viernes, 15 de marzo de 2024

Fútbol (jugador) (2)

Al comenzar mis estudios en las Escuelas Pías de San Fernando, en Madrid, jugaba a veces con una pelota en el patio del colegio, pero era francamente malo, tanto que nunca entré a formar parte de ningún equipo de fútbol. No fue hasta cumplir los 13 años cuando, ya con mi propia pandilla, nos dedicamos en muchas ocasiones a jugar al fútbol. Si conseguíamos atraer a otros amigos menos habituales, organizábamos un partido de cinco o seis contra otros cinco o seis; pero si no llegábamos a tan alto número solíamos invitar (o invitarnos) para jugar con otro grupo que estuviese por allí en las mismas condiciones que nosotros y así, con quórum suficiente, se organizaba el partido. Pero ¿cómo eran esos partidos? Los jóvenes de hoy no pueden siquiera imaginárselo. Hoy lo tienen todo hecho: magníficas equipaciones, instalaciones deportivas para todos los gustos, campos reglamentarios incluso con césped artificial, etc. En cambio, hace unas cuantas décadas, la cosa era muy diferente...
 
El terreno de juego era un descampado de tierra, más o menos llano, en la Casa de Campo; no obstante siempre había algunas piedras, hoyos, incluso algunos arbustos o un ligero desnivel del terreno. Las líneas que delimitaban las áreas y el terreno de juego eran inexistentes, aunque algunas veces cogíamos un palo y a pulso íbamos trazando sobre el suelo dichas líneas (cualquier parecido con una línea recta era pura coincidencia). Como no había porterías, las teníamos que inventar nosotros: dos montones de piedras, con algunos jerséis encima, hacían las veces de postes (sin que hubiese larguero ni red), y la distancia entre los artesanales “postes” se medía por pasos... aproximados. Algunas veces encontrábamos dos árboles separados por una distancia razonable para hacer de postes de la portería, y eso era un auténtico lujo que nos llenaba de satisfacción. En cuanto a la equipación, era igualmente inexistente. Cada uno llevaba un pantalón diferente (unos blanco, otros azul, otros un simple pantalón corto de paseo..) y por arriba, una camiseta o un polo, sin que existieran dos jugadores que llevaran siquiera el mismo color. De calzado unas zapatillas deportivas... de la época, es decir, parecidas no a las que se estilan ahora sino a esas clásicas zapatillas Victoria que todavía se ven en algunas zapaterías, aunque también algunos jugaban sencillamente con los zapatos del colegio, lo que suponía una ventaja ya que permitían chutar más fuerte, pero también más fuerte era el pescozón que recibían de su madre al llegar a casa con los zapatos sucios, arañados y machacados.
 
El jefe de la pandilla, o uno de los jefes (en mi caso éramos Paco Sanz Cabrera y yo quienes llevábamos la voz cantante) elegía un compañero para su equipo, después el otro elegía otro, y así sucesivamente hasta completar los dos equipos. Como la alineación cada vez era diferente, y más todavía si jugábamos con otro grupo que nos hubiésemos encontrado por ahí, y no había dos equipaciones iguales, era realmente difícil recordar quiénes eran tus compañeros de equipo y por eso era frecuente dar pases al contrario creyendo que eran de tu mismo bando. La técnica no existía, aunque la verdad es que tampoco hubiera servido de nada en aquellos terrenos duros, irregulares y llenos de obstáculos. En general todos corríamos detrás del balón porque nuestra única obsesión era coger el balón, correr, regatear lo menos posible y disparar a puerta. Cada vez que uno tenía el balón se escuchaba un coro de voces que gritaban al unísono “¡a mí, a mí!”, pidiendo infructuosamente que les pasaran el balón, pero si uno había conseguido tener la posesión de la pelota no era cuestión de cedérsela a nadie por muy amigo tuyo que fuese.
 
Aunque a la hora de hacer los equipos tratásemos de organizarnos diciendo “tú de defensa, tú de medio, tú de delantero”, daba igual, porque todos jugábamos de todo como auténticos todoterrenos; a lo más que llegábamos era a decir “yo juego por la derecha” (como era mi caso) ya que al ser diestro y ser un inútil con la izquierda, no tenía sentido situarme en el lado contrario. ¡Ah! y había un puesto maldito que nadie quería: el de portero. Es que el portero no podía correr con el balón ni chutar a puerta, tenía que quedarse en su portería esperando que le disparasen para ver si paraba el balón, siendo lo más normal que le metiesen gol salvo que quisiese llegar a su casa con desollones en las rodillas y en los codos. ¡Vamos, que el duro suelo de tierra con piedras de todos los tamaños no era lo más atractivo para hacer una estirada! Por eso, solíamos poner de portero al peor de todos, o al que tenía asma. ¡Y encima le echábamos una bronca cada vez que le metían un gol! Ante tal tesitura no es de extrañar que muchas veces nadie quisiese ponerse de portero, razón por la cual se inventó el puesto de “portero-delantero”, un portero a lo Higuita que, tan ponto tenía el balón, lo controlaba con los pies y se iba hacia la portería contraria. Como esta estrategia del “portero-delantero” resultaba desastrosa a la hora de mantener nuestra portería imbatida, se cambiaba con frecuencia por la estrategia de “un rato cada uno”, y así cada poco tiempo (o en otras ocasiones cada vez que se encajaba un gol) se iba cambiando el que hacía de portero por otro jugador de campo.
 
Los partidos así disputados resultaban épicos, con abundancia de goles y de incidencias. “¡Ha salido!”, decía uno. “¡No, no ha salido!” gritaba otro. “¡Ha sido falta!”, decía uno. “¡De eso nada, te has caído solo!”, gritaba otro. Y así se estaba discutiendo un rato hasta que al final surgía el consenso y se daba la razón a uno sabiendo que después vendría (tal como hacen la mayoría de los árbitros hoy en día) la “ley de la compensación” (“la otra falta la pitaste a tu favor, así que esta se pita a mi favor”). La sangre siempre hacía acto de presencia, y no porque nos pegásemos, sino porque nos pegábamos... contra el suelo. Chichones, heridas, rasguños, arañazos, etc., estaban a la orden del día. Y como podéis suponer no había árbitros, pero sin duda aquello nos preparaba para la vida y nos ensañaba mejor que cualquier otra escuela el arte de negociar, de dialogar, de llegar a acuerdos. Hoy en día, como hasta los pequeñines juegan con árbitro, no saben qué es eso de dialogar y negociar, sólo conocen la dictadura del árbitro y la protesta y anarquía de los oprimidos.
 

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