Tras
escuchar esta historia, Carlos quedó impresionado pero, a la vez, esperanzado
de que aquél encuentro hubiese traído por fin un poco de alegría y esperanza a
su amigo. Pero intuyó que aún quedaba algo más por desvelarse al contemplar el
rostro de Juan que permanecía triste. Por eso le pidió que continuara su
relato…
La Gran Vía
de Madrid, era un río de sombras y luces parpadeantes en aquella noche de 1975.
Los letreros de neón de los bares y discotecas titilaban como luciérnagas
cansadas, arrojando destellos rojos y azules sobre los adoquines húmedos por
una lluvia reciente. El aire olía a tabaco, a colonia barata y a la promesa
fugaz de la noche. Parejas pasaban riendo, sus voces mezclándose con el eco de
la música disco que se filtraba desde El Paraíso, la discoteca que parecía
devorar la calle con su bullicio. Era algo así como si la ciudad entera
quisiera despertar y gritar al mundo que estaba viva e invitase a todos a un
futuro de alegría y felicidad. Pero para Juan, apoyado contra una pared
desconchada, con las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta de pana, el
mundo entero se reducía a esa esquina, a ese instante, a esa espera.
Tenía el
rostro cansado, con ojeras que delataban noches mal dormidas y días consumidos
por la escritura y la obsesión. Su cabello, desordenado como siempre, caía
sobre su frente, y sus ojos verdes, apagados por la fatiga, escrutaban la calle
como si pudieran conjurar a quien buscaba. La música de la discoteca, un ritmo
frenético que vibraba en el aire, no lograba penetrar la burbuja de su
introspección. Había algo en su postura, en la forma en que su cuerpo se
apoyaba contra la pared, que hablaba de una determinación frágil, como si
estuviera sosteniendo un castillo de naipes que podía derrumbarse con un soplo.
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