En los países nórdicos que tanto amo, el Esquí no es que
sea un deporte, es que es una forma de vida; de hecho cualquier niño casi
aprende a esquiar antes que a andar, y prueba de ello es que en los reportajes
que ponen con frecuencia en la televisión siempre se ve a niños muy pequeños
esquiando con soltura. No ha sido así en mi caso. A pesar de que la nieve y el
Esquí siempre me han gustado, nunca he tenido oportunidad de practicarlo.
¿Nunca? Miento. Sí. Una vez.
Sucedió en la edad adulta. Mi amigo Luis Díaz Ricote,
gran aficionado al esquí, me animó a acompañarle un buen día de invierno a las
pistas de Cotos, en Navacerrada (Madrid). El día era espléndido, cielo azul y
hasta calor, y el suelo cubierto con una buena capa de nieve. Como yo no tenía
ni esquíes ni botas ni bastones, los alquilé, y me dispuse a descender por la
ladera de los principiantes. Pero no creáis que fue tan fácil, porque primero
había que hacer el recorrido desde la tienda de alquiler hasta la cabecera de
la pista, recorriendo una distancia de unos 50 metros; una distancia que, con
esquís en los pies por primera vez en la vida, parece inacabable. Me lo tomé
con calma. Consideré que lo más apropiado era caminar de lado, levantando un
pie con el esquí y sin levantar el siguiente hasta que no hubiese vuelto a
apoyar el primero. Mi amigo miraba con infinita paciencia.
Cuando por fin llegué a la parte superior de la pista me
dispuse a bajar, pero por muy de principiantes que fuese aquello, tenía una
cierta pendiente, así que lo mejor era bajar como hacen los esquiadores
profesionales, en zigzag. Enfilé la primera diagonal, di un pequeño impulso con
los bastones y ¡funcionaba! ¡Aquello –o sea yo- se movía! Lleno de satisfacción
fui avanzando por esa diagonal, a una velocidad tal que hubiera adelantando a
cualquier tortuga. Pero ¡ay, desgracia! llegué al final de esa primera diagonal
y debía girar para enfilar la siguiente.
Está claro que una cosa es la teoría (algo me había
explicado mi amigo) y otra muy distinta la práctica. Con esos largos esquíes en
los pies no había forma de hacer un giro, ni dando saltitos, ni levantando una
pierna para girar luego el cuerpo... creo que acabé sentándome, poniéndome a
gatas, volviendo a levantarme, y tras muchos esfuerzos y sudores emprender la
aventura de avanzar unos cuantos metros más. No sé cuántas diagonales realicé
ni el tiempo (mucho) que tardé en llegar abajo. Pero entonces vi que la gente
que bajaba por allí con gran soltura lo que quería era volver a subir para
volver a bajar. Yo eso no lo entendía. “Si ya han bajado ¿para qué quieren
volver a subir? ¿Para bajar otra vez? ¡Pero si ya están abajo!”. Verdaderamente
aquello me parecía cosa de locos.
Sin embargo había un curioso artilugio, una especie de
teleférico, que iba constantemente subiendo y bajando, del que colgaban unos
cables al final de los cuales había una base circular. La gente se acercaba
allí, ponía el culo en esa base, se agarraba al cable, y se dejaba llevar
cuesta arriba sin esfuerzo, deslizando suavemente los esquíes sobre la nieve
mientras subían. Pero es que aquello no se paraba, ¡había que cogerlo en marcha!
La tarea no parecía fácil, a pesar de la facilidad con que todo el mundo lo
hacía. Me dije que tenía que intentarlo así que, a trompicones, me fui
acercando a la zona de curva por donde la gente agarraba esos cables. Tuvieron
que pasar varios de dichos cables hasta que por fin agarré uno, pero cuando fui
a encajar el culo en la base, como aquello seguía avanzando y yo tenía los pies
con los esquíes anclados en la nieve, me fui inclinando conforme el cable –al
que me había agarrado- se alejaba, mientras que mis pies continuaban sin
moverse del sitio. Pasé rápidamente de la posición vertical a la diagonal, y
aquello seguía alejándose mientras mis manos se aferraban al cable, mis pies no
eran capaces de desatascarse de la nieve, y mi culo estaba no se sabía dónde.
Como yo no era de goma y no podía estirarme más, acabé soltando el cable y
cayendo al suelo.
Mientras me reponía del esfuerzo y me volvía a levantar,
seguían haciendo uso de tan extraño teleférico niños, mujeres, adultos... todos
hacían con normalidad aquello que yo había sido incapaz de hacer. Lo intenté de
nuevo... y el resultado fue similar. Una vez más... y lo mismo. Como aquello no
paraba, no había forma de desencajar mis pues del suelo para moverme y sentarme
bien en la base. Tras fracasar en ese tercer intento me dije que ya era muy
mayor para aprender a esquiar, que eso hay que aprenderlo de niño. Me fui a la
venta Marcelino y me comí un buen bocadillo de chorizo frito, y para eso no
tuve ningún problema. ¡Es que hay cosas para las que uno está dotado y para
otras no!
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