Muchos años después, viviendo ya en Madrid, se despertó
de nuevo mi afición por el Ciclismo en ruta, aunque no como ciclista sino como
seguidor. No me contentaba con presenciar en directo la llegada de la Vuelta
Ciclista a España a Madrid, ese último día en que ya estaba decidido quién era
el ganador y llegaban a Madrid subiendo por las cuestas de la Dehesa de la
Villa hasta llegar al Paseo de la Castellana en el que daban varias vueltas,
sino que también me desplazaba con mi hijo a algún lugar cercano para presencia
el paso de la carrera (como Colmenar Viejo, por ejemplo) o incluso un
emocionante final de etapa como el que presenciamos una vez en las destilerías
DYC de Segovia y en donde Perico Delgado dejó sentenciada la carrera, alzándose
poco después con el triunfo final.
Hay, sin embargo, otro hecho más curioso que viví en este
deporte y fue en el año 1985 cuando un proveedor, al que de vez en cuando
compraba regalos publicitarios para utilizarlos en las promociones que hacía
como Jefe de Publicidad de la empresa de agroquímicos ICI-Zeltia (hoy Syngenta)
en donde trabajaba, me dijo que era amigo del organizador de la Vuelta Ciclista
a España y que si quería podía ir con él un día en la caravana publicitaria que
precede cada etapa de la Vuelta. Me pareció una idea muy atractiva y así quedé
con él temprano. Fuimos al lugar de salida de la etapa de ese día, que era la
Valladolid-Zamora, y allí recogimos las acreditaciones, no sólo las que
debíamos llevar colgadas al cuello sino también las pegatinas que debíamos
pegar en el parabrisas del coche para que se viese bien a las claras que
nuestro vehículo estaba autorizado.
En general, los vehículos de la caravana publicitaria
salen antes que los ciclistas y van haciendo el mismo recorrido. De vez en
cuando paran al paso por algún pueblo o lugar donde se haya concentrado la
gente esperando ver a los ciclistas, y les regalan gorras, camisetas,
bolígrafos, pegatinas, etc. Como no pueden interferir con el normal desarrollo
de la carrera, van siempre muy por delante de los ciclistas y llegan a la meta
con mucha antelación para seguir desde allí su actividad promocional porque,
además, en las metas es donde se reúne la mayor cantidad de gente. Pero a
diferencia de ellos, en nuestro caso estábamos allí como invitados para ver
“por dentro” cómo es una etapa ciclista y todo lo que se mueve alrededor.
Inicialmente salimos con la caravana publicitaria como
uno más de tantos vehículos que hacían sonar su megafonía y lucían todo tipo de
publicidad. La caravana paró en la confluencia de la carretera principal con el
cruce de un camino que llevaba a un pueblo, ya que toda la gente de ese pueblo
había acudido allí para ver pasar la carrera. Cualquier aglomeración de gente
era una oportunidad que no se podía desaprovechar para hacer publicidad, y así
lo hicieron, pero cuando acabaron y arrancaron de nuevo para seguir... nosotros
–como privilegiados que éramos- no lo hicimos, sino que nos quedamos para ver
pasar la carrera como unos espectadores más. Una vez hubieron pasado por aquél
cruce los coches y motos oficiales y los ciclistas en pleno esfuerzo, cogimos
otros caminos alternativos (ya no podíamos seguir por el mismo sitio puesto que
hasta mucho después no se reanudaría el tráfico en esa carretera destinada a
los ciclistas) para adelantarlos y esperarlos más adelante en otro pueblo.
Llegamos así a otro cruce en donde había una Meta Volante y los vimos pasar.
Otra vez –plano en mano- buscamos nuevos desvíos para adelantarlos y
esperarlos... y así varias veces hasta que nos dimos cuenta que faltaba poco
para llegar a Zamora, en donde estaba la Meta, pero... calculamos mal, los
desvíos para adelantarlos nos habían hecho perder demasiado tiempo y cuando
enfilamos la entrada a Zamora varios motoristas de la Policía de Tráfico
empezaron a pitarnos y hacernos señas para que nos desviásemos.
Nuestro coche estaba autorizado, eso se veía a la legua,
pero estábamos en el lugar y hora que correspondía a los ciclistas no a la
caravana publicitaria. Giré la cabeza y vi el coche de cabeza de carrera que
casi nos estaba dando alcance, con las luces amarillas parpadeantes, otro par
de motoristas a su lado... y los ciclistas que formaban el reducido grupo de
cabeza de carrera. Vimos cómo cien metros delante de nosotros corrían unos
operarios y movían unas vayas mientras un policía agitaba desesperado los
brazos para indicarnos que nos metiésemos por ese desvío. Así lo hicimos e
inmediatamente colocaron la valla otra vez en su sitio resguardando a los
vehículos oficiales y ciclistas de cabeza que a los pocos segundos ya estaban
enfilando el último tramo de circuito urbano que conducía a la Meta. Aparcamos
como pudimos y aún nos dio tiempo para correr hacia la línea de llegada,
situarnos bien y ver (y fotografiar) el sprint final.
Como recuerdo de aquella experiencia que muy pocas
personas habrán vivido, conservo aún mi credencial y el libro de carrera en el
que por cierto se detallaban todas las incidencias que habrían de encontrarse
los ciclistas en la etapa: curvas, estado del piso en cada tramo, subidas y
bajadas con el correspondiente porcentaje de desnivel, etc. y nos llamó la
atención que en algunos lugares, antes de entrar en alguna ciudad se leía
“bandas sonoras”. “¿Qué será eso?”, nos preguntamos. “¿Habrá una banda de
música al entrar en esa ciudad?”, nos dijimos. Pero no, comprendimos al pasar
por encima de ellas y retumbar el coche, que ese era el nombre que se daba a
los hoy tan populares resaltos para evitar que los coches corran mucho en
determinados lugares, pero que en el año 1985 aún eran poco frecuentes.
También conservé un tiempo, aunque luego acabé tirándola,
la pegatina que llevábamos aquél día en el parabrisas. Me la quedé y la puse en
el parabrisas de mi coche y así estuve circulando con ella por Madrid varios
días, todo orgulloso del privilegio que había vivido.
Muchos años después, me compré un piso en Tres Cantos, en
donde el campo está ahí mismo y en donde existe una carretera con un carril
bici perfectamente señalizado. Me compré una bicicleta, esta vez sí que tenía
marchas y pesaba menos, aunque la elegí de paseo por dos razones: la primera,
que quería que me sirviera para todo, para ir por carretera, por el pueblo o
por caminos de tierra; y la segunda, que tuviese un sillín cómodo para no
volver a padecer hemorroides (y los sillines de las bicis de carrera son
criminales en este sentido).
Ya estaba, pues, adaptado a los nuevos tiempos: bici
adecuada y carriles bici estupendos para circular... pero me faltaba otra cosa:
juventud. Así que seguí dando paseos, bien por el carril bici (aunque no más de
20 kilómetros entre ida y vuelta) o haciendo Trial bike (como detallo en otro
capítulo de este libro) por los caminos de tierra de los alrededores de Tres
Cantos.
Arquitectura y Poesía tienen mucho en común…
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