Y llegó el año 1975 y el laboratorio organizó un Torneo
de Tenis. Lleno de entusiasmo me apunté y disputé el primer partido...y el
último. En dos sets, de 6-0 y 6-0, me liquidaron, pero no salí decepcionado del
todo porque –por primera vez en mi vida- había jugado en una pista de Tenis de
verdad y encima, en alguno de los juegos, no me había quedado a “cero” sino que
había dado bien a una o dos pelotas. La recompensa fue una bonita medalla
conmemorativa por haber participado en dicho torneo.
Al año siguiente, en 1976 se organizó un nuevo Torneo e
igualmente participé. La preparación previa había sido mínima, algo así como
cinco o seis partidos jugados con mi amigo Diego durante los 12 meses
precedentes. El resultado fue igual: 6-0 y 6-0, pero esta vez sí que acerté a
un número mucho mayor de pelotas. Era indudable que estaba progresando.
Unos años después me cambié de empresa y empecé a
trabajar en los laboratorios Sideta en donde coincidí de nuevo con mi amigo
Diego. Volvimos a jugar algún partido, pero muy de tarde en tarde; no más de
tres partidos al año. Se organizó entonces el “III Torneo de Tenis Sideta 1982”
y, naturalmente, me apunté. Es que ¿quién iba a desaprovechar la oportunidad de
jugar al Tenis en una pista reglamentaria? Así que decidí jubilar aquella
raqueta fósil y me compré una nueva, de las más baratas, por supuesto. Pero
este Torneo tenía algo muy especial: había cuatro premios: Tres copas, una para
el ganador, otra para el finalista, y otra para dilucidar el tercer y cuarto
puesto. Las copas las habían regalado distintos proveedores del laboratorio
para tenernos contentos, y uno de esos proveedores tuvo una idea brillante:
además de regalarnos una de esas copas nos regaló un juego de “Entrenador de
Tenis” para el perdedor, para el peor del torneo. Ese “entrenador” era una base
(con peso suficiente) de la que salía una larguísima goma elástica a cuyo
extremo estaba atada una pelota de Tenis. Cuando golpeabas la pelota, esta
salía disparada pero al alcanzar su máxima distancia, la goma elástica tiraba
de ella y esta volvía hacia ti, de tal forma que podías volver a golpearla como
si estuvieses en un frontón.
Se hicieron varios grupos y comenzó el campeonato a modo
de liguilla en cada uno de ellos, lo cual me permitió no caer eliminado a las
primeras de cambio (a pesar de haber perdido 6-0 y 6-0 como era costumbre),
sino jugar dos partidos más y –para sorpresa de todos- el 6-0 dejó de ser el
resultado habitual ya que conseguí hacerme algún 6-1. Lógicamente quedé el
último del grupo pero... había otro compañero del laboratorio en las mismas
circunstancias que yo, por lo cual se hacía preciso un partido de desempate
entre ambos para dilucidar quién era el peor de todos y por consiguiente
merecedor del codiciado premio (y digo codiciado porque hasta los que se
llevaron una de las Copas miraban con envidia ese premio).
El insólito partido de desempate se prometía
interesantísimo y congregó como espectadores y jueces a muchos de los
compañeros que habían participado en el Torneo. Empezó el partido. Saqué yo.
Fallo y fallo (0-15). Saqué la segunda bola. Fallo y fallo (0-30). Saqué la
tercera. “Esto va bien”, dije para mis adentros. Y efectivamente, sin hacer
mucho esfuerzo fallé los dos intentos (0-40). Un run run comenzó a escucharse
entre los espectadores. Saqué una nueva bola. Fallo y fallo. Juego para el
“resto”, o sea, para el contrario (que es así como se dice en el argot
tenístico). Le tocó sacar a él y se le notaba el mosqueo. Él también quería
conseguir el premio, así que copió mi táctica. Fallo y fallo (0-15). Fallo y
fallo (0-30). Pero se le notaba más que a mí eso de fallar a propósito, así que
los jueces pararon el partido. Nos dijeron que eso no valía, que había que
jugar de verdad, haciéndolo tan mal como supiéramos pero intentado hacerlo
bien, así que anularon esos juegos y volvimos a empezar desde el principio, con
muchos ojos atentos para que no fallásemos a propósito. El partido fue
realmente reñido. A veces yo golpeaba la pelota con la raqueta a modo sartén y
gran potencia, realizando un globo (que parecía aerostático) que lanzaba la
pelota por encima de la alambrada que rodeaba el campo y aterrizaba muchos
metros más allá. Yo me volvía hacia los jueces y con gran serenidad y aplomo
preguntaba: “¿Ha sido out?”. Las carcajadas de todos iban haciendo mella en la
moral de mi contrincante que veía imposible llegar a jugar tan mal como yo.
Estaba claro que los dos queríamos perder pero hacíamos todo lo posible por
ganar, y nuestras habilidades tenísticas eran muy parejas. Sin embargo, tras
notables esfuerzos, conseguí perder aquél partido y proclamarme ganador del
codiciado trofeo.
Desde aquél día, el “Entrenador de Tenis” fue un
inseparable compañero al que me llevaba cada fin de semana a cualquier
superficie asfaltada y libre para practicar. Me ponía a golpear la pelota una y
otra vez y esta volvía a mí. Y yo tenía que correr de lado a lado porque no
siempre regresaba al mismo sitio ni siempre volvía con la misma fuerza. Adquirí
de esta manera cierta destreza y aquello de considerar un logro darle a la
pelota pasó a ser historia; había abierto una nueva etapa: ahora mi esfuerzo se
centraba en lograr que la pelota entrase en el campo contrario.
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