Una taza humeante de café que descansaba olvidada encima de la pequeña mesa contigua, desprendía un aroma embriagador, su humo danzaba hacia el techo hasta desvanecerse antes de llegar a él como si nunca hubiera existido. Sentado junto a la ventana, observó por un instante el cristal sin poder distinguir apenas las borrosas siluetas de los transeúntes que corrían por el callejón acurrucados, para protegerse de la lluvia y el frío. La lluvia de aquella tarde, como si de un artista inspirado se tratase, había pintado en el cristal formas abstractas, compuestas por miles de finas líneas y gotas haciendo casi imposible adivinar que había al otro lado. Como cada invierno, los “expertos” del lugar afirmaban rotundamente que ese estaba siendo el invierno más frío de las últimas décadas, pero a él apenas le importaba. La camarera se le acercó tímidamente, casi con miedo. Él sabia perfectamente que su aspecto no era lo que se solía esperar de un hombre de su edad, una larga gabardina que siempre llevaba con el cuello levantado y un sombrero que había encontrado perdido en la calle años atrás, ocultaban su viejo y arrugado rostro. Su mirada se perdió de nuevo, tras el grueso libro que siempre lo acompañaba, y con el que intentaba evadirse del mundo que le rodeaba, un mundo que no lo entendía ni pretendía que lo hicieran.
Levantó la mirada y la camarera seguía allí, con voz temblorosa le informó que ya era hora de cerrar, y al mirar a su alrededor descubrió que era el único cliente que quedaba en la cafetería. Con un gesto caballeroso se quitó levemente el sombrero como señal de disculpa, dejando por un momento a la vista sus desenmarañados rizos, de los que apenas quedaba el recuerdo esa hermosa cabellera que en su día había sido la envidia, de todos sus amigos. Con poca facilidad se levantó y casi arrastrando su viejo cuerpo se adentró por los callejones del centro de la ciudad.
La oscuridad y la tranquilidad de la noche prácticamente se habían adueñado de las calles de la ciudad. Los pocos ciudadanos que quedaban, se dirigían a sus tranquilos y apacibles hogares para apurar los últimos minutos del día con sus seres queridos, antes de caer en el más profundo de los sueños. Y él, un hombre perdido en entre las sombras de la noche, deambulaba por la ciudad sin rumbo concreto. Las farolas desprendían una luz tenue y alargaban las sombras de los árboles de un modo casi espectral, sin pensarlo demasiado y guiado por su inconsciente, se adentró en un parque. Ya hacía rato que había dejado de llover, pero el aroma de la tierra mojada aún reinaba en el ambiente, los pequeños riachuelos seguían danzando entre los árboles y la tierra se hundía bajo sus pies a cada uno de sus pasos.
Las noches tenían una esencia especial, casi mágica. Con ella llegaba una tranquilidad y una calma que durante el día eran casi imposibles de encontrar. Al llegar a un pequeño claro se arrodilló en la tierra y se recostó boca arriba sobre la tierra aún mojada, para admirar la grandeza del universo. Le gustaba contar estrellas, esas pequeñas motitas de luz que adornaban el negro cielo. Parecía casi imposible pensar que quizás, algunas de aquellas estrellas que él estaba viendo, ya hacía mucho tiempo que habían dejado de existir. Pero que sin embargo se encontraban tan lejos, que aún nos estaba llegando su luz.
Una sonrisa triste iluminó su rostro al pensar en lo que le contaba su padre cuando era niño, que como las estrellas, en la vida, las personas, mientras quede alguien que nos recuerde y nuestra luz siga brillando en sus corazones y sus recuerdos, realmente nunca llegaremos a morir. Y estaba seguro que su padre no se equivocaba, pues mientras la luz de su padre siguiera brillando en su corazón ese padre tan maravilloso jamás llegaría a morir.
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Allí seguía, tumbado en el parque, sobre la tierra aún húmeda por la reciente lluvia, sin importarle que su gabardina se manchara de barro y con la vista y el pensamiento perdidos en las estrellas que cada vez ocupaban más espacio en el cielo conforme las nubes se alejaban. Ya habían pasado muchos años y ahora él era tan viejo como ese padre al que recordaba con cariño. Se tocó el rostro y se cercioró de los surcos que la edad le había dejado como cicatrices del paso de los años. Se llevó la mano a la cabeza y comprobó cómo de su antigua hermosa y tupida cabellera sólo quedaban ahora unos pequeños recuerdos. Miró de nuevo al cielo y en el silencio de la noche fue capaz de escuchar los latidos de su propio corazón: le decían que él estaba vivo, que su alma era joven e inmadura, que él seguía siendo un niño por mucho que su cuerpo hubiera envejecido... mas no había allí nadie que le confirmaran lo que había de cierto o errado en sus pensamientos.
Se levantó lentamente y regresó a su casa. La lluvia era pasado pero el suelo encharcado le recordaba que todo lo que había sentido y vivido aquella tarde era real. Pasó de nuevo por la cafetería que ya estaba cerrada y creyó ver en el cristal del escaparate el reflejo tímido y amable de la camarera que le había atendido... pero solo fue el reflejo de alguien que pasó a su lado.
Se detuvo a la luz de una farola y sin poder reprimirlo sacó de su bolsillo un sobre alargado y extrajo el papel que había en su interior. Lo leyó aunque ya se lo sabía de memoria y no entendía ni la mitad de las cosas que allí ponía, aunque sí la conclusión final: ya estaba cerca de su final, así lo reflejaban los análisis médicos.
Sintió que todo le daba igual. ¿Para qué? ¡Si no tenía a nadie! Estaba solo. Su mujer había muerto hacía ya unos cuantos años y no tenía ningún familiar cercano, al menos ninguno que estuviese próximo a su corazón. ¿A quién le iba a importar que muriera? Nadie lo iba a extrañar. Nadie lo echaría de menos. Nadie lo recordaría.
Guardó el papel en el sobre y siguió caminando hacia su casa. Al llegar al portal sacó las llaves mientras su imagen se reflejaba ahora en el cristal de la puerta. Se veía allí, con su larga gabardina que, entre el cuello subido y el sombrero inclinado hacia delante apenas dejaba vislumbrar su rostro. Pero entonces sintió algo que le hizo estremecer: ¡Esa imagen que acababa de contemplar en el cristal de su portal le resultaba extrañamente familiar! Era algo así como verse a sí mismo desde el exterior, como un espectador de sí mismo. Pero tampoco era eso. Algo se encendió en su interior y le hizo retroceder unos pasos. Junto al portal de su casa había una librería en la que solía abastecerse de lectura. Se acercó a su escaparate y miró con detenimiento los libros que se exponían para la venta. Y entonces surgió la sorpresa: allí había un libro que se titulaba “El hombre de las sombras”, de una tal Neus B.G. ¡Pero la fotografía que aparecía en la portada, la figura de un hombre con una larga gabardina con el cuello subido y un sombrero tapándole el rostro, mientras caminaba bajo la lluvia, eran él mismo, eran él mismo aquella misma noche!!!
Fue entonces cuando sintió que ya no estaría sólo, que cuando se hubiese ido de este mundo, habría muchas personas que le recordarían y mantendrían viva su memoria: todos los lectores de aquél libro.
Nota:- Primera parte escrita por Neus B.G. y segunda parte escrita por Vicente Fisac.