Juan lo
miró, sorprendido por la confesión. Había algo en los ojos de Rafael, un
destello de tristeza que contrastaba con su habitual desenfado.
- ¿Y por qué no lo dejas? -preguntó, con una curiosidad genuina.
Rafael hizo una pausa, como si la pregunta lo hubiera pillado desprevenido. Miró hacia la calle, donde un grupo de jóvenes reía bajo un letrero de neón que anunciaba “Cerveza Mahou”.
- Lo intenté -admitió finalmente, con una voz baja, casi un susurro-. Pero no supe encontrarme. Aquí, con la careta puesta, me olvido de quién soy. Solo contigo hablo como si fuera yo mismo. -Sacudió la cabeza, como si quisiera borrar esa confesión-. Pero dime, ¿qué haces aquí?
- Espero -respondió Juan, con una simplicidad que escondía un abismo de emociones.
- ¿A ella?
- Sí.
Rafael frunció el ceño, inclinándose hacia él.
- ¿A qué hora quedaste?
- A esta hora... hace un mes.
Rafael
parpadeó, atónito, como si no pudiera procesar lo que acababa de escuchar.
- ¿Un mes? ¿Llevas un mes esperando?
Juan asintió, mientras volvía a dirigir su mirada, una mirada perdida, hacia el final de la calle.
- Quedamos el viernes siguiente. Vino, le di un libro mío, hablamos... Sentí algo real. Pero al día siguiente, no la dejaron entrar por ser menor. Se enfadó, no quiso ir a otro sitio. La acompañé a un autobús, y desde entonces, nada.
- ¿No tenías su dirección o su teléfono? -preguntó Rafael, con una mezcla de incredulidad y compasión.
- No lo necesitaba –respondió Juan, con una convicción que parecía sostenerlo en pie-. Su alma me bastaba.
Rafael suspiró y se rascó la nuca.
- Vamos a ver, Juan, esto no tiene sentido. No va a volver.
- No lo sé -respondió Juan, con un tono de voz que evidenciaba su fragilidad-. Pero dijo que su amiga venía mucho aquí. Quizás ella me vea y me diga algo. Le prometí que la esperaría, aunque fueran veinte años.
Rafael lo miró, con una mezcla de admiración y lástima.
- Eres un romántico empedernido. Ojalá la encuentres. -Le dio una palmada en el hombro, en un gesto que intentaba ser reconfortante pero que no podía disipar la soledad de Juan-. ¡Ánimo!
Antes de que
Juan pudiera responder, Néstor apareció en la puerta de la discoteca, con su
camisa verde esmeralda y una expresión en su rostro que delataba los efluvios
del alcohol.
- ¡Rafael, vamos! -gritó, con una voz enérgica que resonó en la calle-. ¡Hola, escritor! –añadió dirigiéndose a Juan.
Juan levantó una mano en un saludo débil, casi mecánico. Rafael miró a Juan una última vez, como si quisiera decir algo más, pero finalmente se limitó a un:
- ¡Cuídate!
Se unió a Néstor, y ambos desaparecieron en el torbellino de la discoteca, dejando a Juan solo en la calle.
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- ¿Y por qué no lo dejas? -preguntó, con una curiosidad genuina.
Rafael hizo una pausa, como si la pregunta lo hubiera pillado desprevenido. Miró hacia la calle, donde un grupo de jóvenes reía bajo un letrero de neón que anunciaba “Cerveza Mahou”.
- Lo intenté -admitió finalmente, con una voz baja, casi un susurro-. Pero no supe encontrarme. Aquí, con la careta puesta, me olvido de quién soy. Solo contigo hablo como si fuera yo mismo. -Sacudió la cabeza, como si quisiera borrar esa confesión-. Pero dime, ¿qué haces aquí?
- Espero -respondió Juan, con una simplicidad que escondía un abismo de emociones.
- ¿A ella?
- Sí.
Rafael frunció el ceño, inclinándose hacia él.
- ¿A qué hora quedaste?
- A esta hora... hace un mes.
- ¿Un mes? ¿Llevas un mes esperando?
Juan asintió, mientras volvía a dirigir su mirada, una mirada perdida, hacia el final de la calle.
- Quedamos el viernes siguiente. Vino, le di un libro mío, hablamos... Sentí algo real. Pero al día siguiente, no la dejaron entrar por ser menor. Se enfadó, no quiso ir a otro sitio. La acompañé a un autobús, y desde entonces, nada.
- ¿No tenías su dirección o su teléfono? -preguntó Rafael, con una mezcla de incredulidad y compasión.
- No lo necesitaba –respondió Juan, con una convicción que parecía sostenerlo en pie-. Su alma me bastaba.
Rafael suspiró y se rascó la nuca.
- Vamos a ver, Juan, esto no tiene sentido. No va a volver.
- No lo sé -respondió Juan, con un tono de voz que evidenciaba su fragilidad-. Pero dijo que su amiga venía mucho aquí. Quizás ella me vea y me diga algo. Le prometí que la esperaría, aunque fueran veinte años.
Rafael lo miró, con una mezcla de admiración y lástima.
- Eres un romántico empedernido. Ojalá la encuentres. -Le dio una palmada en el hombro, en un gesto que intentaba ser reconfortante pero que no podía disipar la soledad de Juan-. ¡Ánimo!
- ¡Rafael, vamos! -gritó, con una voz enérgica que resonó en la calle-. ¡Hola, escritor! –añadió dirigiéndose a Juan.
Juan levantó una mano en un saludo débil, casi mecánico. Rafael miró a Juan una última vez, como si quisiera decir algo más, pero finalmente se limitó a un:
- ¡Cuídate!
Se unió a Néstor, y ambos desaparecieron en el torbellino de la discoteca, dejando a Juan solo en la calle.
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