jueves, 6 de junio de 2024

Tenis (5)

Y llegó el año 1975 y el laboratorio organizó un Torneo de Tenis. Lleno de entusiasmo me apunté y disputé el primer partido...y el último. En dos sets, de 6-0 y 6-0, me liquidaron, pero no salí decepcionado del todo porque –por primera vez en mi vida- había jugado en una pista de Tenis de verdad y encima, en alguno de los juegos, no me había quedado a “cero” sino que había dado bien a una o dos pelotas. La recompensa fue una bonita medalla conmemorativa por haber participado en dicho torneo.
 
Al año siguiente, en 1976 se organizó un nuevo Torneo e igualmente participé. La preparación previa había sido mínima, algo así como cinco o seis partidos jugados con mi amigo Diego durante los 12 meses precedentes. El resultado fue igual: 6-0 y 6-0, pero esta vez sí que acerté a un número mucho mayor de pelotas. Era indudable que estaba progresando.
 
Unos años después me cambié de empresa y empecé a trabajar en los laboratorios Sideta en donde coincidí de nuevo con mi amigo Diego. Volvimos a jugar algún partido, pero muy de tarde en tarde; no más de tres partidos al año. Se organizó entonces el “III Torneo de Tenis Sideta 1982” y, naturalmente, me apunté. Es que ¿quién iba a desaprovechar la oportunidad de jugar al Tenis en una pista reglamentaria? Así que decidí jubilar aquella raqueta fósil y me compré una nueva, de las más baratas, por supuesto. Pero este Torneo tenía algo muy especial: había cuatro premios: Tres copas, una para el ganador, otra para el finalista, y otra para dilucidar el tercer y cuarto puesto. Las copas las habían regalado distintos proveedores del laboratorio para tenernos contentos, y uno de esos proveedores tuvo una idea brillante: además de regalarnos una de esas copas nos regaló un juego de “Entrenador de Tenis” para el perdedor, para el peor del torneo. Ese “entrenador” era una base (con peso suficiente) de la que salía una larguísima goma elástica a cuyo extremo estaba atada una pelota de Tenis. Cuando golpeabas la pelota, esta salía disparada pero al alcanzar su máxima distancia, la goma elástica tiraba de ella y esta volvía hacia ti, de tal forma que podías volver a golpearla como si estuvieses en un frontón.
 
Se hicieron varios grupos y comenzó el campeonato a modo de liguilla en cada uno de ellos, lo cual me permitió no caer eliminado a las primeras de cambio (a pesar de haber perdido 6-0 y 6-0 como era costumbre), sino jugar dos partidos más y –para sorpresa de todos- el 6-0 dejó de ser el resultado habitual ya que conseguí hacerme algún 6-1. Lógicamente quedé el último del grupo pero... había otro compañero del laboratorio en las mismas circunstancias que yo, por lo cual se hacía preciso un partido de desempate entre ambos para dilucidar quién era el peor de todos y por consiguiente merecedor del codiciado premio (y digo codiciado porque hasta los que se llevaron una de las Copas miraban con envidia ese premio).
 
El insólito partido de desempate se prometía interesantísimo y congregó como espectadores y jueces a muchos de los compañeros que habían participado en el Torneo. Empezó el partido. Saqué yo. Fallo y fallo (0-15). Saqué la segunda bola. Fallo y fallo (0-30). Saqué la tercera. “Esto va bien”, dije para mis adentros. Y efectivamente, sin hacer mucho esfuerzo fallé los dos intentos (0-40). Un run run comenzó a escucharse entre los espectadores. Saqué una nueva bola. Fallo y fallo. Juego para el “resto”, o sea, para el contrario (que es así como se dice en el argot tenístico). Le tocó sacar a él y se le notaba el mosqueo. Él también quería conseguir el premio, así que copió mi táctica. Fallo y fallo (0-15). Fallo y fallo (0-30). Pero se le notaba más que a mí eso de fallar a propósito, así que los jueces pararon el partido. Nos dijeron que eso no valía, que había que jugar de verdad, haciéndolo tan mal como supiéramos pero intentado hacerlo bien, así que anularon esos juegos y volvimos a empezar desde el principio, con muchos ojos atentos para que no fallásemos a propósito. El partido fue realmente reñido. A veces yo golpeaba la pelota con la raqueta a modo sartén y gran potencia, realizando un globo (que parecía aerostático) que lanzaba la pelota por encima de la alambrada que rodeaba el campo y aterrizaba muchos metros más allá. Yo me volvía hacia los jueces y con gran serenidad y aplomo preguntaba: “¿Ha sido out?”. Las carcajadas de todos iban haciendo mella en la moral de mi contrincante que veía imposible llegar a jugar tan mal como yo. Estaba claro que los dos queríamos perder pero hacíamos todo lo posible por ganar, y nuestras habilidades tenísticas eran muy parejas. Sin embargo, tras notables esfuerzos, conseguí perder aquél partido y proclamarme ganador del codiciado trofeo.
 
Desde aquél día, el “Entrenador de Tenis” fue un inseparable compañero al que me llevaba cada fin de semana a cualquier superficie asfaltada y libre para practicar. Me ponía a golpear la pelota una y otra vez y esta volvía a mí. Y yo tenía que correr de lado a lado porque no siempre regresaba al mismo sitio ni siempre volvía con la misma fuerza. Adquirí de esta manera cierta destreza y aquello de considerar un logro darle a la pelota pasó a ser historia; había abierto una nueva etapa: ahora mi esfuerzo se centraba en lograr que la pelota entrase en el campo contrario.
 

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