La Escalada es uno de los deportes típicos de montaña que
consiste en escalar las paredes escarpadas de las montañas. Se utilizan para
ello anclajes que van clavándose sobre la roca para sujetar las cuerdas de
seguridad, así como un calzado especial que permite ir encajando los pies en
las minúsculas grietas que ofrece una pared de roca de tales características.
Hay escaladores más atrevidos que desprecian las medidas de seguridad y escalan
“a pelo”, es decir, sin anclajes ni cuerdas, fiándolo todo a la fuerza y
pericia de sus manos y pies. Porque ver una pared vertical de roca y sentir el
deseo de escalarla, es algo innato en el ser humano, que muy pocos pueden
realizar por lo extremadamente duro y arriesgado que resulta.
De pequeño ya soñaba con grandes gestas de escalada. Si
me iba de excursión por la sierra madrileña y veía unas cuantas rocas, que
apenas se elevasen tres o cuatro metros sobre el nivel del suelo,
inmediatamente me iba hacia ellas y buscaba puntos de apoyo para subir a lo más
alto. Al llegar a esa cima, a tres metros sobre el suelo, miraba desafiante al
horizonte sintiéndome un gran escalador dispuesto a afrontar las más difíciles
metas.
Pero nunca me preparé para la Escalada, nunca hice
ninguna salida para practicar este deporte, nunca tuve ni conocí el manejo de
las cuerdas, y demás herramientas propias de este deporte... y sin embargo una
vez escalé una pared vertical nada menos que en los Alpes franceses enfrente
del mítico Mont Blanc. Claro que aquella pared que me disponía a escalar no medía
los 4.810 metros de la citada montaña, sino quizás solo unos 30 metros. No por
ello dejaba de ofrecer todos los alicientes que puede desear un gran escalador
y prueba de ello es que allí se concentraban todos los días muchos escaladores.
Durante los días de vacaciones que pasé con mi mujer y
mis dos hijas pequeñas en Chamonix paseábamos muchas tardes por aquél
maravilloso entorno y siempre dedicábamos un rato a contemplar la extrema
agilidad de los escaladores. Hasta que un día me sentí tentado a emularles.
Pero mi calzado eran unas botas de paseo; mi ropa un pantalón normal, una
camisa y un jersey; mis únicas herramientas: las manos. Me acerqué a la pared,
la toqué, sentí ese calor de la vida de la madre Tierra, y no pude resistirme a
su llamada. Tan absorto estaba que apenas eran perceptibles las voces que a lo
lejos daba mi mujer diciendo posiblemente algo así como: “¿Pero qué vas a
hacer? ¡No se te ocurra subir! ¡Estás loco!”, porque adivinaba mis
descabelladas intenciones.
Por uno de los extremos de la pared vi unas grietas que
ascendían en diagonal. Clavé la punta de mis gruesas botas de paseo en ellas,
me así con las manos a un saliente... y comencé a escalar. Conservo algunas
fotos de aquella escalada y cualquiera que las vea sentirá vértigo al
contemplarlas... aunque la realidad fue muy distinta. El efecto visual hace que
una escalada de tres o cuatro metros (que es lo que finalmente me arriesgué a
subir) parezca una escalada de decenas de metros. Tanto es así que, una vez
finalizada mi “proeza” le dije a mi hija pequeña (que entonces tendría cinco o
seis años) que si se atrevía a subir. ¡Y claro que se atrevió! Aunque no llegó
tan “alto” como yo, sí que escaló lo suficiente como para poder hacerle una
fotografía que da espanto: de pie sobre una rendija, con la espalda pegada a la
pared vertical de roca, y un suelo que no se ve y se supone que queda muy
lejos... aunque no tanto, ya que ella hizo tan solo la mitad de mi recorrido.
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El deporte del Montañismo, también conocido como
Alpinismo (porque se empezó a practicar como deporte en los Alpes) consiste en
ascender y descender montañas, pero no necesariamente nos referimos a grandes
montañas, sino que también tiene cabida dentro de la concepción de este deporte
el caminar por el campo, con los naturales ascensos y descensos propios del
terreno bien sea este muy accidentado o completamente plano. Es decir, aunque
nunca hayas estado en los Alpes, puedes decir que has practicado el Alpinismo
si has subido y bajado montañas de cualquier tamaño y lugar. Pero, para ser más
precisos, aclararemos que existen varias modalidades:
En primer lugar está el “Área de marcha”, que engloba
Senderismo o Hiking, Excursionismo o Trekking y Expediciones. En segundo lugar
el “Área de escalada”, que puede ser Escalada clásica, Escalada deportiva y
Escalada en hielo. En Tercer lugar el “Área de resistencia”, que comprende
Duatlón en montaña, Maratón de montaña y Media maratón de montaña. Y finalmente
está el “Área de específicos” que incluye Barranquismo, Esquí de travesía y
Bicicleta de montaña. Porque el Alpinismo o Montañismo es algo más que un
deporte; quienes lo practican lo consideran como un verdadero estilo de vida
con sus propios códigos de ética, una comunión con la naturaleza y una forma de
experimentar e interpretar el mundo que nos rodea.
Según relato en el presente libro he practicado, de
manera significativa, tres modalidades de Alpinismo o Montañismo, concretamente
las de: Escalada, Excursionismo o Trekking, y Senderismo o Hiking. Como mi
relación con los deportes la voy exponiendo por orden alfabético, este primer
capítulo de los tres que dedico a algunas de las modalidades del Alpinismo o
Montañismo, se centra en la Escalada.
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Posiblemente algunos lectores no conozcáis qué clase de
deporte es este. El Drifting o Drift es una disciplina del automovilismo que
consiste en derrapar de manera continua y que a finales de la década de los 90
se convirtió en disciplina propia, con pilotos expertos en la misma y
competiciones en numerosos países. Así que os estaréis diciendo “¿Pero también
has hecho Drifting? ¡Pero si eso es ilegal! ¡Como te vea la policía de tráfico,
la cagas!”. Así que pasaré a explicarme.
Es evidente que nadie puede conducir así de
temerariamente por las carreteras, porque no sólo pones en peligro tu
integridad sino también la de los demás, que no tienen culpa de tus locuras.
Por eso aclararé desde el principio –para tranquilidad de las Fuerzas de
Seguridad del Estado- que no he hecho Drifting en carreteras ni lugares
públicos sino en un circuito reglamentario.
Cuando trabajaba en AstraZéneca, cuando los laboratorios
farmacéuticos atravesaban su época dorada y todos los que tuvimos la fortuna de
coincidir en la misma compaginábamos trabajo y diversión, trabajo y buen
ambiente, trabajo y buena remuneración, trabajo y numerosos beneficios
sociales... nos dieron en una ocasión lo que se llamaba “Curso de conducción
defensiva”, que consistía en aprender a manejar el coche en condiciones
extremas. Todos los mandos, superiores e intermedios, teníamos coche de
empresa, y la compañía velaba porque no sufriésemos ningún accidente. Una de
las formas para lograr este objetivo era que supiésemos cómo salir airosos de
diversos imprevistos que se pueden presentar en la carretera.
Fuimos a un circuito en las afueras de Madrid en donde
nos enfundaron los correspondientes monos de piloto para que entrásemos en
ambiente. Pasamos después a las clases teóricas, en donde nos fueron explicando
los riesgos imprevistos que puede ofrecer la conducción y cómo salir airosos de
los mismos. Y por fin pasamos a la práctica con los coches que nos facilitaron
y que se supone tenían el seguro a todo riesgo. En aquellas pistas hicimos todo
tipo de pruebas como, por ejemplo, controlar el coche cuando se derrapa, para
lo cual forzábamos el automóvil a propósito para derrapar y tomar a
continuación el control de la conducción; es decir, el auténtico Drifting. La
adrenalina que se desprende practicando esta disciplina deportiva es
impresionante, y eso que en este caso se trataba de una situación controlada,
en una pista suficientemente amplia y debidamente señalizada.
Pero además de esta maniobra nos enseñaron muchas más.
Por ejemplo, frenar bruscamente y ser capaces de desbloquear la frenada y
controlar el coche para sortear a tiempo el obstáculo que, bien pudiera ser en
la vida real, un animal, peatón u objeto que obstruyese repentinamente la
calzada. No se olvidaron tampoco de la lluvia, bajo la cual las condiciones de
la conducción varían notablemente. Una serie de surtidores comenzaron a mojar
el suelo y bajo esa lluvia teníamos que hacer todo tipo de maniobras.
Ciertamente lo que antes parecía relativamente fácil aquí se tornaba mucho más
difícil, aunque sin embargo fuimos capaces de salir airosos de esta prueba,
aprendiendo eso sí que si llueve hay que ir más despacio y dejar más distancia
respecto a los otros coches.
Y finalmente vino la prueba más difícil de todas:
conducir sin cadenas sobre la nieve. Pero ¿cómo íbamos a conducir sobre la
nieve si estábamos en pleno verano? Nos lo explicaron. Pusieron en las ruedas
de los coches unos aparatos que –como veríamos acto seguido- simularían
perfectamente las condiciones de estar conduciendo sobre una superficie helada.
Una vez instalados esos dispositivos subimos al coche y ¡oh, sorpresa! aquello
no había manera de controlarlo. Por más que me esforzase, por más que intentase
recordar y poner en práctica todo lo aprendido en la clase teórica, allí no
funcionaba; era el coche el que iba donde quería, no yo. Así que saqué una
valiosa conclusión de esta última prueba: si alguna vez me encuentro con una
superficie helada y no llevo cadenas en el maletero, paro el coche y pido ayuda
o espero; cualquier cosa antes que intentar conducir sin cadenas sobre el
hielo.
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Aunque muchos no lo crean el juego de Dardos está
considerado como un deporte que exige una buena preparación y destreza. Durante
mucho tiempo se le consideró como un deporte habitual de los militares, datando
las primeras referencias al mismo del año 1314. Por lo que se refiere a nuestro
país, sólo en dos Comunidades Autónomas está reconocido como deporte: Cataluña
y Baleares. La primera de ellas, la Federación Catalana, se ha incorporado como
miembro de pleno derecho a la World Darts Federation (WDF) lo que esperemos
impulse en España la práctica de este deporte.
Por mi parte he practicado el deporte de los Dardos en
diversas ocasiones aunque, curiosamente, en ambientes británicos, no españoles.
Debido a mis frecuentes viajes a Inglaterra cuando trabajaba en el grupo ICI,
primero, en Zéneca después, y en AstraZéneca, finalmente, terminábamos nuestras
jornadas laborales tomando unas cervezas en algún pub. Allí era normal
encontrar una diana para poder practicar este deporte. Creo que todos hemos
jugado a los Dardos alguna vez, con esas dianas que hemos tenido de niños o
regalado a nuestros hijos, e incluso con las más modernas dianas de velcro a
las que se lanzan pelotitas que quedan pegadas sobre el mismo. Pero ni eso es
deporte ni tiene el encanto que proporciona jugar a los Dardos en un pub
inglés.
También en España he practicado este deporte, pero
curiosamente en un ambiente inglés. Y es que yo aprendí a hablar inglés gracias
a tres cursos (de una semana de duración cada uno) de inmersión total (8 horas
de clase, 2 alumnos por profesor, y 24 horas al día hablando inglés) en un
pequeño pueblo de Segovia. Cuando llegaban los ratos de asueto al final del
día, nos relajábamos jugando al Billar o a los Dardos, y cualquier comentario o
conversación que mantuviésemos había de hacerse inexcusablemente en inglés.
Dicen que el deporte de los dardos es eminentemente social y que favorece las
relaciones humanas, y bien puedo asegurar que eso es cierto.
Se juega en grupo, en ambiente amigable, con una cerveza
a mano, sin prisas... Incluso ha demostrado su efecto beneficioso para el
estrés cuando en vez diana ponemos en la pared una foto de la persona que peor
nos cae y lanzamos dardos sobre ella.
Los Dardos se han convertido en un deporte practicado por
mí de forma muy esporádica, sin haber conseguido nunca brillar en el mismo, y
sin haber conseguido nunca entender cómo iba eso de la puntuación o en qué
consistían las partidas, más allá de intentar acertar con el dardo en la diana
lo más cerca posible del centro. Pero eso sí, el deporte de los Dardos ha sido
siempre muy inglés para mí.
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Se dice que la nobleza de Languedoc (en la Provenza
francesa) era muy aficionada a este deporte allá por los siglos XII y XIII.
Después, en el año 1830 se inventó la versión moderna del mismo y en 1850 ya
hacía furor en la aristocracia inglesa que lo exportó a todas sus colonias.
A pesar de conocerse estos datos no está muy claro su
origen. Unos dicen que es un pariente lejano del Golf, otros que proviene de un
juego con mazo y bolas llamado Pall Mall (como esa marca de cigarrillos), y
otros afirman que fue Luis XIV quien se empeñó en jugar al Croquet dentro de
palacio (porque en invierno hacía mucho frío fuera) y lo que acabó fue
inventando –de carambola- fue el Billar. Pero ¿en qué consiste el Croquet?
Se juega con un mazo de madera que tiene un mango largo
como si fuese un palo de Golf (por ejemplo en Alicia en el País de las
Maravillas, Alicia juega al Croquet utilizando un flamenco en vez de un mazo
reglamentario, algo que hoy día horroriza a los amantes de los animales) y
cuatro bolas de madera. Se colocan sobre el campo una serie de arcos de metal
clavados sobre el terreno y hay que ir golpeando las bolas para hacerlas pasar
por dentro de dichos arcos. Esto es muy útil para la vida ya que nos acostumbra
a todos a pasar por el aro.
No nos vamos a extender mucho más en explicaciones, pero
como podéis apreciar resulta un deporte muy chic, muy finolis, muy de
aristócratas. Y yo de aristócrata tengo poco, pero resulta que cuando era
pequeño y nos juntábamos hasta 17 nietos durante el verano en la finca de mi
abuelo, teníamos a nuestra disposición un auténtico juego de Croquet y fue así
como aprendí a practicarlo y pasé muchas tardes divertidas con este original
deporte.
Pero los tiempos que corren no son muy propicios para la
aristocracia, y a mí tampoco me resulta atrayente la misma, así que tan pronto
dije adiós a la infancia dejé también en el olvido aquellos mazos y bolas de
madera. Desde entonces, el único Croquet que practico es el de comer la
exquisitas croquetas que prepara mi mujer.
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Muchos años después, viviendo ya en Madrid, se despertó
de nuevo mi afición por el Ciclismo en ruta, aunque no como ciclista sino como
seguidor. No me contentaba con presenciar en directo la llegada de la Vuelta
Ciclista a España a Madrid, ese último día en que ya estaba decidido quién era
el ganador y llegaban a Madrid subiendo por las cuestas de la Dehesa de la
Villa hasta llegar al Paseo de la Castellana en el que daban varias vueltas,
sino que también me desplazaba con mi hijo a algún lugar cercano para presencia
el paso de la carrera (como Colmenar Viejo, por ejemplo) o incluso un
emocionante final de etapa como el que presenciamos una vez en las destilerías
DYC de Segovia y en donde Perico Delgado dejó sentenciada la carrera, alzándose
poco después con el triunfo final.
Hay, sin embargo, otro hecho más curioso que viví en este
deporte y fue en el año 1985 cuando un proveedor, al que de vez en cuando
compraba regalos publicitarios para utilizarlos en las promociones que hacía
como Jefe de Publicidad de la empresa de agroquímicos ICI-Zeltia (hoy Syngenta)
en donde trabajaba, me dijo que era amigo del organizador de la Vuelta Ciclista
a España y que si quería podía ir con él un día en la caravana publicitaria que
precede cada etapa de la Vuelta. Me pareció una idea muy atractiva y así quedé
con él temprano. Fuimos al lugar de salida de la etapa de ese día, que era la
Valladolid-Zamora, y allí recogimos las acreditaciones, no sólo las que
debíamos llevar colgadas al cuello sino también las pegatinas que debíamos
pegar en el parabrisas del coche para que se viese bien a las claras que
nuestro vehículo estaba autorizado.
En general, los vehículos de la caravana publicitaria
salen antes que los ciclistas y van haciendo el mismo recorrido. De vez en
cuando paran al paso por algún pueblo o lugar donde se haya concentrado la
gente esperando ver a los ciclistas, y les regalan gorras, camisetas,
bolígrafos, pegatinas, etc. Como no pueden interferir con el normal desarrollo
de la carrera, van siempre muy por delante de los ciclistas y llegan a la meta
con mucha antelación para seguir desde allí su actividad promocional porque,
además, en las metas es donde se reúne la mayor cantidad de gente. Pero a
diferencia de ellos, en nuestro caso estábamos allí como invitados para ver
“por dentro” cómo es una etapa ciclista y todo lo que se mueve alrededor.
Inicialmente salimos con la caravana publicitaria como
uno más de tantos vehículos que hacían sonar su megafonía y lucían todo tipo de
publicidad. La caravana paró en la confluencia de la carretera principal con el
cruce de un camino que llevaba a un pueblo, ya que toda la gente de ese pueblo
había acudido allí para ver pasar la carrera. Cualquier aglomeración de gente
era una oportunidad que no se podía desaprovechar para hacer publicidad, y así
lo hicieron, pero cuando acabaron y arrancaron de nuevo para seguir... nosotros
–como privilegiados que éramos- no lo hicimos, sino que nos quedamos para ver
pasar la carrera como unos espectadores más. Una vez hubieron pasado por aquél
cruce los coches y motos oficiales y los ciclistas en pleno esfuerzo, cogimos
otros caminos alternativos (ya no podíamos seguir por el mismo sitio puesto que
hasta mucho después no se reanudaría el tráfico en esa carretera destinada a
los ciclistas) para adelantarlos y esperarlos más adelante en otro pueblo.
Llegamos así a otro cruce en donde había una Meta Volante y los vimos pasar.
Otra vez –plano en mano- buscamos nuevos desvíos para adelantarlos y
esperarlos... y así varias veces hasta que nos dimos cuenta que faltaba poco
para llegar a Zamora, en donde estaba la Meta, pero... calculamos mal, los
desvíos para adelantarlos nos habían hecho perder demasiado tiempo y cuando
enfilamos la entrada a Zamora varios motoristas de la Policía de Tráfico
empezaron a pitarnos y hacernos señas para que nos desviásemos.
Nuestro coche estaba autorizado, eso se veía a la legua,
pero estábamos en el lugar y hora que correspondía a los ciclistas no a la
caravana publicitaria. Giré la cabeza y vi el coche de cabeza de carrera que
casi nos estaba dando alcance, con las luces amarillas parpadeantes, otro par
de motoristas a su lado... y los ciclistas que formaban el reducido grupo de
cabeza de carrera. Vimos cómo cien metros delante de nosotros corrían unos
operarios y movían unas vayas mientras un policía agitaba desesperado los
brazos para indicarnos que nos metiésemos por ese desvío. Así lo hicimos e
inmediatamente colocaron la valla otra vez en su sitio resguardando a los
vehículos oficiales y ciclistas de cabeza que a los pocos segundos ya estaban
enfilando el último tramo de circuito urbano que conducía a la Meta. Aparcamos
como pudimos y aún nos dio tiempo para correr hacia la línea de llegada,
situarnos bien y ver (y fotografiar) el sprint final.
Como recuerdo de aquella experiencia que muy pocas
personas habrán vivido, conservo aún mi credencial y el libro de carrera en el
que por cierto se detallaban todas las incidencias que habrían de encontrarse
los ciclistas en la etapa: curvas, estado del piso en cada tramo, subidas y
bajadas con el correspondiente porcentaje de desnivel, etc. y nos llamó la
atención que en algunos lugares, antes de entrar en alguna ciudad se leía
“bandas sonoras”. “¿Qué será eso?”, nos preguntamos. “¿Habrá una banda de
música al entrar en esa ciudad?”, nos dijimos. Pero no, comprendimos al pasar
por encima de ellas y retumbar el coche, que ese era el nombre que se daba a
los hoy tan populares resaltos para evitar que los coches corran mucho en
determinados lugares, pero que en el año 1985 aún eran poco frecuentes.
También conservé un tiempo, aunque luego acabé tirándola,
la pegatina que llevábamos aquél día en el parabrisas. Me la quedé y la puse en
el parabrisas de mi coche y así estuve circulando con ella por Madrid varios
días, todo orgulloso del privilegio que había vivido.
Muchos años después, me compré un piso en Tres Cantos, en
donde el campo está ahí mismo y en donde existe una carretera con un carril
bici perfectamente señalizado. Me compré una bicicleta, esta vez sí que tenía
marchas y pesaba menos, aunque la elegí de paseo por dos razones: la primera,
que quería que me sirviera para todo, para ir por carretera, por el pueblo o
por caminos de tierra; y la segunda, que tuviese un sillín cómodo para no
volver a padecer hemorroides (y los sillines de las bicis de carrera son
criminales en este sentido).
Ya estaba, pues, adaptado a los nuevos tiempos: bici
adecuada y carriles bici estupendos para circular... pero me faltaba otra cosa:
juventud. Así que seguí dando paseos, bien por el carril bici (aunque no más de
20 kilómetros entre ida y vuelta) o haciendo Trial bike (como detallo en otro
capítulo de este libro) por los caminos de tierra de los alrededores de Tres
Cantos.
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De mi experiencia en Ciclismo en ruta cabe destacar que
lo mío tuvo más mérito puesto que nunca tuve una bicicleta de carreras, sino
una vulgar bicicleta de paseo, con ruedas intermedias entre las de carreras y
las de montaña, aparte de tener un peso muy superior. Mi afición al ciclismo
comenzó en Daimiel, en donde tenía una bicicleta de esas de antes que no tenían
marchas y hacían sudar de lo lindo cada vez que tenías que enfrentarte a una
cuesta por pequeña que fuera. Hay un relato que escribí hace años, titulado
“Etapa ciclista”, en donde se describe perfectamente cómo era la práctica que
yo hacía del Ciclismo en ruta cuando era joven:
“Como otras tardes, cuando el termómetro se situaba entre
los 35 y 40 grados, Vicente cogió la bicicleta para dar un agradable paseo.
Levantó la pierna, dio un pequeño impulso, se sentó y
comenzó a pedalear tranquilo, enfilando la salida de la finca a través del
paseo flanqueado por almendros. Algunos familiares, elevando un párpado con
esfuerzo, lo miraron con relativo asombro –ya estaban acostumbrados- mientras
sus carnes desplomadas sobre los butacones de mimbre y las hamacas, se
hinchaban de sopor.
Serpenteó con la bici, esquivando algún que otro pedrusco
del camino y algún que otro surco más profundo de lo normal, dejado por el paso
de los carros. La débil estela de blanquecino polvo iba diciendo adiós a la
agonía, y le empujaba a chocar de frente con la vida.
Tomó el camino de la derecha, más recto, y aceleró algo
el ritmo. La mole de centenarios olmos junto a la casa, se fue perdiendo en la
distancia. El cielo estaba azul radiante, el aire seco y caliente, y ni la más
leve brisa balanceaba las hojas de los olivos o de las viñas. La cabeza
erguida, sin más protección que el propio pelo, surgía altiva como un desafío
al mismo clima.
Pronto llegó a la carretera comarcal y se dispuso a
emular las grandes gestas de los ciclistas. A 20 km. de allí estaba Malagón, lo
que significaban 40 km. contando la ida y la vuelta. Un buen paseo para quien
solo estaba acostumbrado a ligeros paseítos de tres, cuatro, o como mucho diez
kilómetros. Pero ahí estaba el reto y el deseo de vencerlo.
Trató desde el comienzo de dosificar sus fuerzas, pensando
en el regreso, y marchó a un ritmo regular y mantenido. Al cabo de un rato se
abrió ante sus ojos la Albuera que, con el agua crecida, asomaba a ambos lados de la carretera. Se llenó de
emoción cuando pasó por ella y pudo contemplar perfectamente la silueta frágil
de las garzas y el vuelo estrepitoso de una bandada de ánades reales.
Pronto vino un repecho que hizo tensar todos sus músculos
y después una gran bajada. Pero la carretera llevaba muchos tiempo sin arreglar
y el firme se mostraba irregular. Se ciñó a uno de los márgenes e incluso así
hubo de sortear las piedras sueltas y los continuos baches. Miró, aunque sin
reconocer el sitio, el punto exacto de su caída unos días antes. Aquella vez
bajaba más confiado que ahora por aquella cuesta cuando tropezó con varias
piedras sueltas, el manillar se le torció y cayó de espaldas, resbalando así
varios metros sobre las piedras. Recordó su levantar dolorido, con la camisa
hecha jirones y la espalda ensangrentada, y se miró, mentalmente, las costras
secas de la herida de su espalda. Instintivamente volvió la cabeza tratando de
divisar la casa y el pozo con cuya agua se lavó y donde recompuso la bicicleta
para poder regresar. Ahora, sin embargo, no sucedió nada y, como queriendo huir
de ese peligro, aceleró su pedalear.
El calor pesado como plomo, era un freno más... y aun así
fue vencido. Las gotas de sudor bañaban su cuerpo, sobre todo su cara y su
espalda. Su memoria evocó entonces, el nombre de Anquetil, de Bahamontes, de
Pérez Francés, de Manzaneque... y los vio luchar contra el asfalto, pedaleando
de pie y venciendo exhaustos pero sin desfallecer los metros finales de una
meta volante. De vez en cuando, un árbol o un poste telegráfico se
transformaban en esa meta volante que cruzaba victorioso; y en cada coronación
de un repecho, veía la suma de unos puntos para la ‘Clasificación de la
montaña’.
El paisaje monocorde de viñedos pareció romperse al
fondo: era el Guadiana con su corte de verdor. Cuando llegó a su altura bajó un
momento y bebió su agua cristalina que discurría veloz entre los juncos y las
piedras. Se remojó los brazos y los hombros para montar de nuevo y no ‘perder
unos segundos respecto al resto del pelotón’. Así, no pudo fijarse si había o
no cangrejos pululando entre las piedras del fondo del río; sólo recordó una
antigua cacería de cangrejos en ese mismo lugar. Había ido con varios amigos a
pasar unos días en la finca. Uno de esos días decidieron hacer una paella y,
para enriquecerla, nada mejor que unos cangrejos de río. Tomaron prestadas
varias bicis de las que habían dejado allí sus primos y que sólo usaban durante
las vacaciones de verano, y se desplazaron con ellas hasta llegar a ese lugar.
Allí, sin más aparejos que sus manos, comenzaron a sacar cangrejos con rápidos
manotazos; con una mano amagaban y con la otra los echaban, con un rapidísimo
movimiento, hasta la orilla. Ya fuera del agua era más fácil cogerlos y los
iban metiendo en una bolsa. Aún le parece escuchar el sonido del chapoteo en el
agua, los cangrejos volando para aterrizar en tierra firme... y algún que otro
chillido cuando estos atinaban a aprisionar un dedo. La cacería resultó
fructífera, tanto que hubieron de repartirlos entre la bolsa... y los
bolsillos. Se le escapó una sonrisa al recordar el bullir de dos cangrejos en
el bolsillo de su camisa, las cosquillas y algún que otro apretón de pinzas en
la tetilla. Y segregó jugos gástricos recordando el exquisito sabor de aquella
paella.
Sin darse cuenta, venciendo el sufrimiento muscular a
base de recuerdos, la distancia se fue reduciendo y, como premio, por fin se
dibujó en el horizonte la silueta de unas casas: Malagón.
Pedaleó con fuerzas y lleno de alegría, casi riendo,
hasta casi el mismo comienzo del pueblo. Después, y calculando el tiempo
empleado y considerando que aún le quedaba el regreso, se dio media vuelta sin
parar y enfiló la carretera en sentido contrario.
Cada lugar por donde pasó le trajo a la mente nuevos
recuerdos. Y trató de imaginar lo que pensarían los ciclistas para vencer su
esfuerzo. El ciclismo es, ante todo, sufrimiento; es poner el cuerpo al límite
de sus fuerzas y mantenerlo mucho tiempo en ese estado. Y para olvidarse de los
gritos musculares la imaginación debe luchar y llenar todo de imágenes y
pensamientos tan reales que hagan olvidar lo que se está haciendo; desconectar
la mente y el cuerpo, esa es la clave. Algo así como un viaje astral pero con
la diferencia de que aquí el cuerpo, en vez de relajado debe estar trabajando a
tope y sin parar. El ciclismo, ciertamente, tiene algo, mucho, de místico. El
hombre en soledad, fundido con el aire y con los campos, haciendo su alma tan
grande que parece querer olvidar al cuerpo que es materia; alimentando su alma
de energía a cada pedalada, y haciéndola tan grande que se sale del cuerpo y
hasta parece como si fuese ella quien tirase de ese cuerpo y le hiciese avanzar
más y más hasta lograr llegar a su objetivo.
Pasó otra vez por el Guadiana, pasó otra vez por el lugar
de la caída, pasó otra vez por la Albuera, y volvió a ver los olmos centenarios
dándole la bienvenida. Se vio con la merienda frente a frente, con las mondas
del pepino refrescándole las sienes y la frente, y con el crujir del pepino con
sal y aceite entre sus dientes. Y se vio masticando la cata (1) mientras las
piernas relajadas colgaban mientras se balanceaba en el cómodo columpio y un
aire de pericones (2) embriagaba el ambiente.
A ambos lados del camino, los almendros lo saludaron con
alegría agitando sus ramas levemente gracias a la incipiente brisa. Era la
multitud que le aclamaba al acercarse a la cinta victoriosa de la meta.
Aceleró, dio el último sprint y frenó y giró bruscamente al llegar junto la
casa, derrapando y haciendo chillar de emoción
a las perulas (3).
Un ojo mortecino, sobre una boca bostezante, lo miró.
- ¿De dónde vienes? –le preguntaron.
- De dar un paseíto –respondió.
- Bueno, mmm –le dijeron estirándose- ya es la hora de
merendar.
Aclaraciones finales.- (1) Esquina de pan redondo de
pueblo en la que se hace un hoyo que se rellena con aceite y sal y se le vuelve
a poner la miga encima. (2) Nombre que algunos daban en Daimiel a la planta
conocida generalmente como Don Diego de Noche, cuyas flores campaniforme abren
al atardecer esparciendo un agradable aroma. (3) Piedrecitas redondeadas
esparcidas por las zonas de paseo para que no se levante mucho polvo al
caminar”.
Así es como se habla en el país del “to, cucha y arrea”…
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El Ciclismo es un duro deporte que exige pedalear sobre
una bicicleta y existen diversas modalidades del mismo según sea de competición
(ruta, pista, montaña, ciclocross, trial y sala), de recreo (cicloturismo) o
urbano. En mi experiencia ha habido un poco de todo excepto en la modalidad de
pista. A la modalidad de Trial bike dedico un capítulo específico, pero ahora
hablaré de otra de las modalidades que practiqué con más asiduidad: el Ciclismo
en ruta. Este tipo de ciclismo se caracteriza por disputarse sobre asfalto y
existen diversos tipos de pruebas: las denominadas “Clásicas” que son
competiciones de un sólo día; las “Pruebas por etapas”, siendo las más famosas
el Tour de Francia, el Giro de Italia y la Vuelta Ciclista a España; los
“Criterios”, que se celebran en un circuito cerrado a la circulación; y las
“Contrarreloj” en donde los ciclistas van saliendo de uno en uno para ver quién
recorre la distancia establecida en menor tiempo.
Las palabras que utilizan los políticos tienen un
significado distinto al que imaginas…
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Después de tan insólitas experiencias no volví a matar
animales –al menos deliberadamente, porque una vez atropellé un gato en la
carretera- y sólo me dediqué a la caza fotográfica. Y una de mis primeras
experiencias con la caza fotográfica fue en aquellas mismas fechas cuando acudí
a la finca que un amigo mío llamado Francisco Javier Calvino, tenía en Santa
Cruz de Retamar (Toledo). Su padre había organizado una cacería de conejos y yo
llevé mi cámara de fotos para realizar el correspondiente reportaje. Un buen
número de fotos muestra la realidad de cómo era aquello: los perros haciendo
salir a los conejos de las madrigueras, los hombres disparando, los perros
trayendo los cadáveres de los conejos en la boca, y los capataces recogiendo
primero y exponiendo después todos los conejos cazados. Después se organizó una
comida campestre y no se escuchó ni un solo ‘Requiem’ en memoria de los muchos
conejos abatidos.
Pero hubo dos fotos que destacaron sobre las demás. La
primera me produjo satisfacción y alegría: se veía al dueño de la finca justo
en el momento del disparo, y se apreciaba cómo los perdigones impactaban contra
el suelo mientras el conejo saltaba lejos de los mismos, salvando su vida. La
segunda me produjo tristeza: al colocar todas las piezas cobradas en el suelo
para hacer el recuento final, había dos cadáveres juntos, un conejo adulto y un
pequeño gazapo, ambos con los impactos de los perdigones que les causaron la
muerte.
Termino así, de forma triste, este capítulo, y sólo
quiero animar a aquellos que aman de verdad la naturaleza y disfrutan del campo
y el aire libre, que se aficionen a la fotografía y practiquen la Caza
fotográfica... no la Actividad cinegética.
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de TV “Falcon Crest”…
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Mi afición a la fotografía fue sustituyendo poco a poco
la escopeta por la cámara, manteniendo intacto ese espíritu de aventura y de
contacto con la naturaleza que te da la Caza. Quizás mejor que nadie puede
expresarlo el siguiente relato que escribí hace mucho tiempo contando una de
mis aventuras cinegéticas, en donde compaginé la Caza (como medio de
subsistencia) y la fotografía. Tendría entonces unos 16 o 17 años y fui a
Daimiel una Semana Santa con dos amigos, Paco Sanz Cabrera y Benjamín Conde.
Nos habíamos llevado una tienda de campaña, mochilas, etc., porque la idea era
pasar algunos de aquellos días en la finca familiar que, en esas fechas, estaba
desocupada, pero no queríamos las habitaciones de la casa sino solo la
naturaleza circundante. Esto es lo que escribí, bajo el título “La noche del
búho y la caza de ranas”:
“En el autocar de línea viajaban Benjamín, Paco y Vicente
junto a los padres de este... y mucha más gente, lo cual no era de extrañar
puesto que se trataba del inicio de las vacaciones de Semana Santa. Al llegar a
Daimiel se dirigieron a la gran casa familiar y pasaron sin pena ni gloria esa
primera noche.
A la mañana siguiente se levantaron muy temprano,
desayunaron y prepararon todas las cosas: tienda de campaña, latas de comida,
mantas, cacharros de cocina y hasta una escopeta de perdigones (también llamada
escopeta de aire comprimido, de esas que se usan en las ferias) y una vieja
máquina de fotos. La mochila estaba hasta los topes, pero eran tres para irse
turnando.
Se despidieron y atravesaron las calles, dejaron atrás el
pueblo, se adentraron en el serpenteante y polvoriento camino que llevaba a la
finca, en la que en esos días no habría nadie más que ellos, aunque no pensaban
hacer uso de las comodidades de aquella casa, sino que se instalarían en sus
alrededores con la tienda de campaña que habían llevado. No era mucha la
distancia a que se encontraba dicha finca del pueblo, poco más de dos
kilómetros, pero el equipaje (la mochila) pesaba una barbaridad y Benjamín era
el que más tiempo la llevaba. Vicente, eso sí, se dedicaba a hacerle fotos, así
cargado, durante el camino, para dejar recuerdo para la posteridad... aunque lo
único que se veía luego en las fotos era una gran mochila... con patas.
Al llegar a la cuestecilla del pedo (debe su nombre a lo
empinado de su ascensión que hace que las mulas, al subirla, se tiren pedos)
descansaron un rato junto a unos muros levantados pacientemente por los
campesinos con las piedras que iban quitando de las tierras de cultivo,
dedicadas principalmente a la viña. Desde lo alto de ese muro se divisaba la
finca: una gran alberca circular rodeada de árboles, de donde partía un sendero
que iba a terminar en una gran masa frondosa de olmos, junto a una caseta que
protegía la bajada al pozo y una alberca más grande aún, cuadrada, sombría, con
diversas salidas para esparcir su agua por los campos circundantes. De allí
nacía un camino flanqueado por almendros y salpicado de lilos, el cual llevaba
hasta la casa. Al coincidir la Semana Santa con la primavera en todo su
esplendor, tanto los almendros como los lilos mostraban sus flores iluminando
el paisaje y esparcían su aroma que embriagaba desde la distancia con su
perfume. Decididos como iban, a estar en contacto con la naturaleza, su destino
no era, pues, la casa, sino aquella rotonda de olmos centenarios junto a la
gran alberca.
Cuando llegaron, lo primero que hicieron fue instalar la
tienda, después prepararon un pequeño resguardo con piedras para poder cocinar
cómodamente, y finalmente se dedicaron a inspeccionar los alrededores. La
comida fue sabrosa, latas variadas, huevos fritos y pan de pueblo tiernecito.
El resto del día lo pasaron allí, paseando, conociendo y
sintiendo la naturaleza. Vieron los pequeños escarabajos negros cuya
impresionante fuerza les hacía escapar a pesar de las piedrecitas que les iban
poniendo encima para comprobar su capacidad de aguante. Paco, fisgoneando el
interior de un tronco, hizo un interesante descubrimiento: multitud de cráneos
y huesos de pajarillos. Aquél debía ser el ‘comedor’ de un búho o ave similar,
cuya alimentación es a base de grandes insectos, pequeños roedores y pequeñas
aves, que ingieren enteras para después echar unas pelotas de excrementos
conteniendo las plumas, los huesos y demás materiales no digeridos. Realmente,
pensaron después, aquello no debía ser el ‘comedor’ sino el ‘váter’ (o retrete,
o WC, o excusado, etc.). Quedaron entusiasmados con aquél descubrimiento y
comenzaron a profundizar en él, extrayendo abundante material para su estudio,
separando y clasificando los huesos de aves y roedores. Aquella era la parte
positiva del hallazgo; la negativa llegaría después.
Llegó la noche y a la luz del fuego cenaron
tranquilamente en animada conversación, haciendo planes para el día siguiente.
Comenzaba a hacer frío y se metieron en la tienda para dormir. Tendrían que
haber alquilado una tienda mayor que aquella, pues a pesar de ser para cuatro
plazas resultaba un poco estrecha. Se fabricaron almohadas con sus respectivos
jerséis y chaquetones, y dieron mil vueltas hasta que por fin se acomodaron a
gusto. Benjamín cerró la cremallera de la tienda y se dispusieron a dormir.
- ¡Voy!... ¡Voy!... ¡Voy!...
- ¿Qué es eso? –se preguntaron al unísono. Callaron de
nuevo, aguzaron el oído, hubo un lapsus de silencio.
- ¡Voy!... ¡Voy!... ¡Voy!...
- Me parece que es un búho –dijo Paco.
- Pues lo tenemos encima de nuestras cabezas –añadió
Vicente.
- ¡Cállate biiichoooo! –‘susurró’ Benjamín.
De nuevo se hizo el silencio. Pero unos minutos después
volvió a escucharse la misma canción
- ¡Cállate bicho! –gritó Vicente, dando un manotazo a la
lona de la tienda de campaña.
Otro silencio y un poco después...
- ¡Voy!... ¡Voy!... ¡Voy!...
- ¡El que voy a ir soy yo! –dijo Paco incorporándose-
¡Dame la escopeta! –añadió.
Cargaron la escopeta y cogieron un puñado de perdigones.
Benjamín encendió la linterna y salieron los tres. Con el haz de luz enfocaron
palmo a palmo todas las ramas, pero allí no se veía nada. Paco hizo varios
disparos, pero nada se vio, ni se oyó, ni se movió. Regresaron a la tienda y
estuvieron despotricando (o sea, maldiciendo) un rato, hasta que se acomodaron
de nuevo para intentar dormir.
- ¡Voy!... ¡Voy!... ¡Voy!...
Una bocanada de ira y de resignación les subió a la cara.
Ahora, ya sin prisas, salieron otra vez de la tienda. Y otra vez la linterna,
los disparos, los gritos, los paseos... A la tienda, a echarse y a cerrar los
ojos...
- ¡Voy!... ¡Voy!... ¡Voy!...
Comprendieron que era inútil cuanto pudieran hacer y por
lo tanto no les quedaba otra salida que la resignación. Cerraron los ojos, sin
poder dormir, hasta que de madrugada el cansancio les venció... y el alborotado
gorjear de los gorriones saludando el nuevo día... les despertó.
Poco a poco se fueron levantando, desentumeciendo los
músculos y restregándose los ojos. Encendieron fuego y prepararon un buen café
que les despejase y tonificase. El aire sano, el olor de la leña, el café y
unos bollos del día anterior, les dieron fuerzas y, levantándose, emprendieron
un paseo en dirección a la casa. Penetraron con todos los sentidos la
naturaleza desbordante, parándose ante cada flor, ante cada insecto; vieron la
explanada en donde en otra excursión, con más amigos, habían jugado un extraño
partido de fútbol; extraño porque de vez en cuando un jugador desaparecía del
terreno de juego y cuando se daban cuenta, lo veían subido a una morera
inflándose de moras.
A la hora de comer, en la rotonda, Paco tuvo una idea:
descubrir el nido del búho y poner allí algo que lo asustara; y de paso,
curiosear y buscar más esqueletos. El olmo, sin embargo, era demasiado alto.
Lanzaron una cuerda, pero no llegaba a engancharse en las ramas gruesas,
capaces de sostenerlos. Apoyándose en el tronco hicieron una pirámide: Paco en
la base, Vicente de pie sobre sus hombros, y Benjamín de pie sobre los hombros
de Vicente. Ni siquiera así tuvieron opción de continuar escalando, sino sólo
el riesgo de salir escalabrados.
El día transcurrió tranquilo, pero cuando llegó la noche
y estaban cenando junto al fuego, Benjamín hizo recuento de provisiones y dio
la voz de alarma:
- No nos queda casi nada de comida, como mucho para una
vez más.
Habían previsto inicialmente prolongar la estancia dos
días más y no estaban dispuestos a volver antes de tiempo; a volver como
fracasados y escuchar: ‘Pero si ya os lo decíamos...’.
- Pues aguantaremos como sea –se dijeron.
- ¿Acaso no tenemos una escopeta? Pues vayamos de caza
–apostilló Paco.
Recogieron los cacharros de la cena y se dispusieron a
volver a la tienda.
- Creo que ¡Voy!... ¡Voy!... ¡Voy!... a acostarme –dijo
Vicente.
Y los demás, con resignación, le siguieron. Y enseguida
llegó su amigo búho a contarles sus últimas aventuras, en ese extraño idioma
del que solo entendían una palabra: ‘¡Voy!’. Pero el organismo humano es
maravilloso, a todo se acostumbra y, aunque con trabajo, pronto se durmieron;
era demasiado el peso del cansancio que arrastraban.
Amaneció un día espléndido y con toda la ilusión del
mundo hicieron los preparativos para la gran cacería que iban a emprender. El
destino era la Albuera, una tabla formada por la afloración de las aguas del
río Guadiana. Desayunaron café con galletas, llenaron la cantimplora y,
llevando una bolsa para guardar la caza y un bote grande de Nescafé, vacío, por
lo que pudiera surgir, partieron de expedición.
En esas primeras horas de la mañana el movimiento de la
vida en la tabla era considerable. La fuerza de la vida les enervaba los músculos y el hambre... comenzó a
aguzarles también el ingenio. Estaba claro que con una simple escopeta de
perdigones poco podían cazar. Caminaban así, pensando, entre las cañas partidas
de la ribera, cuando una rana saltó frente a ellos. Los tres, al unísono la
miraron y acto seguido se miraron entre ellos.
- ¡Ranas! –gritó Benjamín.
- ¡Sí, ancas de rana! –añadieron Vicente y Paco, mientras
los ojos se les encendían.
Paco apuntó con la escopeta y disparó. Falló el disparo.
- Tranquilos, no importa; tenemos tiempo y perdigones, y
además hay muchas ranas –comentó Paco tratando de poner serenidad en aquella
inesperada situación.
Benjamín y Vicente, a modo de ojeadores, se abrieron
hacia los lados. Paco, avanzando muy despacio, tenía el dedo impaciente en el
gatillo.
- ¡Rana! –gritó Vicente.
Se oyó un disparo y la rana dio su último salto. Benjamín
se abalanzó hacia ella, aún convulsionándose, y la metió en el frasco de
Nescafé.
La mañana avanzaba fructífera y el bote estaba
prácticamente lleno. Alguien se les acercó; era un guarda forestal.
- Buenos días –lo saludaron.
- Buenos días, ¿qué hacéis por aquí?
- Pues nada, de Caza –respondió Vicente.
- Pero ¿no sabéis que está prohibido cazar? –les
interpeló el guardia, al tiempo que miraba intrigado la bolsa.
- ¿No me diga que hay veda de ranas? –le preguntó
Benjamín mientras sacaba de la bolsa el frasco de Nescafé con los cuerpos
inertes de las ranas y se lo mostraba al guarda.
El guarda esbozó una sonrisa y ellos respiraron
aliviados.
- Bueno, pero solo ranas ¿eh? –apostilló el agente de la
Autoridad.
- Sí, claro –respondieron los tres.
El guarda siguió su camino y ellos el suyo, cazando
alguna rana más. Una vez que el peligro del guarda había desaparecido,
volvieron a estar atentos ante cualquier cosa que se moviera y fuera
comestible. Fue así como descubrieron a unos veinte metros de distancia, un
ligero movimiento en un matorral de juncos en el agua, muy cerca de la orilla.
Quedaron petrificados, con todos sus sentidos alerta.
- Parece un pato –susurró Vicente.
Paco, que llevaba cargada la escopeta y varios perdigones
dispuestos en la boca, se aprestó a disparar a la cabeza o cuello (únicos
puntos vulnerables para un sencillo perdigón) de lo que saliera. El terreno
donde se encontraban no ofrecía peligro. El suelo era sólido hasta el borde
mismo del agua. Sin embargo, si allí había un pato o cualquier otro animal,
este tendría todas las ventajas de su parte, al ser atacado por tierra, pues
disponía de toda la tabla para salir huyendo. Así lo comprendieron ellos y
Vicente, más próximo al agua, le susurró a Benjamín que se alejase tierra adentro,
diese un rodeo grande, se metiese en el agua y se acercase a ese matorral de
juncos por detrás para cortarle la retirada. Así lo hizo mientras los dos
permanecían inmóviles. No obstante, Benjamín no se fiaba de las tranquilas
aguas y cogió dos largos palos para ir tanteando la solidez del fondo –que ya
habían comprobado era pantanoso en muchos lugares- antes de dar cada paso. Tal
como estaba, vestido, con botas, y con sus palos, se metió en el agua y se
adentró cinco o seis metros. El agua le llegaba por encima de la rodilla y el
suelo, afortunadamente, se mostraba aceptablemente firme.
Por fin se halló situado por detrás del matorral de
juncos, dentro del agua y preparado para cortar la retirada. Se detuvo
esperando nuevas órdenes. Paco avanzó unos metros con gran sigilo y apuntó
hacia el último lugar en donde había detectado movimiento. Hizo un gesto
indicando que ya estaba listo y Vicente, agazapado, fue avanzando para levantar
la presa. Faltaban tres metros escasos para llegar al lugar cuando algo grande,
con plumas, salió volando. Paco disparó y Benjamín alargó en vano los brazos;
se había escapado, pero al instante de decepción siguió otro de máxima
excitación: allí chapoteaba algo... ¡eran dos crías! Con más rapidez que nunca,
Paco cargó de nuevo la escopeta y de un disparo atravesó el cuello de una de
ellas; la otra se refugió de nuevo entre los juncos. Benjamín soltó uno de los
palos y se abalanzó corriendo. En un instante recogió la pieza abatida y se la
echó a Vicente, que no perdía de vista a la otra. Benjamín, con el palo, la
hizo salir de su escondite y, cerrándole el camino, logró atraparla viva.
Saltaron de alegría mientras recogían la presa viva de
sus manos y le ayudaban a salir. Antes, sin embrago, Vicente quiso inmortalizar
ese momento con su vieja máquina de fotos. Le dijo a Benjamín que permaneciese
en el agua con los palos. Con el
nerviosismo de la exitosa cacería, Vicente no atinaba a preparar el encuadre
adecuado y graduar la máquina de fotos con la abertura de diafragma y velocidad
de obturación necesarias para que saliera bien la foto. Tanta tardanza,
mientras él seguía allí dentro del agua, con sus botas y pantalones mojados,
acabó por agotar la paciencia de Benjamín que, finalmente, salió en la foto con
cara de cabreo y así quedó para la posteridad. Pero el éxito de la cacería
pronto le quitó el enfado.
A la presa capturada viva la encerraron en la bolsa para
que no se escapara y así, uno con la bolsa, otro con el frasco de ranas y otro
con la escopeta y la cantimplora, emprendieron con satisfacción el camino de
regreso. Benjamín, que de muslos para abajo iba empapado, estaba tan contento
que hasta un tiempo después no se dio cuenta de que algo le molestaba en una
pierna. Se detuvieron un momento, se quitó los pantalones y vio con
desagradable sorpresa: ¡dos sanguijuelas! Sacó el cuchillo de monte, las quitó
y raspó bien la zona, y continuaron su camino.
La comida esta vez presentaba grandes alicientes: ellos
eran ‘el hombre cazador’. Sobre una piedra plana, Benjamín fue separando las
ancas con el cuchillo. Después seccionó el pollo muerto mientras trataban de
averiguar de qué animal se trataba; los rasgos no ofrecían dudas, eran dos
crías de Gallinula chloropus o Polla de agua; una mezcla de gallina y pato, que
vive como estos últimos pero cuyas patas no tienen membranas interdigitales y
su pico es puntiagudo como el de las gallinas. Una vez preparado, lo echaron a
la sartén y lo frieron, completando la comida con una de las últimas latas que
les quedaban.
Luego por la noche, al ir a acostarse (ahora los cuatro,
puesto que al grupo se había unido un nuevo componente, la cría de Polla de
agua) arroparon con un trapo al superviviente de la cacería al que en vano
habían intentado darle de comer esa tarde. Poco después, como de costumbre, el
búho hizo acto de presencia y debió pensar que aquello no iba a alterar sus
planes, así que no faltó a su cita cantora.
A la mañana siguiente, las primeras miradas se dirigieron
al nuevo huésped.
- Está muerto –señaló con tristeza Paco, mostrando el cuerpecito
inerte.
- ¡Qué bien, ya tenemos comida para hoy! –le respondieron
Benjamín y Vicente.
Y así, de esta forma, consiguieron aguantar otro día, tal
como se habían propuesto desde el principio. Tras esta aventura, regresaron
finalmente sucios a más no poder, malolientes, cansados, ojerosos,
hambrientos... pero alegres y victoriosos.
Hubieran podido pasar esos días tranquilamente en la casa
del pueblo, con las personas mayores, limpios, descansados, bien alimentados...
Pero de haberlo hecho así, nunca más lo habrían recordado”.
Una novela en donde el humor alcanza el estado de gracia…
“El dulce gorjeo del buitre en celo”: https://www.bubok.es/libros/210805/El-dulce-gorjeo-del-buitre-en-celo
Se dice que el origen de la Caza es tan antiguo como el
mismo ser humano, aunque entonces se hacía para subsistir y después pasó a
hacerse por placer, y ya decía Ortega y Gasset que “la muerte es imprescindible
para que exista la cacería”. Es decir, la caza es un deporte que consiste en
matar a los animales y como eso suena muy feo se le llama muy a menudo
“Actividad cinegética”.
El ser humano ha evolucionado y yo también lo he hecho.
De niño y joven veía bien, y hasta valeroso y heroico, el hecho de dar muerte a
los animales a través de la “Actividad cinegética”. Después comprendí que era
mejor disparar con una cámara de fotos, que ofrece las mismas satisfacciones
pero sin sufrimiento de nadie. Pero sí, haciendo repaso de los deportes que he
practicado, tengo que reconocer que también he practicado la Caza en mis
tiempos jóvenes.
Al principio sólo se trataba de algún insecto, como los
grillos, y sin embargo la experiencia me hizo comprender lo aterrador que llega
a ser sentirse enjaulado. Tenía un buen oído (no como ahora) y me acercaba
sigilosamente hacia donde oía el cri cri. Cuando el grillo se daba cuenta de mi
presencia y dejaba de cantar, ya era tarde, ya lo tenía localizado y con gran
habilidad lo capturaba. Una de esas cacerías fue exageradamente fructífera.
Atrapé muchos grillos y los fui metiendo en una misma caja. Unas horas después,
cuando me disponía a sacarlos para meterlos en sus jaulitas individuales... de
allí no salió ningún grillo, sólo miembros amputados, ya que todos –desesperados
por ese encierro- se habían masacrado unos a otros.
Años después, viviendo ya en Madrid, subí un escalón y me
dediqué a la Caza y captura de otros seres más peligrosos, los arácnidos, como
por ejemplo escorpiones y tarántulas. Salía con mis amigos al campo provisto de
recipientes para las capturas. Torrelodones, por ejemplo, era un sitio ideal
para la caza de estos poderosos arácnidos. Después los metíamos en unos grandes
tarros de cristal convertidos en verdaderos terrarios, en donde les dejábamos suficiente
espacio para moverse y esconderse, y cada día les proveíamos de cebo vivo:
moscas, etc. (que cazábamos a diario para ellos). Un día, mi amigo Paco Sanz
Cabrera, quiso hacer un experimento. Había leído que los escorpiones sólo
picaban a aquello que se movía, así que decidió comprobarlo, aunque por si
acaso yo estaba a su lado con alcohol, vendas, pinzas, etc. Apartamos al
escorpión a un rincón de su recinto mientras Paco metía la mano y la dejaba
inmóvil. Al dejar libre al escorpión este comenzó a recorrer nervioso su
recinto, pasando repetidas veces junto a la mano inmóvil... a la que no picó.
Se demostró así que los escorpiones sólo atacan a lo que se mueve. Y se
demostró también la inconsciencia de mi amigo.
Volví a subir otro escalón más y, al llegar el verano y
las vacaciones en el pueblo, me dediqué a animales más grandes. Tenía una
escopeta de aire comprimido y con ella salía algunas veces por los alrededores
de la finca a cazar gorriones. En mi descargo puedo decir que la Caza (la
muerte de los animales) ya no me daba placer salvo que fuese para comérmelos. Y
así lo hice. Cada vez que cazaba un gorrión se lo daba a la cocinera que
teníamos los veranos en la finca familiar y me lo guisaba, bien fuera con
patatas o frito, y yo me lo comía satisfecho aunque en el fondo me daba también
algo de pena y eso que nunca vi cómo lo desplumaban, destripaban, cocinaban...
No me gustaba hacer sufrir a los animales y no me gustaba ver sangre. Puedo
citar como anécdota que mi amigo Benjamín Conde y yo queríamos hacernos
hermanos de sangre, pero yo no me atrevía a hacerme un corte a propósito para
así poder mezclar ambas sangres. Tuvimos que esperar a que yo me hiciese
casualmente una herida para que él –que siempre había estado dispuesto- se
hiciese a continuación un corte en la mano a fin de completar la ceremonia y
lograr que, por fin, fuésemos a partir de aquél momento verdaderos “hermanos de
sangre”.
No te pongas tan serio; el humor es la mejor medicina y
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