Y una vez, cuando trabajaba en la compañía de
agroquímicos ICI-Zeltia (la que hoy se llama Syngenta), organizamos en Benicasim (Castellón) una gran fiesta
para distribuidores. Hubo casetas de Feria donde volví a practicar el Tiro
deportivo, nos guisaron una vaca entera (pinchada en un palo sobre una hoguera)
y una paella gigante que removían con remos para dar de comer a los más de 180
invitados a dicho evento, hubo una actuación musical de coristas (para alegría
y regocijo de los distribuidores de agroquímicos) y hubo... un espectáculo
sangriento: Tiro a la Codorniz.
Yo hubiera preferido una competición de Tiro al Plato,
pero a los valencianos de la red comercial, conocedores de los gustos de sus
clientes, lo que más les atraía era el Tiro a la Codorniz. Yo no quise
participar en esa carnicería. Vi, desde lejos, cómo algunas codornices caían
muertas incluso sin que les hubiesen alcanzado los perdigones, sólo con oír el
disparo cuando las soltaban de su jaula y emprendían el vuelo, caían fulminadas
de un infarto al escuchar la detonación del disparo. Otras, las menos
afortunadas, quedaban malheridas, revoloteando por el suelo, hasta que llegaba
el encargado de recogerlas y les tronchaba el pescuezo haciendo sonar un ruido
macabro y desagradable.
Tan desagradable espectáculo me tenía desasosegado, tanto
se me debió notar que se acercó a mí el jefe regional de Valencia, Vicente
Alandes, y me dijo si quería indultar a una pareja. “¿Salvar la vida a una de
aquellas parejas de infelices codornices? Por supuesto que sí”, le respondí. Al
poco rato me trajo una caja de cartón en la que me dejó ver por una rendija un
par de codornices, macho y hembra, para que hiciese con ellas lo que quisiese.
Soltarlas allí hubiera sido condenarlas a una muerte
segura, si no de un disparo o de un infarto, cualquiera de aquellos tiradores
las hubiera cogido y les hubiera matado para llevárselas a su casa y
comérselas. Las miré de nuevo y me conmovió aquella vida aterrada que latía
acelerada bajo las plumas, así que decidí quedármelas y llevarlas a casa como
mascotas. Pero no tenía pensado volver hasta el día siguiente, así que debían
pasar conmigo esa noche.
Llegué al hotel, me encerré con ellas en el cuarto de
baño y abrí la caja. Primero quedaron inmóviles y de improviso emprendieron el
vuelo en ascenso vertical, como los helicópteros, hasta chocar con el techo,
tras lo cual revolotearon un buen rato hasta quedar exhaustas y asustadas en un
rincón. Les puse un cacharro con agua y les dejé unas migas de pan por si acaso
(que fue que no) querían comer. Cerré la puerta y me fui a dormir.
A la mañana siguiente entré al cuarto de baño y el
espectáculo que vi me dejó atónito: todo el cuarto de baño, antes de baldosas
de color beige, se había transformado en un cuarto de baño con baldosas de
fondo beige, pero moteadas de verde. ¡No me explico cómo pudieron cagar tanto
aquella noche sin haber cenado!
Tras ímprobos esfuerzos conseguí atraparlas y meterlas de
nuevo en la caja. Dejé las llaves de la habitación en recepción y me fui
corriendo al coche para ponerlo en marcha y salir a toda pastilla, antes que se
escuchasen en toda la provincia los gritos de la empleada de la limpieza cuando
entrase a “hacer” la habitación.
Ya en Madrid, las metí en la jaula donde antes hubo
periquitos y les puse agua y alpiste, pero la jaula era muy pequeña y la comida
insuficiente, así que me fui a Avícola Grau, en la plaza de Olavide, en donde
compré pienso para pollos, granos diversos y una jaula mucho mayor. Las bauticé
como Crispín y Paulina (no me preguntes por qué porque ni yo mismo lo sé) y a
los pocos días de su nueva, relajada y bien alimentada vida, me dieron su
agradecimiento en forma de... ¡un huevo! Y al día siguiente... ¡otro huevo! Y
al día siguiente... ¡otro y otro! Y así cada día ponían un huevo que yo iba
juntando en la nevera y cuando tenía cinco o seis me hacía un huevo frito de
cinco o seis yemas; o bien algunas veces los poníamos a cocer para añadirlos a
la ensalada, y todos los miembros de la familia nos peleábamos por poder probar
tan suculento manjar.
Tuvieron una vida larga hasta que un día murió Paulina
(no sé si por la edad o por la superproducción de huevos). Yo encontré tan
desconsolado a Crispín que decidí buscarle una nueva esposa. Me fui otra vez a
Avícola Grau y le compré una nueva hembra a la que llamé Celeste (y no era azul,
sino del color pardo de todas las codornices, así que tampoco sé por qué le
puse ese nombre). Sin embargo los matrimonios (sean de personas o de
codornices) deben ser voluntarios, no impuestos. Crispín y Celeste no se
llevaban bien, se peleaban, tanto es así que tuve que poner una división
interna en la jaula para separarlas... pero aquello no era vida. Así que
comprendí que lo mejor era concederles la libertad y que cada una por su lado
encontrase lo mejor para su futuro. Pero ¿dónde soltarlas? En Madrid, por
supuesto que no. Así que me fui a Daimiel, al Parque Nacional de las Tablas de
Daimiel, y allí –en tan incomparable paraje, lleno de posibilidades para unas
aves- las solté. Crispín se fue por un lado y Celeste por otro. Supongo que
allí encontrarían la felicidad y si, por cualquier azar del destino sirvieron
de comida a algún depredador, al menos su vida habría sido útil al contribuir a
mantener la cadena de la vida.
Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon: https://www.amazon.com/author/fisac
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