El toreo se define como un arte, pero es obligado
reconocer que sin una buena forma física es imposible realizarlo, así que
aceptaremos su entrada en esta serie como si de un deporte se tratara. Y es que
quien suscribe, el deportista inefable, ha sido torero y no sólo una vez...
¡sino dos! La primera de ellas fue en una plaza de toros en Benicasim y la
segunda en una plaza de toros de Sevilla. ¡Toma ya!
Mi debut en el mundo del Toreo se produjo en el año 1975
en una plaza de toros de Benicasim (Castellón). Estábamos celebrando una
Convención en el hotel Orange, el cual contaba entre sus instalaciones con un
campo de fútbol de hierba y una plaza de toros. En ambos lugares tuve ocasión
de actuar, pero como ahora hablamos del Toreo me centraré en esta faceta que
hasta entonces era nueva para mí salvo lo poco que había visto en la televisión
o alguna corrida de toros a la que había asistido como espectador. Sin embargo,
a pesar de mi poca experiencia previa sí que me había fijado en la forma de
sujetar el capote y la muleta, en la forma de mover las manos. La teoría la
tenía aprendida; faltaba la práctica.
Más de 100 personas (todos los participantes en la
Convención) acudimos a la plaza de toros, aunque sólo unos pocos nos situamos
detrás de los burladeros en espera de la salida del primer toro. De pronto, se
oyó un portazo, el resoplar de una bestia, y vimos un enorme bicho negro que
corría en todas direcciones por la arena. En realidad era un novillo, pero
cuando lo ves tan de cerca... ya no te parece tan pequeño. Salieron a la pista
algunos valientes, unos con capote, otros sin nada. Yo no iba a ser menos y
pisé la arena, la adrenalina me subió y una enorme energía se apoderó de mí. Me
dirigí hacia el toro, lo cité... y ¡me hizo caso! Según lo vi venir, salí
corriendo y me escondí detrás del burladero. Pasado el primer susto, salté de
nuevo a la arena y con un compañero cogimos el capote cada uno por un extremo.
De esta guisa citamos al toro; mientras lo veíamos venir hacia nosotros ninguno
soltaba el capote pero estirábamos el brazo todo lo que podíamos para que el
toro atinase a pasar por en medio y embestir al capote y no a nosotros. Si mi
brazo hubiese sido de goma se hubiera estirado varios metros. No hizo falta, el
toro entró por donde debía y una estruendosa ovación se escuchó en el graderío
mientras aquél magistral pase quedaba inmortalizado en una fotografía que aún
conservo. Enaltecidos por el éxito, saludamos al respetable una y otra vez,
hasta que vimos cómo el toro volvía a por más. Dimos algún que otro pase más
atropellado y alguna que otra carrera de la arena al burladero.
Llegó el segundo toro, con más cornamenta que el primero.
Una y otra vez hacíamos ademán de salir a la arena y tan pronto lo veíamos
venir nos escondíamos tras el burladero. Pero hubo uno que se atrevió a enfrentarse
a la bestia y esta, que era muy bestia, lo atropelló. Surgió de dentro de mí
ese héroe que todos llevamos dentro y, sin pensármelo dos veces, cogí el capote
y corrí hacia el toro que se ensañaba con el torero caído. Gracias a mi
intervención, el toro levantó la cabeza y me miró con cara de pocos amigos. Yo
le vi las intenciones y tiré al suelo el capote mientras echaba a correr hacia
el burladero. El toro no hizo caso del capote caído porque seguía encelado
conmigo y siguió corriendo tras de mí. Yo fui más rápido. Llegué antes que él a
la barrera y apoyándome en ella con una sola mano elevé todo mi cuerpo con
increíble agilidad por encima de la misma hasta aterrizar con limpieza en el
callejón. Los espectadores quedaron asombrados con ese magnífico salto y
prorrumpieron en olés y aplausos. Hubo después más entradas y salidas del
burladero a la arena, más o menos escarceos con ese toro agresivo y mal
encarado, hasta que finalmente lo devolvieron a los corrales y todos los
toreros que habíamos participado en la corrida dimos la vuelta al ruedo.
Como recuerdo de esta primera corrida escribí años
después estas aleluyas:
El torero y su cuadrilla
pisan la arena sin prisa.
Y ya en medio de la arena
se dispone a la faena.
Tremendo, negro y zaino,
asusta, al salir, el bicho.
Con valor y mucho arte,
inmortaliza el instante.
En la tremenda cogida
su rescate salva vidas.
Pero el toro muy enfadado,
va por él para matarlo.
Y en un increíble salto,
justifica su estrellato.
Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon: https://www.amazon.com/author/fisac
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pisan la arena sin prisa.
se dispone a la faena.
asusta, al salir, el bicho.
inmortaliza el instante.
su rescate salva vidas.
va por él para matarlo.
justifica su estrellato.
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