Tenía
nueve años y acaba de venir a vivir a Madrid. Yo era un chico de pueblo,
bastante inocente, vamos, un “pardillo” que se dice (como ahora, aunque ya
tenga más de 70 años). En el colegio me hice amigo de un tal Óscar, que era
venezolano, cuya familia tenía mucho dinero y debía ser verdad. En ocasiones
iba a su casa a jugar, un piso lujoso y amplísimo en la calle Guzmán el Bueno,
en donde no sólo se veía el lujo en los muebles y en el propio piso, sino
también en todos los juguetes que tenía: nunca había visto unas reproducciones
tan grandes y perfectas de dinosaurios de goma (debían ser carísimas), y a
pesar de su corta edad tenía su tocadiscos propio y muchos discos, además como
ya digo de todo tipo de juguetes. Un día, por ejemplo nos fuimos dos amigos con
él a visitar una feria y nos lo estábamos pasando bomba montando en todo...
hasta que a mi amigo y a mí se nos acabó el dinero que nos habían dado nuestros
padres. Entonces él dijo que no importaba, que nos invitaba. Y así fue, y
seguimos mucho tiempo más divirtiéndonos los tres y pagando sólo él.
Como
nos llevábamos tan bien, un buen día me dijo que me iba a regalar un millón de
pesetas (eso sería ahora como decirte que te van a regalar un millón de euros).
Me quedé alucinado y... me lo creí. Cuando llegué a casa corrí loco de contento
a darle a mis padres la buena nueva: nos iban a regalar un millón de pesetas.
Naturalmente mis padres se lo tomaron a broma (“cosas de chicos”, dijeron) lo
cual me desconcertó, porque yo confiaba en mi amigo, sabía que su familia tenía
mucho dinero, y me había tragado su embuste hasta el final.
Poco
a poco, y según fueron pasando los días sin que mi amigo volviese a tocar el
tema, me fui dando cuenta que todo había sido una tomadura de pelo, pero me
resultó muy útil aquella experiencia para descubrir de qué pasta están hechos
los seres humanos y una buena parte de mi inocencia (aunque no toda,
afortunadamente) murió aquél día.
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