La zona de Levante era una de las más importantes de
España para la venta de agroquímicos, los cítricos son uno de los cultivos más
rentables y por ello los citricultores no escatiman cuidados, sin olvidar que
también en el Levante español hay muchos otros cultivos con importancia comercial
como la vid, cultivos de huerta, arroz, etc. Y en esta zona de España también
hay mucha afición al fútbol y un equipo de campanillas, el Valencia C.F. En
esto, precisamente, reparé un día cuando le daba vueltas a una campaña de
publicidad de un nuevo insecticida contra los pulgones, Pirimor extra, un
insecticida que lo mismo se puede aplicar en los cítricos que en la vid o en
los cultivos de huerta, es decir, que se puede aplicar en todos los campos.
“¿En todos los campos?”, pensé. Y me vino a la imaginación el “campo de
fútbol”. “¿Por qué no ligar esta promoción al fútbol?”, me dije. Dicho y hecho.
Hablé con el director deportivo del programa “Viva la gente del deporte” que se
emitía todos los días en la emisora de radio Antena 3, una de las de mayor audiencia.
Estuvimos analizando diversas posibilidades de colaboración, porque eso de
poner simplemente unos anuncios me parecía muy poco creativo; quería algo
diferente, que se saliese de lo habitual. Llegamos así a la conclusión de que
sería bueno patrocinar un premio para el mejor jugador del Valencia esa
temporada, pero ese premio ya existía, como también el premio para el máximo
goleador. Había que inventar algo nuevo, y me inventé una nueva categoría en el
fútbol. El premio de mi compañía (que ya entonces había cambiado su nombre de
Zeltia Agraria por el de ICI-Zeltia”, sería “El jugador más resolutivo del
Valencia”. ¿Y qué entendíamos por “resolutivo”? Así se explicaba en las bases:
“ICI-Zeltia instaura el presente Trofeo para premiar al
jugador del Valencia C.F. cuya aportación haya sido más resolutiva y, por lo
tanto más rentable. Para ello se otorgarán puntuaciones de 5 y 2 puntos a los
dos jugadores que, en cada partido de Liga, hayan protagonizado las jugadas
clave o más decisivas del mismo. Todos los lunes, de 14:30 a 15:00 horas, en
Antena 3 Valencia (FM 100.4) y dentro del programa ‘Viva la gente del deporte’,
podrá conocer las puntuaciones que se van otorgando a los jugadores. El jugador
que al término de la Liga haya sumado más puntos por este concepto, será el
ganador del Trofeo”.
La ventaja de esta nueva categoría en el deporte es que
el premio lo podía ganar cualquier jugador. El portero podía ser el más
resolutivo por una gran parada, también cualquier defensa por salvar un gol o
realizar un marcaje implacable al contrario, o un centrocampista por dar el
pase decisivo o manejar mejor al equipo, y por supuesto también cualquier
delantero si acertaba a marcar ese gol decisivo. Pero ¿qué relación podía tener
esto con el insecticida Pirimor más allá del patrocinio del premio? Ahora venía
la segunda parte: Cada vez que un agricultor comprase un litro de Pirimor se le
entregaría una quiniela con los nombres de los jugadores del Valencia, y en
ella debía marcar con una “X” el nombre de aquél que creyese iba a ganar el
Trofeo. Esa quiniela la echaba en el mismo punto de venta y al final, entre
todas las quinielas recibidas que hubieran acertado el nombre del ganador, se
sortearían 6 abonos para presenciar todos los partidos de Liga del Valencia
durante la siguiente temporada (y en caso de no haber seis acertantes, se
sortearía entre todos los que hubiesen participado).
Para el primer “microprograma”, dentro de “Viva la gente
del deporte” me desplacé hasta Valencia y en los estudios de Antena 3, en directo,
me entrevistaron y conté en qué consistía este premio y esta promoción. En los
siguientes programas, el presentador comentaba el partido y adjudicaba los
puntos, dando cuenta a la audiencia de cómo iba la clasificación de tan
original premio. Al final de temporada resultó ganador, como “Jugador más
resolutivo” el centrocampista todoterreno Arroyo, y acudí al acto de entrega de
premios de Antena 3 en donde se dio cita todo el mundo del deporte valenciano.
Para diferenciarnos de los demás, el trofeo no era una Copa como es lo
habitual, sino que tenía un diseño originalísimo, ideado ex profeso por nuestro
creativo Luis Díaz Ricote, y consistía en una base de la que salían hacia
arriba, a modo de rayos, una serie de varillas, unas más largas que otras, algunas
de las cuales confluían en un plato que hacía las veces de copa; todo ello
materializado en plata por un joyero. Entregué personalmente el premio a Arroyo
y después pude fotografiarme con otros componentes de la plantilla, como el
portero Sempere o el centrocampista Fernando, y saludar a muchos otros
jugadores como Quique Sánchez Flores, Penev, Camarasa, etc.
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Apenas si había comenzado mi carrera como empresario
futbolístico pero ya había adquirido los reflejos necesarios para superar las
adversidades. Tiempo después habíamos organizado el lanzamiento de un
insecticida contra la mosca blanca, Applaud, mediante una gran fiesta campera
en Benicásim (Castellón). Eran tantas las cosas que había que preparar (incluso
habíamos encargado una falla con la figura de una mosca blanca gigante que
acabaría pasto de las llamas devorada por Applaud) que empezamos a gestionar
todos los detalles con mucho tiempo de antelación; tanto que cuando ya estaba
todo a punto surgió un terrible imprevisto: esa tarde, a esa misma hora, se
televisaría un partido muy importante de la selección española de fútbol. En
cuanto conocimos la noticia nos echamos a temblar porque eso echaba por tierra
nuestras expectativas de que acudiesen muchos clientes al evento ya que la
mayoría de ellos eran aficionados al fútbol y sin duda preferirían quedarse en
su casa o en el bar del pueblo viendo el partido. Pero tuvimos reflejos y
reaccionamos de inmediato: comunicamos a todos los clientes que, dado el
interés del partido, lo grabaríamos en video y lo pondríamos después esa misma
noche en el restaurante durante la cena. De esta forma todos los clientes
interesados en ver el partido podrían disfrutar de la fiesta campestre por la
tarde y a continuación disfrutar también de una opípara cena con sus colegas mientras
presenciaban el partido de fútbol. Así lo hicimos y así se consiguió un gran
éxito de asistencia.
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Después llegó el ansiado partido de fútbol en donde
España se enfrentaría a Francia por el título de Campeón de Europa. Por mucho
que me gustase el fútbol, por encima de los intereses de España, yo me debía a
los intereses de mi empresa, así que llevamos y desplegamos una enorme pancarta
en donde se leía “Gramoxone con la afición española”. Estaba muy bien eso de
animar a la selección española, pero a nosotros lo que de verdad nos interesaba
era que se vendiese mucho Gramoxone y si cualquier lugar era bueno para
anunciarlo no te digo nada en las gradas de la final de la Eurocopa. Aún
conservo esa foto en donde se ve al grupo de agricultores españoles, en las
gradas del estadio, delante de la gran pancarta, y en donde se captó al futuro
presidente de la compañía, Enrique Portús, arreándole un mordisco a un enorme
bocadillo.
El final de la historia ya lo conocéis porque viene en
todos los libros, enciclopedias, Internet, etc.: Francia ganó 2-0 aunque España
jugó un gran partido y, de hecho, ese segundo gol vino al final de encuentro,
es decir, que hubiera podido empatar y forzar la prórroga perfectamente. Como
recuerdo de esta gran promoción, y para que todos los agricultores viesen cómo
hacíamos todo a lo grande, preparé un cartel para los puntos de venta con
varias fotografías de aquella final y un texto que bajo el titular “¡Bravo,
España!” decía así: “España, a fuerza de entrega, ilusión y bien hacer
futbolístico, ha alcanzado una meta importante: llegar a la final del
Campeonato de Europa de Fútbol... y estar a punto de ganarlo. Todos los
partidos estuvieron presididos por la emoción, por la incertidumbre del
resultado, marcando España en todos ellos un gol decisivo que sólo faltó en esa
gran final. El 27 de junio estuvo en París un grupo de 100 personas que vivió
de cerca estos acontecimientos: los ganadores de la gran promoción Gramoxone.
Ellos fueron testigos presenciales de esta gran gesta de nuestra selección”. Y
a pie de cartel se reproducía el logotipo de Gramoxone con su eslogan
específico de esta promoción: “Gramoxone, el gol decisivo contra las malas
hierbas”.
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Pero vayamos con más detalles relacionados con aquella
curiosa promoción (“El gol decisivo contra las malas hierbas”) en donde
contribuí a despertar el interés por el fútbol. Uno de los premios de
consolación era un balón de reglamento y había comprado 1.000 que podían
conseguirse a través de esas tarjetas-rasca que daban a los agricultores que
acudiesen al punto de venta con la entrada de fútbol recibida por correo. El
problema fue que el proveedor nos entregó los 1.000 balones... desinflados,
porque según se excusó si no era así ocupaban mucho espacio y subían mucho los
portes. El caso es que allí estaban los 1.000 balones desinflados y como
aquello era cosa de “los de Publicidad”, o sea, de mi compañero Javier Cebrián
y de mí mismo, nos fuimos allí un día... a inflar balones. Al ser sólo dos “los
de Publicidad”, nos tocó a cada uno inflar 500 balones, y todo esto en el
almacén de productos agroquímicos de la compañía que, por si no lo sabéis, este
tipo de lugares donde se almacenan insecticidas, herbicidas y funguicidas,
tienen un olor terrible a pesticidas, aunque la verdad es que al cabo de un
cuarto de hora de estar allí se te adormece la pituitaria y se te embotan los
sentidos.
La promoción fue todo un éxito y, conforme pasaba el
tiempo, más todavía, porque la fase final de la Eurocopa para España no pudo
ser más exitosa, tanto que llegó lo que nadie podía imaginar al principio de la
misma: que España disputaría la final. Ya teníamos las 50 parejas ganadoras y
junto a estas 100 personas viajamos el Jefe de Producto de Gramoxone (Enrique
Portús, que más tarde sería presidente de la compañía), varios delegados comerciales
para atender a sus clientes, y yo mismo como padre de la criatura (la exitosa
promoción). El viaje no sólo era para ver el partido de fútbol sino también
para visitar París, incluyendo un paseo en barca por el Sena y una excursión al
palacio de Versalles. La anécdota más curiosa tuvo lugar antes de la citada
excursión a Versalles. Nos habíamos citado todos en la recepción del hotel.
Llegó la hora y ya estábamos casi todos. Pasaron 10 minutos y ya estábamos
todos... menos un matrimonio. Pasaron 15 minutos y ese matrimonio no llegaba.
Cundió la alarma. Un delegado comercial subió a su habitación para ver si les
había ocurrido algo. Llamó a la puerta. Le abrieron... y se quedó boquiabierto
con lo que vio. ¿Qué fue eso que llamó tanto su atención? El matrimonio estaba
perfectamente arreglado para salir de excursión y simplemente aguardaban
sentados en la cama a que alguien fuese a recogerlos porque les daba miedo
moverse solos por un hotel (y menos aún por una ciudad) en donde no entendían
nada de lo que hablaba la gente. Aquella había sido la primera vez que salían
de viaje; y por supuesto la primera vez que iban al extranjero. Pero además,
aquella debía ser la primera vez en su vida que se alojaban en un hotel, porque
–según nos el delegado- habían arreglado ellos mismos la habitación y hasta
habían dejado hecha la cama.
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Pero la primera anécdota (y esta la conoce toda España)
se dio antes de finalizar la promoción que organicé para presenciar en París la
final de la Eurocopa: Todavía faltaban algunos partidos para decidir qué
selecciones nacionales jugarían la Eurocopa y a nuestra selección se le
pusieron las cosas muy difíciles, tanto es así que llegamos al último partido
de la fase clasificatoria necesitando inexcusablemente una victoria por 11-0
para poder jugar la fase final. Aunque el rival para ese partido era el más
débil del grupo, Malta, esa cifra tan abultada de goles sólo se daba en los
partidos que juegan los niños en los patios de los colegios, no en el fútbol
profesional y menos entre selecciones nacionales. Nadie creía que España
pudiese pasar a la fase final y para nosotros eso suponía un contratiempo;
cuanto más lejos llegase España, más interés tendrían nuestros clientes por
participar en la promoción. En fin, ya es historia lo que sucedió en aquél
partido. A España le costaba horrores marcar goles y encima se fue al descanso
habiendo encajado un gol, con un marcador a su favor de sólo 3-1. Eso
significaba que en el segundo tiempo (en 45 minutos) debía marcar 9 goles para
que el resultado final fuese 12-1, es decir, los 11 goles de diferencia que
necesitaba. Disparatado ¿verdad? Pues el resultado final fue de 12-1 y España
pasó a disputar esa fase final. Recuerdo que mi compañero y excelente dibujante
y caricaturista, Javier Cebrián, hizo una caricatura (tal como se puede ver en la portada del libro "El mejor deporte es la sonrisa") donde se me ve con un saco
de billetes a la espalda sobornando a Bonello, el portero de Malta aquella
noche, el cual no separaba la vista de los billetes y fingía estar distraído
mientras los goles iban entrando en su portería.
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Una vez retirado de la práctica activa del fútbol (los
años no perdonan) seguía viva en mí la afición a este deporte, no sólo como
espectador (abonado fiel del Atlético de Madrid) sino también en todo lo
relacionado con este bello deporte. Sin embargo no pasó mucho tiempo puesto que
apenas un año después de empezar a trabajar en la división de agroquímicos del
grupo ICI (Imperial Chemical Industries) que entonces se llamaba en España
Zeltia Agraria aunque poco después pasaría a llamarse ICI-Zeltia, me tocó
inventarme una nueva promoción para nuestro producto estrella, el herbicida
Gramoxone (paraquat).
No sé si sería por aquello de que un herbicida es para
secar las malas hierbas y los campos de fútbol son de hierba, pero el caso es que
al coincidir en el tiempo con la fase final del Campeonato de Europa de Fútbol
de 1984, cuya final se celebraría en París, se me ocurrió dar como premio gordo
50 viajes para dos personas para presenciar la final, y como premio menor,
1.000 balones de reglamento, así como un llavero con los logotipos de aquella
Eurocopa y de Gramoxone, como premio de consolación a todos los participantes
en la promoción.
Como slogan para el producto me inventé “El gol decisivo
contra las malas hierbas” y diseñé una amplísima campaña publicitaria que
incluso incluía cuñas de radio en donde el famoso locutor Elías Rodríguez (se
decía por aquél entonces que nueve de cada 10 anuncios llevaban su voz) narraba
un partido de fútbol imaginario que decía, más o menos así (con una voz
atropellada como la de los locutores de partidos de fútbol): “La presión de las
malas hierbas sobre el cultivo es insistente... pero ahí llega Gramoxone que
recupera el balón, avanza por el campo sorteando contrarios, se interna en el
área, tira y ¡goooool!...´” y ya con voz más pausada añadía: “Agricultor,
marque un gol decisivo a las malas hierbas con Gramoxone. Acuda a su proveedor
habitual y gane un viaje a París para presenciar la final de la Eurocopa o un
balón de reglamento. Gramoxone, el gol decisivo contra las malas hierbas”.
A todos los agricultores se les enviaba una carta que
contenía una entrada falsa para la final y en la misma se indicaba lo que
debían hacer: acudir a su proveedor habitual y canjearla por un sobre
herméticamente cerrado. Dentro del sobre encontraban una tarjeta con un
recuadro de plata que tenían que rascar y descubrir si habían ganado un premio.
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Para terminar el relato de mi historia como Entrenador de
fútbol es obligado rendir homenaje a los jugadores de ese equipo que con su
esfuerzo, ilusión y entrega, hicieron posible escribir páginas tan brillantes
del deporte:
Pastelerías Mallorca (camiseta roja, pantalón azul)
Porteros: Vicente Luján, Jesús García Guerra y Julio
César Ávila.
Defensas: Carlos Fisac, Fernando (Curro) López Benjumea,
Ángel Robles Botella, Jesús Barrios Carrera, Daniel (Dani) Rodríguez Peñagómez
y Ángel de Nova.
Medios: Salvador (Salva) Martínez Solera, Antonio (Toni)
Quirós Gamallo, Fernando Barrios Tascón, Pablo David (Pablo) Sánchez Cabrero,
Rasel Lamariz yJesús García Guerra.
Delanteros: Juan Payá Abajo, José Luis (Jose) González
Serna, Juan José Pulido y Juan Luis López.
Hubo algunos jugadores más que en algún momento de la
temporada se incorporaron al equipo y jugaron algún partido o algunos minutos,
pero estos que he citado son los que formaron el equipo básico, los más
habituales en las alineaciones. De entre ellos yo destacaría al centrocampista
ofensivo Salva, alto, rápido, ágil, con una gran visión de juego y una gran
capacidad goleadora que le llevó a anotar 21 goles; y Juan, un menudo y
escurridizo delantero que metió 24 goles. Y tampoco puedo dejar de citar al
entrenador del equipo, José Cuesta Navarrete, como tampoco puedo olvidar sus
atronadores gritos desde la banda que llevaban en volandas a los jugadores, o
esa jugada –quizás inventada por él- que llamaba “trenza” y que consistía en
que dos jugadores iban corriendo y pasándose el balón uno a otro cruzándose
como si estuviesen dibujando una trenza sobre el terreno de juego, lo cual
causaba el natural desconcierto en el equipo rival.
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Pero quizás os estaréis preguntando por qué digo que fui
entrenador si mi puesto era el de Delegado. Todo se andará. Porque estaba a
punto de finalizar la Liga cuando surgieron desavenencias entre el presidente
del equipo y el entrenador. No supe nunca los motivos, quizás fuesen extra
deportivos y entrasen más de lleno en el terreno personal y/o de convivencia ya
que todos eran vecinos de Vallecas y mi hijo y yo éramos los únicos foráneos;
el caso es que faltaba sólo un partido para finalizar la Liga y nos quedamos
sin entrenador. Entonces el presidente me pidió que me hiciese cargo del equipo
y fue así como me estrené como entrenador de un equipo de élite, Alevín sí,
pero de élite.
Sucedió el 18 de junio de 1989 actuando como visitantes
en el campo del Club Deportivo Serena, y ante tamaña responsabilidad hice como
años después haría Vicente Del Bosque cuando heredó la selección nacional de
fútbol que Luis Aragonés había dejado como Campeona de Europa... es decir... no
hacer cambios, porque si algo funciona, mejor no tocarlo. Así que me dediqué a
entrenar a mis jugadores y mantener la alineación y el estilo de juego que
tantas mañanas de gloria nos había dado. Mi estreno como entrenador de fútbol
fue con una contundente y merecida victoria a domicilio por 4-0.
Una vez finalizada la Liga tocaba jugar un par de
torneos. El primero fue el “Torneo del Carmen”, en donde nos enfrentamos al
C.D. Serena y al Recreativo Palomeras, a los que ganamos 6-1 y 7-1 quedando
Campeones de dicho torneo. El segundo torneo se llamaba “II Trofeo Sr. Julio”
(del barrio de Entrevías) y jugamos tres partidos, ganando los tres por
resultados tan abultados como 6-0 el primero, 11-0 el segundo (que era contra
nuestro equipo hermano, Rayo Mallorca) y 9-0 el tercero contra el Cosmos. Otra
Copa más a las vitrinas.
Terminada la temporada, en donde mi hijo había jugado
toda la temporada de lateral derecho, y ante su insistencia por ocupar otra
demarcación en el campo, le busqué otro equipo de fútbol cerca de casa, y de
esa manera siguió haciendo deporte aunque ya nunca volvió a estar en un equipo
de élite como lo fue aquel y al que di más esplendor aún con mi contribución
final como entrenador. Fijaos si no, cómo mi balance de entrenador fue aún más
espectacular que aquél global de la Liga que he mencionado antes.
De los partidos que dirigí como entrenador, uno de Liga,
dos del “Torneo del Carmen” y tres del “II Trofeo Sr. Julio”, el balance fue el
siguiente: 6 partidos jugados, 6 partidos ganados, 43 goles a favor y 2 goles
en contra, levantando yo como máximo responsable del equipo un título de Liga y
dos Copas. ¡Lástima que la UEFA no se fijase en mí!
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Los partidos se jugaban en sábado o domingo por la mañana
y al acabar nos juntábamos los padres en un bar cercano para tomar cervezas y
comentar la actualidad deportiva, lo cual era un disparate (no por lo de
comentar la actualidad deportiva sino por lo de tomar unas cuantas cervezas) ya
que mientras el resto de padres volvía andando a sus respectivas casas (y no
importaba que fuesen dando tumbos), yo tenía que coger el coche y recorrer
Madrid de punta a punta... y con unas cuantas copas de más, eso sí, bañadas de
alegría porque el Pastelerías Mallorca ha sido el mejor equipo de fútbol que he
visto en toda mi vida (ni el Barcelona, ni el Bayern de Munich... ninguno ha
llegado a la excelencia alcanzada por este equipo). Para dar fe de ello no
tengo que refrescar mi memoria, simplemente revisar las actas de los partidos y
mis anotaciones, que aún conservo.
Pero más que las palabras, hablarán por sí mismas las
cifras y es que Pastelerías Mallorca ganó todos los partidos por goleada salvo
los dos partidos jugados contra la AFE que también se ganaron pero sólo por 3-1
en nuestro campo y 0-1 en su campo. El balance final no pudo ser más
espectacular: 20 partidos jugados, 20 partidos ganados, 110 goles a favor y
sólo 3 goles en contra. Como veis, unos números que causan asombro y que se
ganaron un puesto en la revista del barrio la cual publicó la foto del equipo
(con su Delegado que era yo) y el increíble palmarés.
Era tanta la admiración que levantaba nuestro equipo que,
al segundo partido ganado con tanta solvencia, el propio club de fútbol Rayo
Vallecano, nos dio un pase permanente para que los jugadores y yo como
Delegado, pudiésemos pasar gratis al estadio de Vallecas a ver todos los
partidos de Liga del Rayo. Así que como una mamá gallina, acudía cada domingo con
15 o 17 retoños, y sentados en una grada de lateral animábamos a “los mayores”.
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Como el fútbol ha sido siempre mi deporte favorito, tanto
para practicarlo como para disfrutar como espectador (y sufrir, que para eso
soy del Atleti), no debería extrañar que además de haber sido jugador haya sido
entrenador y empresario. En este capítulo me
voy a referir a mi experiencia como entrenador.
Todo comenzó cuando en 1988 llevé a mi hijo a hacer las
pruebas en el Rayo Vallecano y, tras superar varias de ellas, finalmente
consiguió una plaza en uno de los equipos de fútbol de la categoría Alevín
(niños de 11 a 12 años) que tenía el Rayo Vallecano y que en este caso concreto
estaba patrocinado por Pastelerías Mallorca.
Fue una inmensa alegría conseguir que entrase en un
equipo “profesional” y yo, como padre orgulloso de su hijo, acudí con él al
primer entrenamiento de la temporada 88-89 que iba a comenzar y se estrenaría
con el comienzo de la Liga en el grupo del Ayuntamiento de Vallecas. Allí
fueron llegando todos los niños, algunos de ellos con sus padres, aunque no
todos, puesto que salvo mi hijo y yo que veníamos del otro extremo de Madrid,
el resto eran vecinos de aquél barrio y vivían muy cerca del campo de
entrenamiento. Esto significaba además que yo tendría que llevar a mi hijo
todos los días que hubiese entrenamiento o partido, esperarlo, y volver con él;
un niño pequeño no puede andar solo por Madrid ni viajar solo en Metro.
Conocedores de mi ineludible obligación de acudir y estar allí todos los días,
me pidieron que les echase una mano y fuese su Delegado de Equipo. Acepté
encantado y comencé a llevar las riendas administrativas del equipo.
Los equipos que formaban aquél grupo eran, además de
nosotros que nos llamábamos “Pastelerías Mallorca”, el Rayo Mallorca (también
filial del Rayo), Galerías Serena, Recreativo Palomeras, Deportivo Vallecano,
Buena Noticia, Cosmos, Almadén, Unión y –el que se mostró como nuestro más duro
rival- AFE (el equipo de la Federación de Futbolistas Españoles). El primer
partido se jugó el cinco de noviembre de 1988 contra el equipo hermano Rayo
Mallorca y ¿sabéis cómo acabó? Nada más y nada menos que 9-0 así que ya desde
el principio este equipo demostraba su superioridad. Y es que conforme pasaban
los entrenamientos y los partidos, me quedaba maravillado de la calidad y la
conjunción de aquellos pequeños futbolistas, uno de los cuales –el lateral
derecho- era mi hijo.
Como Delegado del Equipo me reunía con el árbitro antes
del partido para darle las alineaciones y después del mismo para firmar y
recoger el acta arbitral. Muy metido en mi papel, seguía cada partido llevando
la contabilidad de los minutos que jugaba cada jugador, y de los goles que iba
metiendo cada uno. Dos veces entre
semana, acudía a los entrenamientos que se celebraban en un completísimo
polideportivo de Vallecas en donde había un campo de fútbol solo para nosotros
con sus correspondientes focos (ya que en invierno a última hora de la tarde
era noche oscura), suficientes balones, conos de plástico para ensayar jugadas,
petos para los partidillos, etc.
A pesar de tratarse de niños de 11 y 12 años, se les daba
un entrenamiento muy completo, no sólo de táctica, sino también de técnica, de
estrategia y de fortaleza física. Se les hacía correr durante media hora al
menos, saliendo del polideportivo para llegar al parque cercano y regresar
luego otra vez al campo para seguir entrenando. Por entonces yo aún conservaba
buena forma física y me unía al grupo para correr con ellos, al igual que hacía
su entrenador. No contento con eso, también echaba mis pinitos corriendo luego
en solitario por la pista de atletismo que había junto al campo de fútbol de
entrenamiento. Y ya metidos en faena, me ocupaba del entrenamiento específico
de los porteros.
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Y ya para terminar este capítulo quiero compartir con
vosotros una experiencia tal cual la relaté en un escrito de hace varios años;
porque ser un deportista famoso lleva implícito el peso de la fama, la
constante persecución de los fans en cualquier sitio y circunstancia. Por lo
que habéis leído hasta ahora yo no llegué a ser un futbolista famoso y sin
embargo un día sí que experimenté lo que se siente al ser una estrella de
fútbol. El relato de aquél acontecimiento, titulado “El día que fui aclamado”,
decía así:
“Era un viaje más, uno de los muchos que hacía a Vigo para
desplazarme hasta la fábrica de nuestra compañía en O Porriño. Como siempre,
cogía el primer avión de la mañana y ni siquiera el café podía espabilarme
demasiado. Entré de los primeros en el avión y tomé asiento en la primera fila.
Tan pronto me acomodé, cogí el periódico y me enfrasqué en su lectura. Esto me
ayudó a coger el sueño y nada más despegar quedé profundamente dormido.
El aviso de la azafata indicando que nos abrochásemos los
cinturones ya que íbamos a tomar tierra, me despertó de mi reparador sueño. Ese
descanso adicional me había venido muy bien para afrontar aquél día de trabajo.
Había organizado una rueda de prensa para las 11 de la mañana y confiaba en que
acudiesen a la misma muchos periodistas, no en vano había contactado con los
responsables de la información sanitaria de todos los medios de comunicación de
Galicia. Lo que no podía imaginarme era el recibimiento que me esperaba.
Cuando bajé del avión, me sorprendió una muchedumbre
(principalmente chicas jóvenes, aunque también había chicos e incluso algunas
personas mayores) que nada más verme salir del avión comenzaron a gritar de
forma histérica. Ni en el más remoto de mis sueños hubiera podido imaginar un
recibimiento así, tal entusiasmo por ver mi llegada, todos esos brazos agitándose
y saludándome, e incluso algunas lágrimas de histeria y emoción brotando de los
ojos de aquellas chicas tan bellas... Me sentí como el Country Communication
Manager más afortunado del planeta al comprobar el entusiasmo y admiración que
causaba en aquella multitud de chicas jóvenes a las que a duras penas podía
contener la policía para que no derribasen las vallas que protegían el pasillo
por el cual avanzaba.
Sin embargo, una vez había dado unos cuantos pasos, pude
comprobar con decepción que sus gritos y miradas no seguían mi recorrido, sino
que continuaban mirando detrás de mí. Entonces me di la vuelta y pude ver que
quienes avanzaban justo detrás de mí eran los jugadores de la selección
española de fútbol. Resulta que iban a jugar un partido en Vigo al día
siguiente y yo no había caído en ese detalle, como tampoco me había dado cuenta
(enfrascado como estaba en la lectura del periódico y mi sueño matutino) que
junto a mi asiento iban pasando uno tras otro todos los jugadores de la
selección española.
En fin, por lo menos, la sensación de ser un gran ídolo
de masas no me la quita nadie y permanecerá para siempre en el recuerdo, como
también –todo hay que decirlo- el éxito de aquella rueda de prensa que
organicé”.
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Cuando dejé Sideta cambié de tercio, pasando de la
industria farmacéutica a la industria agroquímica, incorporándome a una empresa que se llamaba
Zeltia Agraria, que poco después pasó a llamarse ICI-Zeltia, que luego se llamó
Zéneca Agro, y que ahora se llama Syngenta. ¡Hay que ver qué cambiante es la
vida! ¡Aunque no te cambies de empresa es la empresa la que se cambia! Como
Jefe de Publicidad de la misma estaba en contacto con muchas Agencias de
Publicidad y con una central de compra de Medios, Central Media, cuyo director
era Antonio Ruiz, un gran aficionado al deporte que nos animó a jugar partidos
de fútbol en donde algunos empleados de su compañía y de la nuestra nos
enfrentábamos a los equipos de otras empresas. Por mi parte, ya estaba olvidada
aquella lesión y aún mantenía una buena forma física, capaz de correr los 90
minutos sin desfallecer, así que participé en algunos de aquellos partidos,
incluso una vez volvimos a jugar en un campo de hierba, el que había en el
Parque Sindical, pero lo normal era jugar en campos de tierra, aunque eso sí,
reglamentarios. De estos últimos recuerdo –por lo insólito- uno de ellos.
Se jugó en un campo reglamentario de fútbol en El Pardo y
nuestro equipo –ya llevábamos varios partidos jugando juntos- demostró su
superioridad desde el principio. Sin embargo aquél día brillé más que ningún
otro (bueno, en realidad pocas veces brillé, pero esta vez sí que sí) y realicé
una proeza sin precedentes en toda mi larga, irregular e intermitente carrera
como futbolista. Actué como lateral derecho pero subiendo una y otra vez al
ataque y si bien mi equipo ganó por 9 a 2, ese día marqué 5 goles; pero no
cinco goles cualquiera, sino cinco soles, cinco goles de todas las facturas
posibles. Para el primero, el que abría la cuenta goleadora de mi equipo,
utilicé la estrategia, que era una de mis armas preferidas. Mientras que al ir
a rematar un córner todos los jugadores se apelotonan en el centro del área, yo
busqué el espacio libre que siempre se dejaba (y se sigue dejando) un poco más
allá del segundo palo. Tal como esperaba, hacia ese lugar llegó un balón
rebotado y entonces, estiré la pierna, le di con la tibia y el balón entró en
la portería. Está claro que no es muy normal marcar un gol con la tibia, pero
es que eso sólo era el comienzo, después marqué un gol de un perfecto punterazo
con la derecha, más tarde –algo inédito en mi carrera- marqué de cabeza al
rematar un córner, después marqué otro gol también con la derecha aunque esta
vez golpeando el balón con el interior de la bota, y finalmente, el más
recordado: me escapé por la banda corriendo con el balón controlado; me seguía
de cerca, pegajosamente cerca, un defensa contrario al que no podía dejar
atrás; así, corriendo en paralelo nos fuimos acercando hacia la portería
contraria; no conseguía dejar atrás al defensor contrario, el portero iniciaba
la salida para tapar ángulo, el oxígeno llegaba cada vez con más dificultad a
mi cerebro a consecuencia del esfuerzo que suponía tan larga carrera ya muy
cerca del final del partido; aun así tuve un momento de lucidez mental y un
desborde de confianza y me atreví a hacer lo que no había hecho nunca en mi
vida: chutar con la izquierda, que era la única pierna que me dejaba libre el
defensor-lapa que llevaba pegado todo el tiempo como mi propia sombra. Aquél
inopinado disparo desde fuera del área se coló en la portería rival y todos los
de mi equipo estallamos en un éxtasis de alegría, sobre todo yo que aún no daba
crédito a lo que había sido capaz de hacer con mi pierna mala, la izquierda.
Con aquél momento de gloria irrepetible finalizó mi
carrera como futbolista en activo. En mi haber queda haber jugado en campos de
hierba natural, haber formado defensa con un internacional como Zoco, haber
hecho regates increíbles, haber salvado goles cantados aun a costa de mi
integridad física, y haber marcado goles de todas las facturas. No me gustaría,
sin embargo, acabar este capítulo sin insistir en la importancia de saber jugar
sin balón y saber situarse bien en el campo; pocos jugadores profesionales
saben colocarse en esos espacios libres que quedan en el segundo palo cuando se
saca un córner y esto lo aprendí y utilicé yo solo sin que nadie me lo
enseñara.
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Después de seis años trabajando felizmente en
Latino-Syntex, me cambié de empresa y me fui a un pequeño, pero gran
laboratorio (porque tenía grandes productos), llamado Sideta (siglas que
correspondían a Sociedad Ibérica de Estudios Terapéuticos Aplicados)
perteneciente al grupo multinacional francés Pechiney Ugine Kullmann, cuya
fábrica y oficinas estaban situadas en un polígono industrial en las afueras de
Alcalá de Henares. También allí se organizaron, de vez en cuando, partidos de
fútbol, aunque en esta ocasión, no sé por qué, todos los rivales a los que nos
enfrentábamos eran mejores que nosotros, más duros y agresivos. Teníamos la
ventaja, no obstante, de jugar en buenos campos (de tierra, pero eso era lo
mejor que había), como el de los laboratorios Merck, en la carretera de
Barcelona, o en un campo del pueblo de Meco en donde nos enfrentamos a un
equipo que llegué a pensar si no serían presos salidos de la cárcel de
Alcalá-Meco. Recuerdo aquél partido igual que Aníbal debió recordar la batalla
de las Termópilas o Alejandro Magno la batalla de Gaugamela, como algo áspero,
duro, e incluso traumático. Y esto último lo digo de forma literal. Atacaba una
vez más el equipo contrario, tenían batida a toda nuestra defensa y nuestro
portero había quedado descolocado, chutaron a puerta y en un instinto –propio
de los más ágiles defensas- estiré la pierna logrando despejar el balón y
salvar el gol; lo que no pude salvar fue el impacto de una bota contraria contra
mi tobillo y un “¡clak!” resonó en el campo de fútbol enmudeciendo el ambiente.
Quedé tendido en el suelo, doliéndome del tobillo que, como por arte de magia,
empezó a hincharse e hincharse. Me ayudaron varios compañeros y me llevaron al
Ambulatorio más cercano donde me inyectaron un antiinflamatorio y me vendaron
el tobillo, mandándome hacer reposo durante una semana. Todos se preocuparon
por mí, incluso los del equipo contrario que se disculparon, pero a pesar de
todo yo me fui feliz a casa porque había salvado un gol. Eso en el mundo del
deporte se llama: ¡Profesionalidad!
El director de la empresa, Carlo de Franceschi, se mostró
muy contrariado por aquella baja laboral que se había producido de manera tan
estúpida (no le gustaba el fútbol) y yo estuve en casa con el pie en alto no
una semana sino solo tres días. Al cuarto día ya me atreví a coger el coche
para ir a trabajar, y al cabo de una semana, con el pie aún resentido, cumplí
con mi obligación profesional y conduje mi coche hasta Sevilla en donde tenía
que participar en una reunión de trabajo. Eso en el mundo laboral se llama:
¡Profesionalidad!
Durante mi permanencia en Sideta también me ocupé de
hacer las quinielas semanales aunque aquí no tuvimos tanta suerte a pesar de
haber acertado muchas semanas gracias a un sistema reducido de siete dobles.
Rara era la semana que no acertábamos 12 pero los premios que nos tocaba cobrar
apenas si eran de unos pocos cientos de pesetas a repartir entre siete u ocho
personas. Por alguna curiosa circunstancia, hubo una racha en que casi todas
las semanas la quiniela acababa llena de “unos” y por consiguiente reportaban
unos premios ridículos. Por fin, un día, llegó la tan esperada alegría: ¡Había
acertado una de 14! Pero cuando comprobé el boleto algo me mosqueó: esa
quiniela era... ¡de 14 unos! Como me temía, el premio fue de tan solo 5.000
pesetas a repartir. Así que, poco después, sin ningún gran premio que llevarnos
a la boca (digo a la cartera), dejamos de hacer quinielas, desencantados por
tanto acierto y tan poco premio.
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El éxito de aquél partido había sido tan grande, que la
afición por el fútbol se desató en el laboratorio. Se organizaron más partidos
y, de uno de aquellos, guardo en la memoria una jugada extraordinaria. Nos
enfrentábamos al equipo de otro laboratorio en el campo de fútbol de los
Dominicos de Alcobendas, cuya iglesia levantó Miguel Fisac. El campo era de tierra
pero perfectamente habilitado para jugar al fútbol (redes en las porterías,
líneas marcadas, etc.). En nuestro equipo habíamos introducido –a escondidas- a
una estrella del fútbol, un jugador profesional del Castilla (lo que hoy se
llama Real Madrid B) que era novio de una secretaria del laboratorio, y que
accedió a jugar con nosotros aun sabiendo que tenían prohibido participar en
este tipo de actividades de riesgo. No me acuerdo del resultado final (aunque
ganamos gracias a la infinita superioridad de este jugador profesional) pero sí
de una jugada que dejó boquiabiertos a todos: Cogí el balón en defensa y avancé
por el campo; al llegar al borde del área me salieron dos armarios, esto es,
dos jugadores contrarios de talla XXL, los cuales se plantaron frente a mi
impidiéndome proseguir; todo fue cuestión de décimas de segundo. ¿Qué podía
hacer? ¿Regatear por la derecha? ¿Regatear por la izquierda? ¿Volver para
atrás? ¿Ceder el balón a otro compañero del equipo?... Hice lo más
insospechado, meterme con el balón controlado por la pequeña rendija que
dejaban sus dos enormes corpachones, mientras se escuchaba un ¡oooh! de
sorpresa de cuantos contemplaron aquella maniobra. Luego mi tiro no acabó el
gol, pero eso fue lo de menos, lo importante fue esa chispa de ingenio que me
permitió ver un hueco por donde a nadie se le hubiera ocurrido intentar pasar.
Recuerdo igualmente que al finalizar el partido el mosqueo del equipo rival era
de aúpa y no paraban de decir que ese jugador nuestro (el del Castilla que
habíamos llevado de tapadillo) no era normal, que debía ser profesional; pero
como no era tan famoso como para salir en el Marca, ningún rival pudo
reconocerlo y se quedaron para siempre con la duda... y la derrota.
Aunque no tenga relación con mi faceta de jugador, traeré
a estas páginas una anécdota relacionada con el fútbol durante mi estancia en
Latino-Syntex. La creciente pasión por el fútbol nos había llevado también a
hacer quinielas semanales, siendo yo el responsable de elegir las
combinaciones. Una de aquellas veces acertamos una de 13 y nos correspondió un
premio de algo más de 50.000 pesetas, que en la década de los 70 era mucho
dinero, aunque éramos muchos los que jugábamos y había que repartirlo entre
todos. Como responsable de las quinielas me fui con un maletín a las oficinas
donde se pagaban los premios altos y cobré tan suculento premio. Al llegar al
laboratorio, y antes de entrar a nuestra planta, me retiré discretamente a una
esquina y saqué unos cuantos billetes de 1.000 pesetas dejándolos pillados con
los bordes del maletín, y de esta forma, con un maletín del que sobresalían
numerosos billetes de 1.000 pesetas, hice mi entrada triunfal ante la sorpresa
y jolgorio de todos.
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Acabé la carrera y comencé a trabajar. Mi primer trabajo
fue en los Laboratorios Latino Synyex y allí tuve la oportunidad de jugar el
primer gran partido de fútbol de mi vida. Habíamos ido de Convención al hotel
Orange, en Benicasim (Castellón), el cual tenía algo que hasta entonces sólo
había tenido a mi disposición en sueños: un campo de fútbol de medidas
reglamentarias y porterías reglamentarias con red, y líneas marcadas en el
terreno de juego, y banquillos para el entrenador y los suplentes, y
marcador... y todo sobre una alfombra de césped fresco y verde. El
entrenamiento previo para tan grandioso partido había brillado por su ausencia.
Creo recordar que nunca antes –desde los tiempos de la carrera- había vuelto a
jugar al fútbol, ni siquiera con los amigos. Pero esta vez el panorama (¡un
campo de césped!) nos ponía las pilas, tan a cien, que no necesitábamos nada
más para darlo todo sobre el terreno de juego. Una curiosa circunstancia vino a
dotar de más interés y atractivo aún a aquél partido que íbamos a jugar.
Coincidió que esos días estaba alojado en el mismo hotel que nosotros el
jugador del Real Madrid y de la selección española, Zoco, que justo ese año se
había retirado de la práctica profesional del fútbol. Le comentamos que íbamos
a jugar un partido de fútbol y que nos gustaría se uniese a esta celebración.
Como Zoco ya estaba libre de compromisos profesionales (un jugador en activo no
puede permitirse el riesgo de caer lesionado en un partido de amigos) aceptó de
buen grado.
Aquí sí que no había problema de número a la hora de
completar los equipos, ya que a la Convención de Ventas habían acudido más de
100 Visitadores Médicos, además de los que íbamos de Central. En realidad,
hasta tuvimos suplentes en cada bando; pero antes había que hacer las
alineaciones y todos querían tener a Zoco en su equipo. Sin embargo, como el
que manda manda, la decisión que se tomó no dejaba lugar a dudas: el partido
enfrentaría a “los de Central” contra “los Visitadores”, y como los de Central
dispuestos a jugar no llegábamos a once, Zoco y dos Visitadores se unieron a
nuestro equipo.
Ya estaba el partido dispuesto a comenzar y los dos
equipos haciéndose las fotografías de rigor (aún conservo la fotografía de
aquél equipo en donde se me ve formando defensa con Zoco). En nuestro equipo
formaban, entre otros, mi compañero y gran amigo Diego García Alonso, César
Ramírez, Rafael de Murcia, Francisco Rodríguez Cazorla, Carlos Pascual... A los
de Central nos habían dado una equipación completa de blanco (camiseta,
pantalón y medias) aunque el calzado lo tenía que poner cada uno y –salvo algún
caso aislado- todos llevábamos zapatillas deportivas normales y corrientes. Al
otro equipo se le dio una equipación azul oscuro. Unos voluntarios se
ofrecieron para hacer de árbitro y linieres. En el banquillo se sentó el
médico, Juan Carlos Peña y las dos guapísimas secretarias que nos habían
acompañado (por lo que caer lesionado para que te atendieran era algo bastante
apetecible). También estaban algunos suplentes que querían jugar algunos
minutos y, lo nunca visto por nosotros hasta entonces: ¡espectadores! Como ya
he dicho, a la Convención habíamos ido más de 100 personas, por lo que todos
los que no jugaron, que eran más de 80, llenaron el pequeño graderío lateral
para animar a los equipos.
Comenzó el partido y yo me situé como lateral derecho, el
número 2; un lateral un poco leñero que tenía por consigna: si pasa el balón
que no pase el hombre. Me apoyaba en esa banda mi compañero Diego García Alonso
que, gracias a sus largas piernas (era más alto que yo), prodigaba las
escapadas y cubría mis espaldas cuando era yo quien, en ocasiones, subía. Zoco
se situó en el centro del campo para organizar el juego y dar las mejores
asistencias. Pronto se vio que aquellos dos equipos eran bastante desiguales.
El de Central estaba formado por unos jugadores con poca experiencia, aunque
auxiliados por Zoco, que valía por todos los demás. El de los Visitadores,
estaba formado por la flor y nata de los Visitadores Médicos. Como eran tantos
para poder elegir su once, seleccionaron a los mejores, los que tenían más
experiencia futbolística y jugaban al fútbol habitualmente en sus respectivas
ciudades.
No recuerdo cómo fueron cayendo los goles, pero sí el
resultado final que fue de empate a dos, y recuerdo también que nuestros dos
goles los metió Zoco, así que si no llega a ser por él hubiéramos perdido por
goleada. Como estaba allí uno de nuestros artistas gráficos, Luis Díaz Ricote,
que también era un gran fotógrafo, realizó un amplísimo reportaje gráfico de
aquel partido. Gracias a eso han quedado inmortalizados muchos de aquellos
memorables momentos y, gracias a ellos
también, queda el testimonio gráfico de cómo salvé un gol a mi equipo,
despejando el balón cuando nuestro portero ya estaba batido. Por consiguiente,
este partido pasó a los anales de mi historia deportiva como uno de los más
grandes acontecimientos por múltiples razones: jugar equipos completos en campo
reglamentario de hierba y hasta con espectadores, jugar con un jugador
profesional, aguantar corriendo los 90 minutos, hacer una buena defensa y
salvar a mi equipo de un gol cantado. ¿Qué más se podía pedir?
Al final, ya exhaustos los jugadores, nos saludamos y
abrazamos unos a otros. Devolvimos nuestras equipaciones, y por alguna extraña
circunstancia, el pantalón blanco que me habían dado se quedó a vivir
conmigo... y tuvo una larga y feliz vida, recordándome muy a menudo aquella
tarde de gloria, hasta que muchos años después la tela del pantalón,
literalmente, se desintegró. Antes, no obstante, vivió otros momentos de
gloria.
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Así fueron pasando los años, mientras España progresaba
adecuadamente, la economía mejoraba, y los españoles podíamos acceder a nuevos
pequeños lujos y caprichos. El balón de reglamento sustituyó, por ejemplo, a la
pelota. Llegó un día en que la mayor parte de nosotros pudo comprarse unas
botas de fútbol (todas eran negras y con tacos de goma de un único tipo, que se
atornillaban a la suela) que nos parecían preciosas. Y llegó el día en que
pudimos comprarnos camisetas de equipos de fútbol. Pero como cada uno iba a su
aire, cada uno se compraba la camiseta del equipo que quería, así que no había
dos iguales. Bueno, sí había dos iguales, las de mi amigo Benjamín Conde y yo,
que nos compramos el mismo día una camiseta del Peñarol de Montevideo, a rayas
verticales amarillas y negras. Calzarse unas botas de fútbol y salir al campo
(quiero decir al descampado) con una camiseta de equipo profesional, te daba
una fuerza adicional y hasta te hacía mejor jugador; al menos te daba más
confianza en ti mismo y eso se traducía en mejor juego (ya lo explica bien
claro Simeone, el rey de la motivación de jugadores). Como Benjamín y yo íbamos
iguales, siempre jugábamos en el mismo equipo, lo que permitió que nos
compenetrásemos y llegásemos a formar lo que dimos en llamar “el ala infernal”.
Lo que no mejoraba, aunque España sí lo hiciese, eran los campos de fútbol. En
realidad ni mejoraban ni empeoraban, simplemente seguían sin existir, al menos
para quienes íbamos por la vida a nuestro libre albedrío, sin inscribirnos en
ninguna liga, ni participar en ningún campeonato, ni na de na. Los hermanos
Rafael y Eduardo Alcántara, Joaquín Grassi, Fernando de Juana, Juan Carlos
Álvarez, Florentino Cerezo, etc., fueron algunos de aquellos heroicos jugadores
que nos acompañaron.
Nos fuimos haciendo mayores, al menos en cuanto a la edad
que figura en el DNI, porque mayores de edad mental... eso ya es otra cosa.
Pasé a estudiar la carrera de Publicidad en la Escuela Oficial de Publicidad y
allí me hice nuevos amigos aunque conservé algunos de los antiguos. Como
también los había aficionados al fútbol, organizamos de vez en cuando partidos,
pero seguía siendo en las mismas condiciones que antes: descampados de la Casa
de Campo en donde nos citábamos de forma anárquica unos cuantos compañeros, algún
que otro advenedizo y algún otro que estuviese por allí y nos viniese bien para
poder completar equipos. Enrique González Infante, Carlos Álvarez Mateos, Pedro
Díaz Cepero, Álvaro Peces Arriero, Carlos Toro... eran algunos de los
habituales con los que formaba esos equipos de fútbol que parecían una
colección de retales de lo heterogéneos que éramos.
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Al comenzar mis estudios en las Escuelas Pías de San
Fernando, en Madrid, jugaba a veces con una pelota en el patio del colegio,
pero era francamente malo, tanto que nunca entré a formar parte de ningún
equipo de fútbol. No fue hasta cumplir los 13 años cuando, ya con mi propia
pandilla, nos dedicamos en muchas ocasiones a jugar al fútbol. Si conseguíamos
atraer a otros amigos menos habituales, organizábamos un partido de cinco o
seis contra otros cinco o seis; pero si no llegábamos a tan alto número
solíamos invitar (o invitarnos) para jugar con otro grupo que estuviese por
allí en las mismas condiciones que nosotros y así, con quórum suficiente, se
organizaba el partido. Pero ¿cómo eran esos partidos? Los jóvenes de hoy no
pueden siquiera imaginárselo. Hoy lo tienen todo hecho: magníficas
equipaciones, instalaciones deportivas para todos los gustos, campos reglamentarios
incluso con césped artificial, etc. En cambio, hace unas cuantas décadas, la
cosa era muy diferente...
El terreno de juego era un descampado de tierra, más o
menos llano, en la Casa de Campo; no obstante siempre había algunas piedras,
hoyos, incluso algunos arbustos o un ligero desnivel del terreno. Las líneas
que delimitaban las áreas y el terreno de juego eran inexistentes, aunque
algunas veces cogíamos un palo y a pulso íbamos trazando sobre el suelo dichas
líneas (cualquier parecido con una línea recta era pura coincidencia). Como no
había porterías, las teníamos que inventar nosotros: dos montones de piedras,
con algunos jerséis encima, hacían las veces de postes (sin que hubiese
larguero ni red), y la distancia entre los artesanales “postes” se medía por
pasos... aproximados. Algunas veces encontrábamos dos árboles separados por una
distancia razonable para hacer de postes de la portería, y eso era un auténtico
lujo que nos llenaba de satisfacción. En cuanto a la equipación, era igualmente
inexistente. Cada uno llevaba un pantalón diferente (unos blanco, otros azul,
otros un simple pantalón corto de paseo..) y por arriba, una camiseta o un
polo, sin que existieran dos jugadores que llevaran siquiera el mismo color. De
calzado unas zapatillas deportivas... de la época, es decir, parecidas no a las
que se estilan ahora sino a esas clásicas zapatillas Victoria que todavía se
ven en algunas zapaterías, aunque también algunos jugaban sencillamente con los
zapatos del colegio, lo que suponía una ventaja ya que permitían chutar más
fuerte, pero también más fuerte era el pescozón que recibían de su madre al
llegar a casa con los zapatos sucios, arañados y machacados.
El jefe de la pandilla, o uno de los jefes (en mi caso
éramos Paco Sanz Cabrera y yo quienes llevábamos la voz cantante) elegía un
compañero para su equipo, después el otro elegía otro, y así sucesivamente
hasta completar los dos equipos. Como la alineación cada vez era diferente, y
más todavía si jugábamos con otro grupo que nos hubiésemos encontrado por ahí,
y no había dos equipaciones iguales, era realmente difícil recordar quiénes
eran tus compañeros de equipo y por eso era frecuente dar pases al contrario
creyendo que eran de tu mismo bando. La técnica no existía, aunque la verdad es
que tampoco hubiera servido de nada en aquellos terrenos duros, irregulares y
llenos de obstáculos. En general todos corríamos detrás del balón porque
nuestra única obsesión era coger el balón, correr, regatear lo menos posible y
disparar a puerta. Cada vez que uno tenía el balón se escuchaba un coro de
voces que gritaban al unísono “¡a mí, a mí!”, pidiendo infructuosamente que les
pasaran el balón, pero si uno había conseguido tener la posesión de la pelota
no era cuestión de cedérsela a nadie por muy amigo tuyo que fuese.
Aunque a la hora de hacer los equipos tratásemos de
organizarnos diciendo “tú de defensa, tú de medio, tú de delantero”, daba
igual, porque todos jugábamos de todo como auténticos todoterrenos; a lo más
que llegábamos era a decir “yo juego por la derecha” (como era mi caso) ya que
al ser diestro y ser un inútil con la izquierda, no tenía sentido situarme en
el lado contrario. ¡Ah! y había un puesto maldito que nadie quería: el de
portero. Es que el portero no podía correr con el balón ni chutar a puerta,
tenía que quedarse en su portería esperando que le disparasen para ver si
paraba el balón, siendo lo más normal que le metiesen gol salvo que quisiese
llegar a su casa con desollones en las rodillas y en los codos. ¡Vamos, que el
duro suelo de tierra con piedras de todos los tamaños no era lo más atractivo
para hacer una estirada! Por eso, solíamos poner de portero al peor de todos, o
al que tenía asma. ¡Y encima le echábamos una bronca cada vez que le metían un
gol! Ante tal tesitura no es de extrañar que muchas veces nadie quisiese
ponerse de portero, razón por la cual se inventó el puesto de
“portero-delantero”, un portero a lo Higuita que, tan ponto tenía el balón, lo
controlaba con los pies y se iba hacia la portería contraria. Como esta estrategia
del “portero-delantero” resultaba desastrosa a la hora de mantener nuestra
portería imbatida, se cambiaba con frecuencia por la estrategia de “un rato
cada uno”, y así cada poco tiempo (o en otras ocasiones cada vez que se
encajaba un gol) se iba cambiando el que hacía de portero por otro jugador de
campo.
Los partidos así disputados resultaban épicos, con
abundancia de goles y de incidencias. “¡Ha salido!”, decía uno. “¡No, no ha
salido!” gritaba otro. “¡Ha sido falta!”, decía uno. “¡De eso nada, te has
caído solo!”, gritaba otro. Y así se estaba discutiendo un rato hasta que al
final surgía el consenso y se daba la razón a uno sabiendo que después vendría
(tal como hacen la mayoría de los árbitros hoy en día) la “ley de la
compensación” (“la otra falta la pitaste a tu favor, así que esta se pita a mi
favor”). La sangre siempre hacía acto de presencia, y no porque nos pegásemos,
sino porque nos pegábamos... contra el suelo. Chichones, heridas, rasguños,
arañazos, etc., estaban a la orden del día. Y como podéis suponer no había
árbitros, pero sin duda aquello nos preparaba para la vida y nos ensañaba mejor
que cualquier otra escuela el arte de negociar, de dialogar, de llegar a
acuerdos. Hoy en día, como hasta los pequeñines juegan con árbitro, no saben
qué es eso de dialogar y negociar, sólo conocen la dictadura del árbitro y la
protesta y anarquía de los oprimidos.
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