Para terminar, un par de anécdotas. La primera de ellas
destinada a satisfacer la curiosidad del lector que quizás se haya preguntado
cómo hacíamos nuestras necesidades si allí no había agua corriente. Baste decir
que los dormitorios tenían una palangana y una jarra con agua, como a
principios del siglo pasado, y que la ducha estaba conectada a una bombona a la
que se metía aire a presión para que al darle a la llave saliera esta con
fuerza. Pero ¿qué se hacía con la caca? Esto fue sin duda lo que más me
sorprendió y maravilló (si es que se puede hablar de “maravillas” cuando se
habla de caca). Cuando te sentabas en la taza del váter para hacer tus
necesidades, todo iba a parar a un compartimiento especial. Se trataba de un
disco con seis secciones (como si fuera una caja de queso en porciones). De
dichas secciones sólo una estaba abierta y las otras cinco permanecían
cerradas. Cuando esta se llenaba, se giraba el compartimiento circular para
colocar debajo del váter una nueva sección. ¿Y qué pasaba cuando todas las
secciones estaban llenas? Pues pasaba... el milagro de la vida. Toda la caca,
pis y papel de limpiarse el culo que se había ido tirando por la taza del
váter, quedaba después encerrado en esa sección y se producía la fermentación
convirtiendo los desechos en rico abono natural para el campo. Eso era lo que
se hacía después: coger esas secciones donde la caca se había convertido en
abono y esparcirla por el campo.
La segunda anécdota muestra cómo la vida sana y el noble
deporte de la Aizkolaritza oxigena tu cerebro y te hace más espabilao. Sucedió
que mi amigo Ingar perdió el teléfono móvil y estaba muy preocupado buscándolo
entre todos aquellos troncos que estábamos partiendo. Entonces se me ocurrió
llamarle por teléfono y así, siguiendo el sonido que llegaba desde su móvil,
escondido entre aquella multitud de madera, fue posible recuperarlo.
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Pasemos ahora, pues, a la otra historia y, en este caso,
debemos ponernos el cinturón de seguridad y viajar al norte, pero no al norte
de la península ibérica sino al norte de... Europa. Esta nueva demostración de
mis cualidades como Aizkolari tuvo lugar nada más y nada menos que en las
montañas de Noruega, en un lugar llamado Eggedal, no muy lejos de la famosa
montaña Gaustatoppen, la montaña más alta de la región de Telemark a la que,
por cierto, hice un día una excursión.
Había acudido a Noruega invitado por mi amigo Ingar
Pedersen, el cual vivía en Mjondalen, un pueblecito ceca de Drammen, no muy
lejos de Oslo. Pero en este viaje no era su casa de Mjondalen el destino sino
sólo el punto de partida. Nuestro destino era la cabaña (o “hytta” como llaman
ellos) que se había construido en lo alto de una de las montañas que rodean
Eggedal.
Subimos con su coche el camino de tierra hacia la cabaña
hasta que al llegar a un pequeño ensanche aparcó. El resto del camino había que
hacerlo a pie y no con las manos vacías, sino llevando no sólo la mochila con
nuestras cosas personales sino también unos bidones que llenamos con agua de un
arroyo que había junto a aquella especie de aparcamiento, para poder beber y
asearnos. La cabaña no tenía agua corriente, pero esto que a los españoles nos
puede extrañar es algo muy común en Noruega, y hasta la gente con más dinero
gusta de disfrutar unos días de vacaciones, siempre que puede, en este tipo de
cabañas perdidas en lo más recóndito de sus montañas.
La cabaña era toda de madera y estaba prácticamente
terminada. En los bajos de la misma había leña almacenada, pero no mucha, y
teniendo en cuenta que estábamos en el mes de julio y allí los inviernos son
largos y durísimos, era preciso rellenar la despensa de leña para cuando
llegasen los meses fríos.
Durante la semana que pasé allí nos dedicamos a disfrutar
de largas caminatas por aquella privilegiada geografía donde la huella del
hombre es apenas perceptible. Baste citar, como ejemplo, que todo el camino se
hacía campo a través puesto que no
existían caminos ni senderos y que en todo un día de caminatas no te cruzabas
con ninguna otra persona, a lo sumo podías en algún momento divisar una persona
a lo lejos.
Al regresar, por la tarde, disfrutábamos de aquella
cabaña al calor de su chimenea (aunque fuese el mes de julio las tardes y
noches eran frías) y ¡claro está! eso nos hacía recordar la necesidad de cortar
más leña. Fortalecido con esa vida sana (buena comida, mucho ejercicio y aire
inmaculado) cada tarde cogía el hacha y daba buena cuenta de toda la madera que
podía, y eso era algo que allí no escaseaba puesto que los árboles cubrían
generosamente toda la zona.
Si no fuese por las fotografías que tomé de la casa,
tanto al llegar como al partir, no hubiera podido comprender lo buen Aizkolari
que fui. En las primeras fotografías se veían los bajos de la cabaña con sólo
un compartimiento lleno de madera. En las últimas fotografías se podían ver todos los bajos de la cabaña llenos por
completo de leña; tal fue mi entusiasmo y entrega a tan noble causa. Y de igual
forma es justo reconocer cómo a lo largo de los días fui puliendo y mejorando
mi estilo.
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Aunque yo sea manchego no por ello dejo de sentir afición
por cualquier deporte, sea del tipo que sea y del país o región que fuere. Por
ello, y mirando al norte, descubrí ese deporte llamado Aizkolaritza, al que
también algunos llaman Aizkora Jokoa, y que consiste en cortar troncos de árbol
con un hacha, llamándose a quienes lo practican “Aizkolaris”.
Pues hete aquí que yo también he sido Aizkolari y de
siempre he sentido una tremenda afición a eso de coger un hacha y liarme a
hachazos con cualquier tronco que pillara. Bien es cierto que han sido pocas
las ocasiones en que lo he practicado, pero no menos cierto que siempre he
puesto un gran interés y emoción en ello.
Desde el principio comprendí que todo deporte requiere su
técnica y, en este caso, tanto de posición corporal, como de forma en que se
van dando los hachazos, en diagonal, arriba y abajo, para ir formando una cuña
que va adelgazando el centro del tronco hasta que este termina al fin por
dividirse en dos.
Al principio, por eso de la vaguería, elegía siempre
ramas delgadas, e incluso me olvidaba del hacha (que eso da mucho trabajo) y
simplemente recogía palitos para encender después la correspondiente hoguera.
Pero la vida al aire libre te fortalece y te inspira energía y deseos de
afrontar nuevos retos. Relataré por ello dos de los momentos en que
verdaderamente me sentí un auténtico Aizkolari.
El primero tuvo lugar en un pueblo cercano a Madrid,
Gargantilla de Lozoya. Había acudido allí, con mi familia, al chalet de mi
secretaria Aurora que, por cierto, estaba casada con José Manuel López Vuelta,
un amigo mío de cuando éramos jóvenes y estábamos en plena vorágine de
guateques. Siempre recuerdo aquél día, al poco de empezar a trabajar en la
compañía de agroquímicos ICI-Zeltia (hoy Syngenta), cuando al salir de la
oficina por la tarde, Aurora me dijo “te voy a presentar a mi marido”. Fue muy
gracioso ver la cara que puso cuando –antes de tener tiempo de decirme “este es
mi marido”, los dos nos dirigimos uno al otro y nos dimos un gran abrazo; no en
vano hacía muchos años que no nos veíamos.
Pero volviendo a la historia, ese bonito chalet con una
amplia parcela tenía un grave problema: carecía de calefacción y estábamos en
pleno invierno. La única forma de calentarse era encender la chimenea y eso
exigía una buena cantidad de leña. Ya se sabe además, que las casas con gruesos
muros de piedra, si se ha estado una buena temporada sin vivir en ellas, es
decir, sin haberlas calentado de ninguna forma, tienen el frío instalado hasta
el tuétano y el primer día que llegas no hay manera de conseguir que aquello se
atempere.
En esta ocasión, pues, era tanto el frío, que hacer de
Aizkolari tenía un doble premio, el primero y más inmediato, calentarte por el
esfuerzo de partir troncos; y el segundo –y más reconfortante- sentarte después
frente a la chimenea y departir alegremente con los amigos.
De esta guisa salí a la parcela, apilé un buen montón de
troncos y me dediqué al noble deporte de la Aizkolaritza. Gracias a ello
pudimos pasar un calentito fin de semana... siempre y cuando no nos alejásemos
mucho de la chimenea, porque a pesar del incesante fuego que ardía en la
chimenea, llegó el último día y aún no había entrado en calor el resto de la
casa. ¡Qué frío pasaríamos que incluso hoy al recordarlo me entran escalofríos!
Como anécdota final, recordar que Aurora inmortalizó aquél momento con una
fotografía que después mostró ufana en la oficina, diciendo más o menos cosas
como: “Mira cómo he puesto a trabajar a mi jefe”. Y sí que era verdad que
trabajé de leñador... ¡uy! perdón, quiero decir que practiqué mucho el deporte
de la Aizkolaritza.
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En mi camino por querer ser escritor, en aquellos
primeros balbuceos de la infancia, pude descubrir cómo las palabras tienen
fuerza, tienen ritmo, tienen latidos de vida que pueden transmitirse al lector.
En este pequeño escrito me lancé “al galope” para sumergirme de lleno en esa
experiencia del ritmo…
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS
Ya se acercan en nubes de fuego y de odio. Ya vienen segando las vidas, matando
ilusiones, quitando alegrías. Son cuatro los hombres, con cuatro espadas de
muerte y de lumbre. Ya se acercan los cuatro jinetes del Apocalipsis: peste,
guerra, muerte y hambre. Ya se oye el griterío de muchedumbres de pánico, que
temen al fin de este mundo fanático; y se esconden tras derruidos muros de
polvo y ceniza. Las muchedumbres gimen en llanto sublime. Ya se acercan los
cuatro jinetes del Apocalipsis. Las huellas de lodo y de peste se hunden en
barro de muerte. Todo se acaba; y se oye el griterío de pánico de esta
gigantesca matanza. Las nubes de fuego arrasan las tierras y ya nada queda de
aquellos verdes sembrados. El final de todas las vidas ya está señalado. Ya
nada ni nadie los puede salvar. La hora final próxima está. El sol se oscurece.
La tierra se enfría. Tan solo se oye el griterío de muchedumbres de pánico. Los
cuatro jinetes han acabado con el gran desconcierto. Ya nadie vive, todos han
muerto. Con barro de fuego y de sangre en los cascos, los cuatro jinetes del
Apocalipsis han terminado. El sol se dispersa en horrenda explosión y los
caballos relinchan al ver terminada su triste misión.
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Y siguiendo con esa atracción irresistible que ejercía el
mar sobre mí, un niño de 10 u 11 años nacido y criado tierra adentro, he podido
rescatar un escrito de aquella época en donde sin duda se ven las influencias
que las películas de amor y aventuras ejercían sobre tan fértil imaginación…
OCURRIÓ EN LOS MARES DEL SUR
Un ave blanca destaca en el claro cielo azul, dejándome
una estela de recuerdos en los extensos mares del sur.
Mis islas de felicidad en los mares del sur están, donde
una nueva vida vislumbré en un rojo horizonte de amanecer. Bellos son mis
últimos pensamientos, recordando el día feliz que te conocí.
Dos barcos navegan sin rumbo para encontrarse aquí. Dos
únicas vidas que se enamoran aquí. Y dos personas que mueren en una isla
perdida donde nunca tendrá fin el amor que nos hizo sentir.
Estas islas tienen para mí el más grato recuerdo que
jamás sentí. Yo deseaba vivir con la naturaleza. En una isla desierta llena de
felicidad. Y compré un barco material, en el que seguiré viajando hasta
encontrar tu amor sin igual.
Tal vez alguien conozca mi historia. Una historia
maravillosa, que escribo en este instante con el rojo de mi sangre. Desembarqué
en esta isla donde me encontré con una chica preciosa. Los dos nos habíamos
desterrado en este mundo bello y sano, viviendo así años felices y románticos
en este lugar apartado.
Cierto día nos atacó una fiera que la mató a ella. Yo
pude matar al león, aunque con un zarpazo que me malhirió. Y aquí están estos
dos esqueletos guardando entre sí el mayor secreto de amor.
Pero jamás podré olvidar la tormenta que me hizo llegar
hasta aquí. Olas enfurecidas como animales en estampida. Viento de alta mar
como huracán del desierto. Calmóse la tempestad, tratando de aclarar el rojo
horizonte al despertar, mientras contemplaba cómo alguien me dirigía su dulce mirada.
Y fue así como nos conocimos.
Eran mis últimas horas de vida. No me importaba la
muerte. Sabía que en la otra vida viviríamos felices, unidos para siempre. En
mi agonía alcé la vista contemplando aquél bello mundo que dejaba. Cuando de
pronto, mi vista se detuvo sobre algo. Vi cómo: un ave blanca destaca en el
claro cielo azul, dejándome una estela de felices recuerdos en los extensos
mares del sur.
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La primera vez que vi el mar tenía seis años y me
impresionó tanto, que unos años después, con apenas 10 años, escribí este
pequeño relato que se publicó en la revista de mi colegio, las Escuelas Pías de
San Fernando, en Madrid. Decía así:
LA PRIMERA VEZ QUE VI EL MAR
Y ya en mi deseo ansío ver el mar. Hacia él me voy
acercando. ¿Qué es el mar? No acierto a imaginármelo. Y voy caminando sin saber
a dónde. Errante por las ciudades. Sólo una cosa ansío: ver el mar.
De sitio en sitio por los lugares costeros. Y a mi alma
le pregunto ¿cómo será el mar? Por los caminos del mundo voy en busca de un algo.
Y cada vez que pienso en ese algo, más aumenta mi desconcierto y por mi mente
pasan más de mil pensamientos. Por más que lo pienso no acierto a imaginar:
¿cómo será el mar?
Mi viaje se detiene, mientras una voz dice: “¿hemos
llegado al mar!”. Es de noche y no lo veo. Yo quiero verlo. Y mientras más
miro, menos veo. Yo me consuelo diciendo: “Hemos llegado al mar”.
Ya amanece el nuevo día. Ya no puedo esperar más. Y hacia
la playa me acerco cuando aún nadie allí está. Mi impaciencia poco a poco se ve
compensada. Yo corro por las calles hacia el mar. Es que no pudo esperar más.
La dulce brisa va en aumento y hace un día espléndido de
verano. Y hacia la playa me acerco con más rapidez que un rayo. Por fin, ya
estoy llegando; subo una colina y ¡oh, engaño! allí no hay mar. Mientras, la
brisa va en aumento.
Desde lo alto de la colina solo se ve azul. Un gran plano
todo azul, desde el cielo a la colina. Mas un azul es más claro que otro y,
pasado unos instantes, se descubre un paisaje abrumador. Desde lo alto de la
colina comienza a haber más luz.
Al cabo de unos instantes salió el sol y ante mis ojos
apareció un paisaje nunca visto. No me podía mover de la emoción que tenía. Y
mis ojos asombrados me dijeron: “Eso es el mar”. Desde entonces comprendí lo
que era la belleza. Sentó deseos de bajar a la playa. Y a cada paso que daba me
detenía a contemplar aquél paisaje que veía por primera vez. Y mi corazón
anhelante me decía: “Eso es el mar”.
Hacia el mar me voy acercando muy despacio. Y a cada
paso, con el ligero crujir de la arena me detenía. Mis huellas iban quedando
grabadas. Con un pequeño oleaje que bañaba la superficie de la playa, hacia el
mar me acercaba.
Mientras caminaba oía el protestar de la arena. Bajo el
peso de mi cuerpo la arena se iba humedeciendo. Hasta que por fin, en mis pies
sentí algo frío. Y aquél paisaje me hizo comprender lo poco poeta que hasta
entonces había sido.
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Bien podría titular a esta entrada “El niño y el mar”
porque las palabras que vamos a leer las
escribió un niño de 10 años que ya, a tan temprana edad, soñaba con ser
escritor. Es una redacción simple, de esas que los profesores encargan a los alumnos
y que estos deben realizar allí mismo, improvisando sobre la marcha. Por eso
tiene más valor, porque su autor tenía 10 años y todo esto le surgió de forma
espontánea…
EL MAR
Un paisaje bello y exótico, un pequeño oleaje que azota
blandamente el litoral. Una noche apacible envuelta en una brisa templada. Todo
ello hace del mar un lugar delicioso. Pero ¿quién podría imaginar que bajo esa
agua azulada que se pierde en los límites dl horizonte, hay en su interior un
abismo tenebroso?
Con el susurro incansable de las olas parece un paraíso.
A simple vista el mar es como una extensa llanura azul que parece unirse con el
cielo. Muchos hombres desde los albores de la prehistoria se han sentido
atraídos por ese misterio que es el mar. ¿Qué se ocultará bajo esa superficie
lisa y extensa? ¿Qué hay más allá de los límites del horizonte? Estas preguntas
son las que intentaron descubrir. Hombres temerarios que con su disciplina y
valor rompieron toda clase de leyendas. Gigantescos dragones que emergían sobre
el mar. Leyendas que destacados hombres de la historia desvelaron adentrándose
más allá de los límites del horizonte. Pero ¿qué había bajo aquella hermosa
superficie? Años más tarde, los seres humanos pudieron vislumbrar –con trajes
especiales- un mundo exótico. Pero aquella belleza estaba rodeada de un
sangriento destino: la ley del más fuerte. Temibles escualos e innumerables
gigantes del mar que se devoraban entre sí. Y además... las tormentas. Los terribles temporales de alta mar que
tantas vidas y riquezas se han tragado innumerables barcos de todas las épocas,
muchos de ellos llenos de riquezas, hasta los que el hombre no ha podido
llegar.
Pero el enigma del mar aún no está aclarado. ¿Qué nuevas
sorpresas le aguardan al hombre más allá
de donde ha podido llegar? ¿Podrá el hombre rescatar tantas riquezas
custodiadas por los peces abisales? No se sabe.
Pero lo cierto es que el hombre luchará son descanso por descubrir este
entrañable misterio que es el mar.
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Quizás te hayas preguntado al leer mis últimas entradas
en este blog ¿quién es el pintor de esos cuadros que las ilustran? Así que te
diré que se trata de uno de mis pintores favoritos, el pintor neorromántico
Harald Oskar Sohlberg (1869-1935, Oslo, Noruega)
La mayoría de sus cuadros se pueden contemplar en la
galería Nacional de Noruega, en Oslo. De su pintura se destaca especialmente su
preferencia por paisajes de tono misterioso que evocan la soledad humana y lo
infinito de la naturaleza.
Puedes comprender, por tanto, que sus cuadros hayan sido
elegidos por mí para ilustrar algunos de mis poemas, porque en este caso poesía
y pintura vienen a ser una misma cosa.
Noruega, un país como ningún otro. Pequeño en población, grande en extensión y líder mundial en múltiples aspectos...
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A todo joven poeta le hace mucha ilusión cuando por fin
ve alguno de sus poemas publicados. En mi caso, este “Lamento de un pozo seco”
fue publicado en la revista que editaba mi colegio, las “Escuelas Pías de San
Fernando”, en Madrid.
A base de tercetos voy contando una historia, la historia
de un pozo seco… y la de un milagro:
LAMENTO DE UN POZO SECO
“¡Ay infeliz de mí!” decía
un viejo y derruido pozo,
con muros de dura arcilla
y polvo en su negro fondo.
“Un siglo de vida tengo,
y un año sin poder ver
una gota de agua o cieno
y temo el morir de sed.
Llevo un año sin beber.
Pido un milagro del cielo;
e imploro a Dios el tener
algún milagro pequeño.
Si no bebo moriré,
y alzo a Dios mi pobre ruego
de poder calmar la sed
al pastor o al misionero.
Quiero agua cristalina
con la que llenar mi seño.
Pido a la Virgen María
aquél milagro pequeño.
Los pastores me rechazan
por ver mi muro tan seco,
y el buen misionero exclama:
¡Lluvia para este desierto!”
Pasan días muy amargos
en el desierto infernal,
y esperando aquél milagro
rezó y se puso a llorar.
Mas el tanto estar gimiendo
poco tiempo ha de durar;
pues la Reina de los Cielos
a este mundo ha de bajar.
Aquél día no amanece
y un rayo de sol se filtra
en un cielo que entristece
para anunciar este día.
Un rayo de fuego quiebra
este su muro tan seco,
y el aire envuelve una niebla
que lluvia está presintiendo.
El cielo gris se desgarra
en descomunal estruendo,
y su faz ve la esperanza
de aquél milagro pequeño.
El granizo está rompiendo
las cercas de los rebaños
y todos gritan: “¿Qué es esto,
un castigo o un milagro?”
Los secos muros del pozo
con la lluvia se humedecen
y la lluvia barre el polvo
y su interior se estremece.
Una gran alegría invade
el cansado corazón
de aquél pobre pozo que hace
penitencia y oración.
La penitencia se acaba
y la dicha comenzó,
pues la oración alcanzaba
el fruto que deseó.
No lejos de allí un pantano
ve agitarse su agua clara,
y una brecha está esperando
que por allí pase el agua.
El agua se va filtrando
entre capas impermeables
que han de estar alimentando
y dando jugo a su carne.
La gran brecha de agua clara
aquél pozo sustentó,
y en hermosa y fértil granja
el terreno convirtió.
La gente reza a su lado
en aquél lugar de ensueño.
¡Aquello fue un gran milagro,
no fue un milagro pequeño!
Ningún poeta ha conservado y publicado en un libro toda
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Si hay algún río de España que pueda identificarse más
con un poeta, ese es el río Guadiana. Porque quizás hay otros ríos más
caudalosos, con cascadas y torrentes cantarines que lo alimentan, o con tropel
de árboles y hierba frondosa en sus riberas… pero ninguno tiene el misterio del
Guadiana, el único río de España que de repente desaparece bajo tierra y muchos
kilómetros más allá vuelve a reaparecer en un enclave bautizado con el poético
nombre de “Ojos del Guadiana”. ¿Qué otro río tiene “ojos” cual si de una dama
se tratara? Y ¿qué otro río vuelve a renacer y lo hace creando un Parque
Nacional (el “Parque Nacional de las Tablas de Daimiel”)?
Yo tuve la suerte de vivir mi infancia junto a este río y
en aquél paraje. Allí donde renacía y volvía a nacer el río Guadiana, allí
mismo se curtió mi infancia y allí mismo –yo también- perecí ahogado y volví a
la vida…
CANTO AL GUADIANA
Río extenso de La Mancha
que caminas por su seno,
¿cómo es que nadie te admira
siendo el corazón entero?
En la tierra de molinos
eres el aspa del suelo,
vas regando los trigales
reflejándose en ti el cielo.
Todos los ríos te envidian
por tu esbeltez y belleza.
Nadie sabe agradecer
lo que tú haces a esta tierra.
Tú Guadiana te preguntas:
¿Cómo es que nadie te llama?
¿Cómo es que nadie te quiere
y por qué te dan la espalda?
Nadie de ti se preocupa,
nadie a saludarte baja,
y tú pasa tristemente
creyendo que nadie te ama.
¡Oh, Guadiana! ¡Oh, Guadiana!
Ya nadie está en tus orillas,
sino solo los recuerdos
que tú acoges con sonrisas.
Tienes algo que te atrae,
tal vez tus juncos verdosos,
quizá el cauce subterráneo
o tus grandes, bellos, ojos.
Lento y sigiloso corres
con esas aguas tan claras
que van limpiando estas tierras,
y te llamamos: Guadiana.
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Cuando aquél día ese joven y adolescente poeta que era
yo, le enseñé este poema a mi maestro, Manuel Prieto, me llevé una regañina. Y
no era porque el poema fuese bueno o malo –eso era lo de menos- sino por esos
versos que dicen “y por el loco afán de ser amado / estuve a punto de olvidar
que existo”.
Me dijo que si hubiese escrito “por amar” en vez de “por
ser amado”, lo hubiera entendido, porque no hay nada más bonito que amar, y
amar significa “dar”. En cambio ese verso, “ser amado” implicaba egoísmo y
mezquindad.
Así aprendí que el amar es lo contrario del egoísmo; amar
es dar sin esperar nada a cambio. El simple hecho de amar –cuando el amor es
verdadero- no exige reciprocidad y es el propio sentimiento el que te llena de
gozo y satisfacción porque eres tú quien siente aquello tan hermoso. El que
ama, siente amor porque el amor brota de él y lo esparce a su alrededor.
Cosas tan sencillas como esta, y tan importantes y tan
profundas, fueron las que me fue enseñando mi maestro, aquél que me guió en esa
etapa tan difícil de la adolescencia y primeros años de juventud.
Años más tarde reflejé todo esto en un poema titulado “Amor
es dar”; aquí, sin embargo, comparto como contraste y como enseñanza, el polo
opuesto:
CONOCER PARA OLVIDAR
El tren de mi vida iba caminando
con un rumbo casi desconocido,
y por el loco afán de ser amado
estuve a punto de olvidar que existo.
Yo quise olvidar la monotonía
y cambiar el rumbo de mi destino,
entregar a alguien toda mi vida
para vivir apartado y tranquilo.
Estuve luchando siempre incansable
por llevar a la realidad mis sueños;
y aunque no quise, te amé mucho antes
de sentir en mi corazón tus ecos.
Y yo quise amarte sin conocerte,
y quería verte estando ciego.
Obsesionado por ti locamente
para luego olvidarte como al viento.
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Soliloquios de un poeta adolescente… podríamos decir. El
joven poeta coge la pluma y transcribe esos sentimientos que afloran en su
mente. Los traslada al papel y allí quedan para siempre, aun cuando esas
emociones que allí quedaron plasmadas se desvanezcan como el humo de un
cigarrillo y den paso a nuevas sensaciones.
Así es la vida del poeta, un ir y venir de sentimientos y
emociones que forman una espiral creciente y llevan su vida emocional cual si
se tratara de una montaña rusa. Pero eso es: Vida. Porque la vida es
experimentar, sentir, aprender, seguir caminando a pesar de los obstáculos que
puedan surgir –y surgen constantemente- durante el camino…
PERO TÚ NO EXISTES
Estoy loco de ansiedad por conseguir tu amor;
pero tú no existes.
Por conseguir tu amor sería capaz de cualquier cosa;
pero tú no existes.
Y como no te tengo me muero de dolor;
pero tú no existes.
Pensando en ti paso la noche tan silenciosa;
pero tú no existes.
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Al volver a leer esta poesía que escribí cuando tenía 13
o 14 años, no he podido menos que estremecerme… sobre todo al llegar a los dos
últimos versos: “…pues sabemos dónde vamos, desde nuestro nacimiento”.
Por entonces no podía saber que nuestro ser inmortal es
quien decide dónde reencarnarse y qué destino elegir, y así lo hace –lo
hacemos- porque nuestra misión es aprender y perfeccionarnos y cada uno busca
el modo más adecuado a su personalidad para lograrlo.
Pero entonces yo era un niño y no sabía estas cosas… y
sin embargo las intuía… tal como quedó plasmado en este poema:
SUEÑOS
Elévese mi alma
al infinito cielo,
buscando incesante
el deseado sueño.
No pretenda mi alma
recrear su existencia
en cosas vanas
por naturaleza;
sino más bien busque
un futuro venidero
que me permita realizar
lo que yo más deseo.
Si veinte veces he caído,
no caiga veintiuna;
si me engañó la fortuna,
no me haga caer de
nuevo.
No llenemos la existencia
de los placeres del mundo,
ni veamos nuestra vida
como un caminar incierto;
pues sabemos donde vamos
desde nuestro nacimiento.
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