La Escalada es uno de los deportes típicos de montaña que
consiste en escalar las paredes escarpadas de las montañas. Se utilizan para
ello anclajes que van clavándose sobre la roca para sujetar las cuerdas de
seguridad, así como un calzado especial que permite ir encajando los pies en
las minúsculas grietas que ofrece una pared de roca de tales características.
Hay escaladores más atrevidos que desprecian las medidas de seguridad y escalan
“a pelo”, es decir, sin anclajes ni cuerdas, fiándolo todo a la fuerza y
pericia de sus manos y pies. Porque ver una pared vertical de roca y sentir el
deseo de escalarla, es algo innato en el ser humano, que muy pocos pueden
realizar por lo extremadamente duro y arriesgado que resulta.
De pequeño ya soñaba con grandes gestas de escalada. Si
me iba de excursión por la sierra madrileña y veía unas cuantas rocas, que
apenas se elevasen tres o cuatro metros sobre el nivel del suelo,
inmediatamente me iba hacia ellas y buscaba puntos de apoyo para subir a lo más
alto. Al llegar a esa cima, a tres metros sobre el suelo, miraba desafiante al
horizonte sintiéndome un gran escalador dispuesto a afrontar las más difíciles
metas.
Pero nunca me preparé para la Escalada, nunca hice
ninguna salida para practicar este deporte, nunca tuve ni conocí el manejo de
las cuerdas, y demás herramientas propias de este deporte... y sin embargo una
vez escalé una pared vertical nada menos que en los Alpes franceses enfrente
del mítico Mont Blanc. Claro que aquella pared que me disponía a escalar no medía
los 4.810 metros de la citada montaña, sino quizás solo unos 30 metros. No por
ello dejaba de ofrecer todos los alicientes que puede desear un gran escalador
y prueba de ello es que allí se concentraban todos los días muchos escaladores.
Durante los días de vacaciones que pasé con mi mujer y
mis dos hijas pequeñas en Chamonix paseábamos muchas tardes por aquél
maravilloso entorno y siempre dedicábamos un rato a contemplar la extrema
agilidad de los escaladores. Hasta que un día me sentí tentado a emularles.
Pero mi calzado eran unas botas de paseo; mi ropa un pantalón normal, una
camisa y un jersey; mis únicas herramientas: las manos. Me acerqué a la pared,
la toqué, sentí ese calor de la vida de la madre Tierra, y no pude resistirme a
su llamada. Tan absorto estaba que apenas eran perceptibles las voces que a lo
lejos daba mi mujer diciendo posiblemente algo así como: “¿Pero qué vas a
hacer? ¡No se te ocurra subir! ¡Estás loco!”, porque adivinaba mis
descabelladas intenciones.
Por uno de los extremos de la pared vi unas grietas que
ascendían en diagonal. Clavé la punta de mis gruesas botas de paseo en ellas,
me así con las manos a un saliente... y comencé a escalar. Conservo algunas
fotos de aquella escalada y cualquiera que las vea sentirá vértigo al
contemplarlas... aunque la realidad fue muy distinta. El efecto visual hace que
una escalada de tres o cuatro metros (que es lo que finalmente me arriesgué a
subir) parezca una escalada de decenas de metros. Tanto es así que, una vez
finalizada mi “proeza” le dije a mi hija pequeña (que entonces tendría cinco o
seis años) que si se atrevía a subir. ¡Y claro que se atrevió! Aunque no llegó
tan “alto” como yo, sí que escaló lo suficiente como para poder hacerle una
fotografía que da espanto: de pie sobre una rendija, con la espalda pegada a la
pared vertical de roca, y un suelo que no se ve y se supone que queda muy
lejos... aunque no tanto, ya que ella hizo tan solo la mitad de mi recorrido.
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