Pocos meses después, la Editorial Edimsa (la que editaba
revistas como “Tiempos Médicos” y “Noticias médicas”) organizó su “II Torneo de
Tenis Tiempos Médicos”, al que invitó a responsables de Marketing de distintos
laboratorios. En esta ocasión no había liguilla sino eliminatorias directas. Llegué
al primer partido y conseguí lo nunca visto hasta entonces: perdí 6-1 y 6-1.
¡Ya era capaz de hacerme algunos juegos! Y eso reforzó mi autoestima y mi
entusiasmo por el Tenis y por seguir progresando en este deporte.
Como había perdido ese partido ya no hubo oportunidad de
jugar más en dicho Torneo pero faltaba una cosa: la cena de gala, en donde
degustaríamos una opípara cena todos los participantes, invitados por los
organizadores. Lo que no nos esperábamos era que aquella cena tendría una
sorpresa especial: ¡Un concurso! Al llegar a los postres nos mostraron un
enorme panel en el que había muchas frases enigmáticas. Se sorteó el orden de
comienzo y, según lo que deparó dicho sorteo, al llegar el turno de cada uno
fue eligiendo una frase para descubrir cuál era el premio que le había
correspondido. Yo iba a ser uno de los últimos en elegir. Una frase decía “Para
pasar un verano fresquito”. ¿Qué podría ser? ¿Una nevera? Noooo, era un botijo.
Otra frase decía “Para el chico 10” y el regalo eran unos bonitos gemelos.
Había por lo tanto, regalos buenos y regalos malos. Otro eligió “Una razón de
peso” y ganó... ¡una báscula de baño! Otro eligió “Para abrirse camino en la
vida” y ganó... ¡un pico y una pala, auténticos, de esos que usan los obreros
de la construcción! Y así, con risas y sorpresas, fue transcurriendo la velada.
Éramos más de 20 invitados y cuando llegó mi turno sólo quedaban tras de mi
tres o cuatro invitados, tenía por consiguiente cuatro o cinco frases donde
elegir. Me decanté por esta: “Los cinco sentidos”. Pensé: “No sé si el premio
será bueno o malo, pero supongo que por lo menos serán cinco cosas. Y no andaba
desencaminado en mis pesquisas. Carlos Jiménez, que entonces era el director
comercial de Edimsa y años después se hizo dueño de la editorial, pasó a leer
la papeleta que revelaba el premio escondido. Efectivamente hacía referencia a
los cinco sentidos y había un premio para cada uno de ellos: para el gusto, un
chupa-chups (“¡gulp, vaya porquería de premio, espero que haya algo más!”, pensé);
para el tacto: una agradable bufanda (“bueno, por lo menos ya tengo un regalo
decente”, me alegré); para el olfato: un frasco de colonia (“y además de buena
marca, esto ya mola”, me animé); y para los dos últimos sentidos, la vista y el
oído: un televisor portátil (“¡Guau, el mejor premio de todos!”).
Efectivamente, aquél fue el mejor premio de todos, y con mucha diferencia: un
pequeño compacto de radio y televisión portátil que, aunque nos estamos
refiriendo a que la televisión era en blanco y negro, era lo más avanzado de la
época. Cuando llegué a casa con aquél premio todo fue alegría y agradecimientos
a la diosa fortuna por lo acertado de mi elección a la hora de decidirme por
aquella frase.
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