lunes, 29 de diciembre de 2025

Sombra y asfalto (4)

Allí seguía, tumbado en el claro del parque, sobre la hierba que se adhería a su gabardina como un recordatorio pegajoso de la realidad. La humedad ya había traspasado la ya inútil protección de la gabardina… pero no le importaba. Ni el frío que se colaba por los puños, ni el olor a musgo y hojas que impregnaba el aire. Su vista y sus pensamientos se perdían en las estrellas, que cada vez ocupaban más espacio en el cielo conforme la oscuridad de la noche se volvía más intensa. Y en esa profunda oscuridad la luz de las estrellas revelaba un tapiz infinito de puntos luminosos: la Osa Mayor con su carro eterno, Casiopea en su trono, y miles de anónimas galaxias que parpadeaban con timidez.
 
Ya habían pasado muchos años. Demasiados. Ahora él era tan viejo como aquel padre que recordaba con cariño, con su voz grave y ojos que brillaban al contar historias en el porche de la casa del pueblo. Se tocó el rostro con dedos temblorosos, cerciorándose de los surcos que la edad había tallado como cicatrices invisibles: arrugas profundas alrededor de los ojos, surcos en las mejillas, la piel floja bajo la barbilla. Eran mapas de una vida larga, de risas apagadas, de lágrimas secas, de noches en vela. Se llevó la mano a la cabeza, palpando los mechones escasos y grises que asomaban bajo el sombrero. De su antigua cabellera que mostraba con orgullo durante su Juventus, solo quedaban pequeños recuerdos, unos mechones blancos como símbolo de banderas blancas de rendición.
 
Miró de nuevo al cielo, y en el silencio absoluto de la noche —roto solo por el crujido ocasional de una rama o el susurro de las hojas— fue capaz de escuchar los latidos de su propio corazón. Thump-thump. Thump-thump. Regulares, insistentes, como un tambor lejano en una procesión. Le decían que estaba vivo. Que, a pesar del cuerpo envejecido, su alma seguía siendo joven e inmadura, un niño atrapado en un cascarón frágil. Seguía soñando con aventuras que nunca emprendió, con amores que se escaparon entre los dedos, con palabras no dichas. Mas no había allí nadie que le confirmara lo que había de cierto o errado en sus pensamientos. Nadie para decirle: “Sí, viejo, aún hay fuego en ti”. Solo tenía como compañeras a las estrellas, mudos testigos de su introspección.
 
Se levantó lentamente, con un lev gemido que escapó de sus labios al incorporarse. Las rodillas protestaron, la espalda le avisó con un pinchazo agudo, y tuvo que apoyarse en un árbol cercano para equilibrarse. El parque estaba desierto: bancos vacíos, senderos mudos, solo el eco de sus pasos en la tierra mojada. Regresó a casa con parsimonia, cada paso un esfuerzo calculado. La lluvia era pasado, pero el suelo encharcado le recordaba que todo lo sentido y vivido aquella tarde era real: el café olvidado en la mesa mientras su mente divagaba entre las páginas de un libro, la camarera tímida que le avisó de la hora del cierre, su presencia ocupando un espacio perenne y movible en este mundo…
 

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