Un golpe en
la puerta rompió el silencio, tan brusco que Juan dio un respingo, como si lo
hubieran sorprendido en un delito.
- ¿Quién es?
-preguntó, con la voz áspera por el desuso.
- ¡Soy yo, Carlos! ¿Vas a abrir o sigo tocando la serenata?
La voz al
otro lado era cálida, con un toque de sorna que solo un viejo amigo podía
permitirse. Juan se levantó, apartando
una pila de papeles que amenazaba con desplomarse, y abrió la puerta. Carlos
entró como una ráfaga de aire fresco, trayendo consigo el olor a colonia barata
y el bullicio de la calle. Llevaba un traje gris de corte recto, típico de un
oficinista de clase media en aquél Madrid de los setenta, con una camisa blanca
impecable y una corbata de rayas que parecía gritar estabilidad. En la mano
derecha sostenía una botella de vino tinto, con la etiqueta medio despegada, y
en la izquierda, un paquete de cigarrillos Ducados que asomaba del bolsillo de
su chaqueta.
- ¡Hombre,
qué sorpresa! No esperaba verte hoy -dijo Juan, forzando una sonrisa que no
llegó a sus ojos. Carlos lo miró de
arriba abajo, arqueando una ceja.
- ¿Qué tal, soñador? Siempre encerrado con tus palabras.
Carlos recorrió
la habitación con la mirada, deteniéndose en el desorden de libros y papeles.
- Este lugar parece una biblioteca en ruinas. ¿No te cansas de vivir entre papeles?
Juan se encogió de hombros y señaló dos sillones gastados, tapizados en un terciopelo verde que había visto mejores días.
- Es mi refugio. Siéntate, hombre.
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- ¡Soy yo, Carlos! ¿Vas a abrir o sigo tocando la serenata?
- ¿Qué tal, soñador? Siempre encerrado con tus palabras.
- Este lugar parece una biblioteca en ruinas. ¿No te cansas de vivir entre papeles?
Juan se encogió de hombros y señaló dos sillones gastados, tapizados en un terciopelo verde que había visto mejores días.
- Es mi refugio. Siéntate, hombre.
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