viernes, 23 de febrero de 2024

Ciclismo en ruta (2)

De mi experiencia en Ciclismo en ruta cabe destacar que lo mío tuvo más mérito puesto que nunca tuve una bicicleta de carreras, sino una vulgar bicicleta de paseo, con ruedas intermedias entre las de carreras y las de montaña, aparte de tener un peso muy superior. Mi afición al ciclismo comenzó en Daimiel, en donde tenía una bicicleta de esas de antes que no tenían marchas y hacían sudar de lo lindo cada vez que tenías que enfrentarte a una cuesta por pequeña que fuera. Hay un relato que escribí hace años, titulado “Etapa ciclista”, en donde se describe perfectamente cómo era la práctica que yo hacía del Ciclismo en ruta cuando era joven:
 
“Como otras tardes, cuando el termómetro se situaba entre los 35 y 40 grados, Vicente cogió la bicicleta para dar un agradable paseo.
Levantó la pierna, dio un pequeño impulso, se sentó y comenzó a pedalear tranquilo, enfilando la salida de la finca a través del paseo flanqueado por almendros. Algunos familiares, elevando un párpado con esfuerzo, lo miraron con relativo asombro –ya estaban acostumbrados- mientras sus carnes desplomadas sobre los butacones de mimbre y las hamacas, se hinchaban de sopor.
Serpenteó con la bici, esquivando algún que otro pedrusco del camino y algún que otro surco más profundo de lo normal, dejado por el paso de los carros. La débil estela de blanquecino polvo iba diciendo adiós a la agonía, y le empujaba a chocar de frente con la vida.
Tomó el camino de la derecha, más recto, y aceleró algo el ritmo. La mole de centenarios olmos junto a la casa, se fue perdiendo en la distancia. El cielo estaba azul radiante, el aire seco y caliente, y ni la más leve brisa balanceaba las hojas de los olivos o de las viñas. La cabeza erguida, sin más protección que el propio pelo, surgía altiva como un desafío al mismo clima.
Pronto llegó a la carretera comarcal y se dispuso a emular las grandes gestas de los ciclistas. A 20 km. de allí estaba Malagón, lo que significaban 40 km. contando la ida y la vuelta. Un buen paseo para quien solo estaba acostumbrado a ligeros paseítos de tres, cuatro, o como mucho diez kilómetros. Pero ahí estaba el reto y el deseo de vencerlo.
Trató desde el comienzo de dosificar sus fuerzas, pensando en el regreso, y marchó a un ritmo regular y mantenido. Al cabo de un rato se abrió ante sus ojos la Albuera que, con el agua crecida, asomaba  a ambos lados de la carretera. Se llenó de emoción cuando pasó por ella y pudo contemplar perfectamente la silueta frágil de las garzas y el vuelo estrepitoso de una bandada de ánades reales.
Pronto vino un repecho que hizo tensar todos sus músculos y después una gran bajada. Pero la carretera llevaba muchos tiempo sin arreglar y el firme se mostraba irregular. Se ciñó a uno de los márgenes e incluso así hubo de sortear las piedras sueltas y los continuos baches. Miró, aunque sin reconocer el sitio, el punto exacto de su caída unos días antes. Aquella vez bajaba más confiado que ahora por aquella cuesta cuando tropezó con varias piedras sueltas, el manillar se le torció y cayó de espaldas, resbalando así varios metros sobre las piedras. Recordó su levantar dolorido, con la camisa hecha jirones y la espalda ensangrentada, y se miró, mentalmente, las costras secas de la herida de su espalda. Instintivamente volvió la cabeza tratando de divisar la casa y el pozo con cuya agua se lavó y donde recompuso la bicicleta para poder regresar. Ahora, sin embargo, no sucedió nada y, como queriendo huir de ese peligro, aceleró su pedalear.
El calor pesado como plomo, era un freno más... y aun así fue vencido. Las gotas de sudor bañaban su cuerpo, sobre todo su cara y su espalda. Su memoria evocó entonces, el nombre de Anquetil, de Bahamontes, de Pérez Francés, de Manzaneque... y los vio luchar contra el asfalto, pedaleando de pie y venciendo exhaustos pero sin desfallecer los metros finales de una meta volante. De vez en cuando, un árbol o un poste telegráfico se transformaban en esa meta volante que cruzaba victorioso; y en cada coronación de un repecho, veía la suma de unos puntos para la ‘Clasificación de la montaña’.
El paisaje monocorde de viñedos pareció romperse al fondo: era el Guadiana con su corte de verdor. Cuando llegó a su altura bajó un momento y bebió su agua cristalina que discurría veloz entre los juncos y las piedras. Se remojó los brazos y los hombros para montar de nuevo y no ‘perder unos segundos respecto al resto del pelotón’. Así, no pudo fijarse si había o no cangrejos pululando entre las piedras del fondo del río; sólo recordó una antigua cacería de cangrejos en ese mismo lugar. Había ido con varios amigos a pasar unos días en la finca. Uno de esos días decidieron hacer una paella y, para enriquecerla, nada mejor que unos cangrejos de río. Tomaron prestadas varias bicis de las que habían dejado allí sus primos y que sólo usaban durante las vacaciones de verano, y se desplazaron con ellas hasta llegar a ese lugar. Allí, sin más aparejos que sus manos, comenzaron a sacar cangrejos con rápidos manotazos; con una mano amagaban y con la otra los echaban, con un rapidísimo movimiento, hasta la orilla. Ya fuera del agua era más fácil cogerlos y los iban metiendo en una bolsa. Aún le parece escuchar el sonido del chapoteo en el agua, los cangrejos volando para aterrizar en tierra firme... y algún que otro chillido cuando estos atinaban a aprisionar un dedo. La cacería resultó fructífera, tanto que hubieron de repartirlos entre la bolsa... y los bolsillos. Se le escapó una sonrisa al recordar el bullir de dos cangrejos en el bolsillo de su camisa, las cosquillas y algún que otro apretón de pinzas en la tetilla. Y segregó jugos gástricos recordando el exquisito sabor de aquella paella.
Sin darse cuenta, venciendo el sufrimiento muscular a base de recuerdos, la distancia se fue reduciendo y, como premio, por fin se dibujó en el horizonte la silueta de unas casas: Malagón.
Pedaleó con fuerzas y lleno de alegría, casi riendo, hasta casi el mismo comienzo del pueblo. Después, y calculando el tiempo empleado y considerando que aún le quedaba el regreso, se dio media vuelta sin parar y enfiló la carretera en sentido contrario.
Cada lugar por donde pasó le trajo a la mente nuevos recuerdos. Y trató de imaginar lo que pensarían los ciclistas para vencer su esfuerzo. El ciclismo es, ante todo, sufrimiento; es poner el cuerpo al límite de sus fuerzas y mantenerlo mucho tiempo en ese estado. Y para olvidarse de los gritos musculares la imaginación debe luchar y llenar todo de imágenes y pensamientos tan reales que hagan olvidar lo que se está haciendo; desconectar la mente y el cuerpo, esa es la clave. Algo así como un viaje astral pero con la diferencia de que aquí el cuerpo, en vez de relajado debe estar trabajando a tope y sin parar. El ciclismo, ciertamente, tiene algo, mucho, de místico. El hombre en soledad, fundido con el aire y con los campos, haciendo su alma tan grande que parece querer olvidar al cuerpo que es materia; alimentando su alma de energía a cada pedalada, y haciéndola tan grande que se sale del cuerpo y hasta parece como si fuese ella quien tirase de ese cuerpo y le hiciese avanzar más y más hasta lograr llegar a su objetivo.
Pasó otra vez por el Guadiana, pasó otra vez por el lugar de la caída, pasó otra vez por la Albuera, y volvió a ver los olmos centenarios dándole la bienvenida. Se vio con la merienda frente a frente, con las mondas del pepino refrescándole las sienes y la frente, y con el crujir del pepino con sal y aceite entre sus dientes. Y se vio masticando la cata (1) mientras las piernas relajadas colgaban mientras se balanceaba en el cómodo columpio y un aire de pericones (2) embriagaba el ambiente.
A ambos lados del camino, los almendros lo saludaron con alegría agitando sus ramas levemente gracias a la incipiente brisa. Era la multitud que le aclamaba al acercarse a la cinta victoriosa de la meta. Aceleró, dio el último sprint y frenó y giró bruscamente al llegar junto la casa, derrapando y haciendo chillar de emoción  a las perulas (3).
Un ojo mortecino, sobre una boca bostezante, lo miró.
- ¿De dónde vienes? –le preguntaron.
- De dar un paseíto –respondió.
- Bueno, mmm –le dijeron estirándose- ya es la hora de merendar.
Aclaraciones finales.- (1) Esquina de pan redondo de pueblo en la que se hace un hoyo que se rellena con aceite y sal y se le vuelve a poner la miga encima. (2) Nombre que algunos daban en Daimiel a la planta conocida generalmente como Don Diego de Noche, cuyas flores campaniforme abren al atardecer esparciendo un agradable aroma. (3) Piedrecitas redondeadas esparcidas por las zonas de paseo para que no se levante mucho polvo al caminar”.
 

Así es como se habla en el país del “to, cucha y arrea”…
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