Después de seis años trabajando felizmente en
Latino-Syntex, me cambié de empresa y me fui a un pequeño, pero gran
laboratorio (porque tenía grandes productos), llamado Sideta (siglas que
correspondían a Sociedad Ibérica de Estudios Terapéuticos Aplicados)
perteneciente al grupo multinacional francés Pechiney Ugine Kullmann, cuya
fábrica y oficinas estaban situadas en un polígono industrial en las afueras de
Alcalá de Henares. También allí se organizaron, de vez en cuando, partidos de
fútbol, aunque en esta ocasión, no sé por qué, todos los rivales a los que nos
enfrentábamos eran mejores que nosotros, más duros y agresivos. Teníamos la
ventaja, no obstante, de jugar en buenos campos (de tierra, pero eso era lo
mejor que había), como el de los laboratorios Merck, en la carretera de
Barcelona, o en un campo del pueblo de Meco en donde nos enfrentamos a un
equipo que llegué a pensar si no serían presos salidos de la cárcel de
Alcalá-Meco. Recuerdo aquél partido igual que Aníbal debió recordar la batalla
de las Termópilas o Alejandro Magno la batalla de Gaugamela, como algo áspero,
duro, e incluso traumático. Y esto último lo digo de forma literal. Atacaba una
vez más el equipo contrario, tenían batida a toda nuestra defensa y nuestro
portero había quedado descolocado, chutaron a puerta y en un instinto –propio
de los más ágiles defensas- estiré la pierna logrando despejar el balón y
salvar el gol; lo que no pude salvar fue el impacto de una bota contraria contra
mi tobillo y un “¡clak!” resonó en el campo de fútbol enmudeciendo el ambiente.
Quedé tendido en el suelo, doliéndome del tobillo que, como por arte de magia,
empezó a hincharse e hincharse. Me ayudaron varios compañeros y me llevaron al
Ambulatorio más cercano donde me inyectaron un antiinflamatorio y me vendaron
el tobillo, mandándome hacer reposo durante una semana. Todos se preocuparon
por mí, incluso los del equipo contrario que se disculparon, pero a pesar de
todo yo me fui feliz a casa porque había salvado un gol. Eso en el mundo del
deporte se llama: ¡Profesionalidad!
El director de la empresa, Carlo de Franceschi, se mostró
muy contrariado por aquella baja laboral que se había producido de manera tan
estúpida (no le gustaba el fútbol) y yo estuve en casa con el pie en alto no
una semana sino solo tres días. Al cuarto día ya me atreví a coger el coche
para ir a trabajar, y al cabo de una semana, con el pie aún resentido, cumplí
con mi obligación profesional y conduje mi coche hasta Sevilla en donde tenía
que participar en una reunión de trabajo. Eso en el mundo laboral se llama:
¡Profesionalidad!
Durante mi permanencia en Sideta también me ocupé de
hacer las quinielas semanales aunque aquí no tuvimos tanta suerte a pesar de
haber acertado muchas semanas gracias a un sistema reducido de siete dobles.
Rara era la semana que no acertábamos 12 pero los premios que nos tocaba cobrar
apenas si eran de unos pocos cientos de pesetas a repartir entre siete u ocho
personas. Por alguna curiosa circunstancia, hubo una racha en que casi todas
las semanas la quiniela acababa llena de “unos” y por consiguiente reportaban
unos premios ridículos. Por fin, un día, llegó la tan esperada alegría: ¡Había
acertado una de 14! Pero cuando comprobé el boleto algo me mosqueó: esa
quiniela era... ¡de 14 unos! Como me temía, el premio fue de tan solo 5.000
pesetas a repartir. Así que, poco después, sin ningún gran premio que llevarnos
a la boca (digo a la cartera), dejamos de hacer quinielas, desencantados por
tanto acierto y tan poco premio.
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