Al comenzar mis estudios en las Escuelas Pías de San
Fernando, en Madrid, jugaba a veces con una pelota en el patio del colegio,
pero era francamente malo, tanto que nunca entré a formar parte de ningún
equipo de fútbol. No fue hasta cumplir los 13 años cuando, ya con mi propia
pandilla, nos dedicamos en muchas ocasiones a jugar al fútbol. Si conseguíamos
atraer a otros amigos menos habituales, organizábamos un partido de cinco o
seis contra otros cinco o seis; pero si no llegábamos a tan alto número
solíamos invitar (o invitarnos) para jugar con otro grupo que estuviese por
allí en las mismas condiciones que nosotros y así, con quórum suficiente, se
organizaba el partido. Pero ¿cómo eran esos partidos? Los jóvenes de hoy no
pueden siquiera imaginárselo. Hoy lo tienen todo hecho: magníficas
equipaciones, instalaciones deportivas para todos los gustos, campos reglamentarios
incluso con césped artificial, etc. En cambio, hace unas cuantas décadas, la
cosa era muy diferente...
El terreno de juego era un descampado de tierra, más o
menos llano, en la Casa de Campo; no obstante siempre había algunas piedras,
hoyos, incluso algunos arbustos o un ligero desnivel del terreno. Las líneas
que delimitaban las áreas y el terreno de juego eran inexistentes, aunque
algunas veces cogíamos un palo y a pulso íbamos trazando sobre el suelo dichas
líneas (cualquier parecido con una línea recta era pura coincidencia). Como no
había porterías, las teníamos que inventar nosotros: dos montones de piedras,
con algunos jerséis encima, hacían las veces de postes (sin que hubiese
larguero ni red), y la distancia entre los artesanales “postes” se medía por
pasos... aproximados. Algunas veces encontrábamos dos árboles separados por una
distancia razonable para hacer de postes de la portería, y eso era un auténtico
lujo que nos llenaba de satisfacción. En cuanto a la equipación, era igualmente
inexistente. Cada uno llevaba un pantalón diferente (unos blanco, otros azul,
otros un simple pantalón corto de paseo..) y por arriba, una camiseta o un
polo, sin que existieran dos jugadores que llevaran siquiera el mismo color. De
calzado unas zapatillas deportivas... de la época, es decir, parecidas no a las
que se estilan ahora sino a esas clásicas zapatillas Victoria que todavía se
ven en algunas zapaterías, aunque también algunos jugaban sencillamente con los
zapatos del colegio, lo que suponía una ventaja ya que permitían chutar más
fuerte, pero también más fuerte era el pescozón que recibían de su madre al
llegar a casa con los zapatos sucios, arañados y machacados.
El jefe de la pandilla, o uno de los jefes (en mi caso
éramos Paco Sanz Cabrera y yo quienes llevábamos la voz cantante) elegía un
compañero para su equipo, después el otro elegía otro, y así sucesivamente
hasta completar los dos equipos. Como la alineación cada vez era diferente, y
más todavía si jugábamos con otro grupo que nos hubiésemos encontrado por ahí,
y no había dos equipaciones iguales, era realmente difícil recordar quiénes
eran tus compañeros de equipo y por eso era frecuente dar pases al contrario
creyendo que eran de tu mismo bando. La técnica no existía, aunque la verdad es
que tampoco hubiera servido de nada en aquellos terrenos duros, irregulares y
llenos de obstáculos. En general todos corríamos detrás del balón porque
nuestra única obsesión era coger el balón, correr, regatear lo menos posible y
disparar a puerta. Cada vez que uno tenía el balón se escuchaba un coro de
voces que gritaban al unísono “¡a mí, a mí!”, pidiendo infructuosamente que les
pasaran el balón, pero si uno había conseguido tener la posesión de la pelota
no era cuestión de cedérsela a nadie por muy amigo tuyo que fuese.
Aunque a la hora de hacer los equipos tratásemos de
organizarnos diciendo “tú de defensa, tú de medio, tú de delantero”, daba
igual, porque todos jugábamos de todo como auténticos todoterrenos; a lo más
que llegábamos era a decir “yo juego por la derecha” (como era mi caso) ya que
al ser diestro y ser un inútil con la izquierda, no tenía sentido situarme en
el lado contrario. ¡Ah! y había un puesto maldito que nadie quería: el de
portero. Es que el portero no podía correr con el balón ni chutar a puerta,
tenía que quedarse en su portería esperando que le disparasen para ver si
paraba el balón, siendo lo más normal que le metiesen gol salvo que quisiese
llegar a su casa con desollones en las rodillas y en los codos. ¡Vamos, que el
duro suelo de tierra con piedras de todos los tamaños no era lo más atractivo
para hacer una estirada! Por eso, solíamos poner de portero al peor de todos, o
al que tenía asma. ¡Y encima le echábamos una bronca cada vez que le metían un
gol! Ante tal tesitura no es de extrañar que muchas veces nadie quisiese
ponerse de portero, razón por la cual se inventó el puesto de
“portero-delantero”, un portero a lo Higuita que, tan ponto tenía el balón, lo
controlaba con los pies y se iba hacia la portería contraria. Como esta estrategia
del “portero-delantero” resultaba desastrosa a la hora de mantener nuestra
portería imbatida, se cambiaba con frecuencia por la estrategia de “un rato
cada uno”, y así cada poco tiempo (o en otras ocasiones cada vez que se
encajaba un gol) se iba cambiando el que hacía de portero por otro jugador de
campo.
Los partidos así disputados resultaban épicos, con
abundancia de goles y de incidencias. “¡Ha salido!”, decía uno. “¡No, no ha
salido!” gritaba otro. “¡Ha sido falta!”, decía uno. “¡De eso nada, te has
caído solo!”, gritaba otro. Y así se estaba discutiendo un rato hasta que al
final surgía el consenso y se daba la razón a uno sabiendo que después vendría
(tal como hacen la mayoría de los árbitros hoy en día) la “ley de la
compensación” (“la otra falta la pitaste a tu favor, así que esta se pita a mi
favor”). La sangre siempre hacía acto de presencia, y no porque nos pegásemos,
sino porque nos pegábamos... contra el suelo. Chichones, heridas, rasguños,
arañazos, etc., estaban a la orden del día. Y como podéis suponer no había
árbitros, pero sin duda aquello nos preparaba para la vida y nos ensañaba mejor
que cualquier otra escuela el arte de negociar, de dialogar, de llegar a
acuerdos. Hoy en día, como hasta los pequeñines juegan con árbitro, no saben
qué es eso de dialogar y negociar, sólo conocen la dictadura del árbitro y la
protesta y anarquía de los oprimidos.
Si escribes “Vicente Fisac” en Amazon, podrás ver todos los libros que he escrito.
Si escribes “Vicente Fisac” en Amazon, podrás ver todos los libros que he escrito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario