viernes, 14 de junio de 2024

Toreo (y 2)

La segunda y última experiencia como torero sucedió ¡ahí es ná! en Sevilla, aunque no en la Maestranza sino en una plaza de toros que había en una finca en donde se organizó una fiesta campera para celebrar el lanzamiento del insecticida Kárate, de ICI-Zeltia, en el año 1987. Esta vez fue diferente. La corrida fue de noche y con luz artificial, lo que daba al escenario un aspecto entre mágico y sombrío. Como en la vez anterior, fuimos muy pocos los que nos atrevimos a bajar a la arena y esperamos al toro tras el burladero. Cuando este salió, se nos hizo a todos un nudo en la garganta, este toro era mucho más grande que los novillos que había toreado años atrás en Benicasim. Al principio sólo hice algunas inmersiones breves en la arena. Avanzaba con el capote en la mano, paso sereno, mirada altiva, talle erguido, mirada desafiante... y citaba al toro. La gente estaba expectante por ver el desenlace de tan arriesgada apuesta. Entonces el toro se volvía, fijaba la vista y se arrancaba a toda velocidad... pero no tanta como la que yo tenía para volver corriendo al burladero. Pero eso no podía quedar así, era necesario dar algún pase, así que mi compañero Antonio Solórzano y yo diseñamos una estrategia para dar un pase magistral que se recordará en los anales del Toreo, porque habíamos visto que ese toro estaba muy resabiao y no embestía al capote sino que iba directamente al cuerpo de los pocos infortunados que hasta ese momento se habían atrevido a enfrentarse a él con desastroso y traumático resultado. Solórzano y yo, perfectamente compenetrados, salimos a la arena y nos pusimos muy juntos, uno pegado a otro, con el capote extendido delante de nosotros; es decir, nuestros dos cuerpos quedaban justo por detrás del capote, en el centro, tapados a la vista del toro. Como era de esperar embistió con fuerza a lo único que le dejábamos ver: nuestro capote. Entonces, justo un instante antes de que sus cuernos tocasen la tela del capote, nosotros dos nos abrimos uno a cada lado, sin soltarlo, y el toro pasó por en medio del capote. ¡Habíamos conseguido engañar al toro y que embistiese al capote y no al bulto humano! Lo que nunca se me olvidará fue esa sensación de sentir pasar al toro, a toda velocidad, a escasos centímetros de tu cuerpo; para que te hagas una idea, es como si te pasase casi rozando un tren a toda velocidad, tanta que hasta noté ese efecto de succión tras su paso.
 
Con aquél pase memorable, me corté la coleta y ya nunca más volví a torear. Dejo, pues, para la posteridad, dos pases antológicos y cada uno diferente, el rescate de un torero que estaba siendo masacrado, y un salto por encima del burladero que de haber sido disciplina olímpica me habría supuesto una medalla de oro.
 
Para finalizar, rescato aquí un pequeño relato que escribí contando mi experiencia como torero:
“Hace muchos años que yo fui torero. Mi carrera fue de éxito (no llegó a pillarme el toro) y muy rápida (salí de la plaza a toda pastilla). Mi valor, inconmensurable, si no, véase la enorme longitud de mi brazo y esa cara de fiereza ante la bestia. Os aseguro que si el brazo está tan estirado es porque no podía estirarlo más. Después el toro no se enamoró de la Luna (porque era de día) así que se enamoró de mí y tuve que poner pies en polvorosa. No me dieron la oreja y es una pena, porque me hubiera venido muy bien ahora que estoy un poco sordo”.
 

Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon: https://www.amazon.com/author/fisac
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