Así pasaron los años y empecé a trabajar en el
laboratorio Latino-Syntex. A mi compañero de despacho, Diego García Alonso, que
era de mi edad, también le gustaba jugar al Tenis, aunque su nivel de juego
solo era un poco superior al mío. Ya existían entonces (década de los 70) algunos
sitios donde podías alquilar pistas de Tenis pero estaban lejos y costaban
dinero, así que nos conformábamos con encontrar cualquier explanada asfaltada
sin uso en ese momento (por ejemplo un aparcamiento que estuviese desocupado en
fin de semana, o una calle cortada donde no hubiese tráfico). Las líneas del
campo las pintábamos con tiza (a pulso, claro está) y la cuerda que hacía de
red la atábamos a lo primero que encontrásemos (una farola, una papelera, una
señal de tráfico...). En esos nuevos campos artesanales continué mi autodidacta
aprendizaje del Tenis, cogiendo más soltura para darle a la pelota aunque
manteniendo todos los defectos adquiridos y entrenados. Aparte del “sartenazo
globo” (golpe dado a la pelota con la raqueta en modo sartén, lanzando la
pelota a gran altura hacia las nubes), también inventé otros golpes. Uno de
ellos era el “golpe de sobaquillo”: con el codo pegado al cuerpo y el extremo
final del brazo en horizontal, se giraba todo el cuerpo a la hora de golpear la
pelota confiriendo de esta manera una mayor potencia al golpe. Otro era el
“golpe de arrastre”: por alguna extraña razón, y siempre de forma involuntaria,
al recibir la pelota para devolverla, esta no llegaba a golpear en el cordaje
de mi raqueta sino que rodaba unos centímetros por dicho cordaje y salía
disparada después en modo “boomerang”. Igualmente eran frecuentes los “golpes
de perfil”, y no es que me pusiera de perfil para devolver la pelota sino que
le daba a esa con el borde de la raqueta o incluso con el mango, y lo más
curioso es que alguna de aquellas veces la devolución era perfecta y me hacía
el tanto. Por el contrario también descubrí muchos años más tarde otro golpe
peligroso, el “golpe de ojo”, porque una vez la pelota rebotó en mi raqueta y
se estrelló con fuerza contra mi ojo. Descubrí de esta manera (menos mal que
fue la única) que cuando pintan en los comics a esos personajes que tras un
golpe ven las estrellas... las estrellas se ven de verdad. ¡Yo las vi!
Una vez quisimos mejorar aquellas canchas de Tenis en
donde jugábamos y cogimos del almacén del laboratorio un buen rollo de papel de
estraza (ese de color marrón que se usa para envolver) de un metro de ancho y
varios metros de longitud. Lo pegamos con celo ancho (el que se usa para
embalar) a la cuerda y el resultado nos emocionó: ¡Ya teníamos red! ¡Una red
que colgaba un metro desde la cuerda hasta el suelo y llegaba de lado a lado
del campo. Pero empezó el partido y sucedió lo que estaba previsto pero cuyas
consecuencias no habíamos previsto: al golpear la pelota la estrellamos contra
la “red”. La consecuencia fue que la pelota hizo un agujero al papel y lo
atravesó de lado a lado. “¡Ha sido mala!”, dijimos por lo evidente. Pero no fue
la única bola mala; hubo más, muchas más. La red comenzó a parecerse, cada vez
más, a un queso de gruyere, y al cabo de unos minutos se desplomó muerta ante
nuestros atónitos ojos, casi convertida en confeti. Total, que tuvimos que
seguir jugando sin red, pero aprendiendo cómo es eso del bote de la pelota en
el asfalto, muy diferente a como bota en las irregularidades un descampado de
tierra.
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