, este suceso se repitió algunas veces más.
Aquella joven lo miraba fugazmente y algo se encendía dentro del alma de Juan.
Pero entonces, como si un viento invisible se hubiera levantado de repente,
aquella joven daba media vuelta y se alejaba, y cada golpe del tacón de sus
zapatos sobre el asfalto de la calle, se convertía en un martilleo constante de
punzadas de dolor que penetraba más y más en su corazón.
Tan obsesionado estaba Juan con encontrarla de nuevo, que
no supo decirle a Carlos si aquella escena se repitió muchas más veces; tan
sólo recordaba unas pocas, porque siempre tenía la vista clavada en la puerta
de aquella discoteca rebuscando entre los rostros de todas las chicas que entraban
y salían esperando reconocer a Clara o a su amiga.
Y es que en nuestra vida, en nuestra existencia en esta
tierra, no hay respuestas, sólo preguntas, sólo espera y ojalá que también
perviva la esperanza. Así lo reconoció Carlos, comprendiendo que la historia de
Juan no había terminado, porque aquella historia era la espera misma, la
obstinación de un alma que se niega a rendirse al vacío de lo superficial.
Carlos llegó por fin a su casa, para reencontrarse con su
vida habitual, aunque el impacto emocional de esta historia perduraría para
siempre en su memoria. Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, en el
apartamento de Juan, el sonido de la vieja Olivetti seguí rompiendo
monótonamente el silencio de la noche. Porque Clara, real o imaginada, era el
símbolo de lo que Juan anhelaba: un amor que trascienda, una conexión que dé
sentido a nuestra vida. Y aunque ella no volviese a parecer en su vida nunca
más, la espera de Juan continuaría indefinidamente, porque la chispa de luz que
desprendió aquél inusual encuentro era un faro que rompía eternamente la oscuridad
reinante. Y en aquél mundo de negrura, iluminado tan sólo por la lejana e
intermitente luz de ese faro, Juan era la voz de un poeta que gritaba con tinta
su irredimible esperanza.


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