Allí seguía, tumbado en el claro del parque, sobre la
hierba que se adhería a su gabardina como un recordatorio pegajoso de la
realidad. La humedad ya había traspasado la ya inútil protección de la
gabardina… pero no le importaba. Ni el frío que se colaba por los puños, ni el
olor a musgo y hojas que impregnaba el aire. Su vista y sus pensamientos se
perdían en las estrellas, que cada vez ocupaban más espacio en el cielo
conforme la oscuridad de la noche se volvía más intensa. Y en esa profunda
oscuridad la luz de las estrellas revelaba un tapiz infinito de puntos
luminosos: la Osa Mayor con su carro eterno, Casiopea en su trono, y miles de
anónimas galaxias que parpadeaban con timidez.
Ya habían pasado muchos años. Demasiados. Ahora él era
tan viejo como aquel padre que recordaba con cariño, con su voz grave y ojos
que brillaban al contar historias en el porche de la casa del pueblo. Se tocó
el rostro con dedos temblorosos, cerciorándose de los surcos que la edad había
tallado como cicatrices invisibles: arrugas profundas alrededor de los ojos, surcos
en las mejillas, la piel floja bajo la barbilla. Eran mapas de una vida larga,
de risas apagadas, de lágrimas secas, de noches en vela. Se llevó la mano a la
cabeza, palpando los mechones escasos y grises que asomaban bajo el sombrero.
De su antigua cabellera que mostraba con orgullo durante su Juventus, solo
quedaban pequeños recuerdos, unos mechones blancos como símbolo de banderas
blancas de rendición.
Miró de nuevo al cielo, y en el silencio absoluto de la
noche —roto solo por el crujido ocasional de una rama o el susurro de las
hojas— fue capaz de escuchar los latidos de su propio corazón. Thump-thump.
Thump-thump. Regulares, insistentes, como un tambor lejano en una procesión. Le
decían que estaba vivo. Que, a pesar del cuerpo envejecido, su alma seguía
siendo joven e inmadura, un niño atrapado en un cascarón frágil. Seguía soñando
con aventuras que nunca emprendió, con amores que se escaparon entre los dedos,
con palabras no dichas. Mas no había allí nadie que le confirmara lo que había
de cierto o errado en sus pensamientos. Nadie para decirle: “Sí, viejo, aún hay
fuego en ti”. Solo tenía como compañeras a las estrellas, mudos testigos de su
introspección.
Se levantó lentamente, con un lev gemido que escapó de
sus labios al incorporarse. Las rodillas protestaron, la espalda le avisó con
un pinchazo agudo, y tuvo que apoyarse en un árbol cercano para equilibrarse.
El parque estaba desierto: bancos vacíos, senderos mudos, solo el eco de sus
pasos en la tierra mojada. Regresó a casa con parsimonia, cada paso un esfuerzo
calculado. La lluvia era pasado, pero el suelo encharcado le recordaba que todo
lo sentido y vivido aquella tarde era real: el café olvidado en la mesa
mientras su mente divagaba entre las páginas de un libro, la camarera tímida
que le avisó de la hora del cierre, su presencia ocupando un espacio perenne y
movible en este mundo…
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