miércoles, 5 de junio de 2024

Tenis (4)

Así pasaron los años y empecé a trabajar en el laboratorio Latino-Syntex. A mi compañero de despacho, Diego García Alonso, que era de mi edad, también le gustaba jugar al Tenis, aunque su nivel de juego solo era un poco superior al mío. Ya existían entonces (década de los 70) algunos sitios donde podías alquilar pistas de Tenis pero estaban lejos y costaban dinero, así que nos conformábamos con encontrar cualquier explanada asfaltada sin uso en ese momento (por ejemplo un aparcamiento que estuviese desocupado en fin de semana, o una calle cortada donde no hubiese tráfico). Las líneas del campo las pintábamos con tiza (a pulso, claro está) y la cuerda que hacía de red la atábamos a lo primero que encontrásemos (una farola, una papelera, una señal de tráfico...). En esos nuevos campos artesanales continué mi autodidacta aprendizaje del Tenis, cogiendo más soltura para darle a la pelota aunque manteniendo todos los defectos adquiridos y entrenados. Aparte del “sartenazo globo” (golpe dado a la pelota con la raqueta en modo sartén, lanzando la pelota a gran altura hacia las nubes), también inventé otros golpes. Uno de ellos era el “golpe de sobaquillo”: con el codo pegado al cuerpo y el extremo final del brazo en horizontal, se giraba todo el cuerpo a la hora de golpear la pelota confiriendo de esta manera una mayor potencia al golpe. Otro era el “golpe de arrastre”: por alguna extraña razón, y siempre de forma involuntaria, al recibir la pelota para devolverla, esta no llegaba a golpear en el cordaje de mi raqueta sino que rodaba unos centímetros por dicho cordaje y salía disparada después en modo “boomerang”. Igualmente eran frecuentes los “golpes de perfil”, y no es que me pusiera de perfil para devolver la pelota sino que le daba a esa con el borde de la raqueta o incluso con el mango, y lo más curioso es que alguna de aquellas veces la devolución era perfecta y me hacía el tanto. Por el contrario también descubrí muchos años más tarde otro golpe peligroso, el “golpe de ojo”, porque una vez la pelota rebotó en mi raqueta y se estrelló con fuerza contra mi ojo. Descubrí de esta manera (menos mal que fue la única) que cuando pintan en los comics a esos personajes que tras un golpe ven las estrellas... las estrellas se ven de verdad. ¡Yo las vi!
 
Una vez quisimos mejorar aquellas canchas de Tenis en donde jugábamos y cogimos del almacén del laboratorio un buen rollo de papel de estraza (ese de color marrón que se usa para envolver) de un metro de ancho y varios metros de longitud. Lo pegamos con celo ancho (el que se usa para embalar) a la cuerda y el resultado nos emocionó: ¡Ya teníamos red! ¡Una red que colgaba un metro desde la cuerda hasta el suelo y llegaba de lado a lado del campo. Pero empezó el partido y sucedió lo que estaba previsto pero cuyas consecuencias no habíamos previsto: al golpear la pelota la estrellamos contra la “red”. La consecuencia fue que la pelota hizo un agujero al papel y lo atravesó de lado a lado. “¡Ha sido mala!”, dijimos por lo evidente. Pero no fue la única bola mala; hubo más, muchas más. La red comenzó a parecerse, cada vez más, a un queso de gruyere, y al cabo de unos minutos se desplomó muerta ante nuestros atónitos ojos, casi convertida en confeti. Total, que tuvimos que seguir jugando sin red, pero aprendiendo cómo es eso del bote de la pelota en el asfalto, muy diferente a como bota en las irregularidades un descampado de tierra.
 

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