martes, 4 de junio de 2024

Tenis (3)

Pues bien, volviendo al Tenis, en ese ambiente y en esa década de los 60, me encontré un día en el trastero una vieja raqueta de Tenis. Era de madera, las cuerdas de tripa y muy bien tensadas a pesar de los muchos años que debía llevar allí, un mango que no llegaba a abarcar con la mano, y un peso que te exigía un gran esfuerzo muscular simplemente para sostenerla y resistir la fuerza de gravedad que la atraía como un imán hacia el suelo. Como algún amigo mío también tenía una raqueta de Tenis, no tan histórica como esta, pero no mucho mejor tampoco, decidimos empezar a jugar a este privilegiado deporte. Pero, claro, nosotros no éramos privilegiados y no éramos socios de ningún Club de Campo en donde la simple inscripción como socio requería –además de la recomendación de otro socio- un desembolso a fondo perdido de varias decenas de miles de pesetas. En aquellos heroicos primeros años, tampoco existían campos municipales ni de cualquier otro tipo en donde practicar este deporte, así que con dos pelotas (las que compramos en Galerías Preciados) nos fuimos a la Casa de Campo. Una vez allí, la tarea no resultaba sencilla: había que encontrar un trozo de suelo que fuese más o menos llano, que no estuviese en cuesta, libre de pedruscos y matojos, y para colmo que tuviese más o menos hacia su mitad dos árboles (ya explicaremos para qué). Eso nos llevaba bastante tiempo pero siempre encontrábamos alguno que reuniese, aproximadamente, esas características. Llevábamos una cuerda y la atábamos a esos dos árboles: esa era la “red” que dividiría el campo en dos mitades iguales (más o menos). Quedaba después el trabajo de delimitar las líneas del terreno de juego, para lo cual cogíamos un palo e íbamos dibujándolas a pulso sobre el suelo (cualquier parecido de aquellas líneas con una línea recta, era pura coincidencia). Una vez a nuestra disposición aquél artesanal terreno de juego, ya podíamos empezar la partida.
 
Era la primera vez, y el objetivo estaba muy claro: había que acertar a darle a la pelota en el saque, y muchas veces era el aire el que se llevaba el raquetazo mientras la pelota caía sorprendida como un peso muerto ante nuestros pies. Sin embargo, cuando acertabas a darle a la pelota, el resultado no era mejor: la pelota salía disparada a varias decenas de metros de distancia y había que ir a buscarla entre los arbustos, hoyos, cestas de la merienda de algún dominguero cercano, etc. Sólo teníamos dos pelotas (de Tenis, bueno, y también de las otras) y había que ir a buscarlas (las de Tenis) porque eran muy caras (las de Tenis; las otras eran de valor incalculable).
 
A fuerza de práctica en esas condiciones, sin nadie que nos ensañase a coger la raqueta ni a dar golpes, nos hicimos autodidactas de este deporte, en donde el revés era un golpe que no existía (en mi caso porque como no abarcaba con la mano el grueso mango de la raqueta, si intentaba darle de revés el impacto de la pelota hacía que la raqueta se me escapase y cayese al suelo), los globos eran el golpe más habitual (y más peligroso para la aviación comercial: no sé si alguno de mis “globos” acabaría impactando con algún avión de Iberia), la raqueta la manejábamos como si fuese una sartén (era el parecido que nos resultaba más familiar y nuestra madre haciendo tortilla de patatas era lo más parecido a un tensita que habíamos visto hasta entonces), y como ya he dicho antes, bastante teníamos con acertar a darle a la pelota. Pero varias partidas más tarde ya fuimos capaces de dar varios golpes seguidos (no muchos, dos o tres) lo que nos llenaba de una enorme satisfacción y si alguna vez llegábamos a cuatro golpes, soltábamos las raquetas y dábamos saltos de alegría por el nuevo record conseguido. Por supuesto que en aquellos primeros partidos no contábamos otra cosa que el número de veces que acertábamos a darle a la pelota. Con eso ya teníamos bastante.
 
El número de veces que practicábamos el Tenis era muy escaso, solo unas pocas veces cada año, y la velocidad de progreso era extremadamente lenta. No obstante aprendimos, gracias a esas sesiones, a que la pelota botase dentro de las líneas marcadas para el campo contrario... por lo menos en el primer golpe. ¡Caray, tampoco hay que exigir tanto!
 

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