"Seguía soñando con aventuras que nunca emprendió, con
amores que se escaparon entre los dedos, con palabras no dichas. Mas no había
allí nadie que le confirmara lo que había de cierto o errado en sus
pensamientos”.
“Solo tenía como compañeras a las estrellas, mudos
testigos de su introspección”.
Madrid,
invierno de cualquier año que podría ser este. La ciudad se acurruca bajo un
manto de lluvia fina y farolas que proyectan sombras alargadas sobre charcos
que reflejan el cielo gris. En un rincón olvidado del centro, entre cafeterías
que cierran temprano y librerías que resisten el paso del tiempo, un hombre
camina solo. Lleva una gabardina arrugada, un sombrero inclinado y un libro
bajo el brazo que es su único compañero fiel.
Esta es la
historia de un paseante nocturno, de un café que se enfría, de estrellas que
parpadean con secretos antiguos y de un corazón que late con la terquedad de un
niño. Una novela breve sobre la soledad que no pesa, sobre la memoria que viaja
más rápido que la luz y sobre cómo, a veces, el reflejo en un cristal puede
cambiarlo todo.
Sin grandes
gestos ni dramas estruendosos. Solo un hombre, una noche, un parque y la
certeza de que nadie desaparece del todo mientras alguien, en algún lugar, siga
mirando al mismo cielo.
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