miércoles, 12 de junio de 2024

Tiro deportivo (y 3)

Y una vez, cuando trabajaba en la compañía de agroquímicos ICI-Zeltia (la que hoy se llama Syngenta), organizamos en Benicasim (Castellón) una gran fiesta para distribuidores. Hubo casetas de Feria donde volví a practicar el Tiro deportivo, nos guisaron una vaca entera (pinchada en un palo sobre una hoguera) y una paella gigante que removían con remos para dar de comer a los más de 180 invitados a dicho evento, hubo una actuación musical de coristas (para alegría y regocijo de los distribuidores de agroquímicos) y hubo... un espectáculo sangriento: Tiro a la Codorniz.
 
Yo hubiera preferido una competición de Tiro al Plato, pero a los valencianos de la red comercial, conocedores de los gustos de sus clientes, lo que más les atraía era el Tiro a la Codorniz. Yo no quise participar en esa carnicería. Vi, desde lejos, cómo algunas codornices caían muertas incluso sin que les hubiesen alcanzado los perdigones, sólo con oír el disparo cuando las soltaban de su jaula y emprendían el vuelo, caían fulminadas de un infarto al escuchar la detonación del disparo. Otras, las menos afortunadas, quedaban malheridas, revoloteando por el suelo, hasta que llegaba el encargado de recogerlas y les tronchaba el pescuezo haciendo sonar un ruido macabro y desagradable.
 
Tan desagradable espectáculo me tenía desasosegado, tanto se me debió notar que se acercó a mí el jefe regional de Valencia, Vicente Alandes, y me dijo si quería indultar a una pareja. “¿Salvar la vida a una de aquellas parejas de infelices codornices? Por supuesto que sí”, le respondí. Al poco rato me trajo una caja de cartón en la que me dejó ver por una rendija un par de codornices, macho y hembra, para que hiciese con ellas lo que quisiese.
 
Soltarlas allí hubiera sido condenarlas a una muerte segura, si no de un disparo o de un infarto, cualquiera de aquellos tiradores las hubiera cogido y les hubiera matado para llevárselas a su casa y comérselas. Las miré de nuevo y me conmovió aquella vida aterrada que latía acelerada bajo las plumas, así que decidí quedármelas y llevarlas a casa como mascotas. Pero no tenía pensado volver hasta el día siguiente, así que debían pasar conmigo esa noche.
 
Llegué al hotel, me encerré con ellas en el cuarto de baño y abrí la caja. Primero quedaron inmóviles y de improviso emprendieron el vuelo en ascenso vertical, como los helicópteros, hasta chocar con el techo, tras lo cual revolotearon un buen rato hasta quedar exhaustas y asustadas en un rincón. Les puse un cacharro con agua y les dejé unas migas de pan por si acaso (que fue que no) querían comer. Cerré la puerta y me fui a dormir.
 
A la mañana siguiente entré al cuarto de baño y el espectáculo que vi me dejó atónito: todo el cuarto de baño, antes de baldosas de color beige, se había transformado en un cuarto de baño con baldosas de fondo beige, pero moteadas de verde. ¡No me explico cómo pudieron cagar tanto aquella noche sin haber cenado!
 
Tras ímprobos esfuerzos conseguí atraparlas y meterlas de nuevo en la caja. Dejé las llaves de la habitación en recepción y me fui corriendo al coche para ponerlo en marcha y salir a toda pastilla, antes que se escuchasen en toda la provincia los gritos de la empleada de la limpieza cuando entrase a “hacer” la habitación.
 
Ya en Madrid, las metí en la jaula donde antes hubo periquitos y les puse agua y alpiste, pero la jaula era muy pequeña y la comida insuficiente, así que me fui a Avícola Grau, en la plaza de Olavide, en donde compré pienso para pollos, granos diversos y una jaula mucho mayor. Las bauticé como Crispín y Paulina (no me preguntes por qué porque ni yo mismo lo sé) y a los pocos días de su nueva, relajada y bien alimentada vida, me dieron su agradecimiento en forma de... ¡un huevo! Y al día siguiente... ¡otro huevo! Y al día siguiente... ¡otro y otro! Y así cada día ponían un huevo que yo iba juntando en la nevera y cuando tenía cinco o seis me hacía un huevo frito de cinco o seis yemas; o bien algunas veces los poníamos a cocer para añadirlos a la ensalada, y todos los miembros de la familia nos peleábamos por poder probar tan suculento manjar.
 
Tuvieron una vida larga hasta que un día murió Paulina (no sé si por la edad o por la superproducción de huevos). Yo encontré tan desconsolado a Crispín que decidí buscarle una nueva esposa. Me fui otra vez a Avícola Grau y le compré una nueva hembra a la que llamé Celeste (y no era azul, sino del color pardo de todas las codornices, así que tampoco sé por qué le puse ese nombre). Sin embargo los matrimonios (sean de personas o de codornices) deben ser voluntarios, no impuestos. Crispín y Celeste no se llevaban bien, se peleaban, tanto es así que tuve que poner una división interna en la jaula para separarlas... pero aquello no era vida. Así que comprendí que lo mejor era concederles la libertad y que cada una por su lado encontrase lo mejor para su futuro. Pero ¿dónde soltarlas? En Madrid, por supuesto que no. Así que me fui a Daimiel, al Parque Nacional de las Tablas de Daimiel, y allí –en tan incomparable paraje, lleno de posibilidades para unas aves- las solté. Crispín se fue por un lado y Celeste por otro. Supongo que allí encontrarían la felicidad y si, por cualquier azar del destino sirvieron de comida a algún depredador, al menos su vida habría sido útil al contribuir a mantener la cadena de la vida.
 

Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon: https://www.amazon.com/author/fisac 
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