—admirador de Teresa—
quien mostró a una peregrina
que desde Roma volviera
hasta Granada, el lugar
donde se encontraba aquella:
El lugar era Toledo
y su mansión allí era
de los de Medinaceli
la señorial residencia.
Hallábase consolando
en la más triste dolencia
—en la aflicción del espíritu—
a la señora más buena,
a la hermosa hija del Duque
tan desgraciada cual bella,
que de su esposo y sus hijos
lloraba la eterna ausencia.
Y María de Jesús
díjole a la de Cepeda
que en la Orden primitiva
del Carmelo, la pobreza
absoluta se observaba
cual si fuese la indigencia
puesto que no admitió bienes
que de limosna no fueran.
Lo mismo pensó la Santa
para reformar su Regla,
inspirándose en la Cruz
donde a su esposo contempla
en la mayor desnudez
y en la más grande miseria.
Marchóse la peregrina,
y quedó la Santa nuestra
en la señorial mansión
de los Duques que la hospedan,
donde realiza prodigios
que cual milagros se cuentan...
De su director, Fray Pedro
de Alcántara, llegan letras
en las que aquél varón santo
a la Reforma aconseja
una pobreza absoluta
como el Evangelio enseña...
“Que Él que nos dio su alto ejemplo
consejo también nos diera”.
Oyó la inspirada carta
Doña Luisa de la Cerda,
muy consolada en su llanto
y aliviada en su dolencia
a tal punto que aquél día
se holgó de olvidar sus penas
mostrando a su casta amiga
sus riquísimas preseas.
Reclinándose a su lado,
solazándose con ella
al ver los rayos del sol
quebrarse entre las facetas
de los diamantes y oír
con el choque de las piedras
que de un cofrecito saca,
el ruido que hacen las perlas
al desgranarse el collar
que entre sus dedos se enreda.
Ambas contemplan la carta,
ambas las joyas contemplan,
y ambas levantan los ojos
y sus miradas se encuentran
despidiendo unos fulgores
que pueden fundir las piedras.
¡Resplandor de santidad
que va a iluminar su senda!
¡Camino de perfección
donde va a dejar sus huellas!
donde va a dejar sus huellas!
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