Aunque yo sea manchego no por ello dejo de sentir afición
por cualquier deporte, sea del tipo que sea y del país o región que fuere. Por
ello, y mirando al norte, descubrí ese deporte llamado Aizkolaritza, al que
también algunos llaman Aizkora Jokoa, y que consiste en cortar troncos de árbol
con un hacha, llamándose a quienes lo practican “Aizkolaris”.
Pues hete aquí que yo también he sido Aizkolari y de
siempre he sentido una tremenda afición a eso de coger un hacha y liarme a
hachazos con cualquier tronco que pillara. Bien es cierto que han sido pocas
las ocasiones en que lo he practicado, pero no menos cierto que siempre he
puesto un gran interés y emoción en ello.
Desde el principio comprendí que todo deporte requiere su
técnica y, en este caso, tanto de posición corporal, como de forma en que se
van dando los hachazos, en diagonal, arriba y abajo, para ir formando una cuña
que va adelgazando el centro del tronco hasta que este termina al fin por
dividirse en dos.
Al principio, por eso de la vaguería, elegía siempre
ramas delgadas, e incluso me olvidaba del hacha (que eso da mucho trabajo) y
simplemente recogía palitos para encender después la correspondiente hoguera.
Pero la vida al aire libre te fortalece y te inspira energía y deseos de
afrontar nuevos retos. Relataré por ello dos de los momentos en que
verdaderamente me sentí un auténtico Aizkolari.
El primero tuvo lugar en un pueblo cercano a Madrid,
Gargantilla de Lozoya. Había acudido allí, con mi familia, al chalet de mi
secretaria Aurora que, por cierto, estaba casada con José Manuel López Vuelta,
un amigo mío de cuando éramos jóvenes y estábamos en plena vorágine de
guateques. Siempre recuerdo aquél día, al poco de empezar a trabajar en la
compañía de agroquímicos ICI-Zeltia (hoy Syngenta), cuando al salir de la
oficina por la tarde, Aurora me dijo “te voy a presentar a mi marido”. Fue muy
gracioso ver la cara que puso cuando –antes de tener tiempo de decirme “este es
mi marido”, los dos nos dirigimos uno al otro y nos dimos un gran abrazo; no en
vano hacía muchos años que no nos veíamos.
Pero volviendo a la historia, ese bonito chalet con una
amplia parcela tenía un grave problema: carecía de calefacción y estábamos en
pleno invierno. La única forma de calentarse era encender la chimenea y eso
exigía una buena cantidad de leña. Ya se sabe además, que las casas con gruesos
muros de piedra, si se ha estado una buena temporada sin vivir en ellas, es
decir, sin haberlas calentado de ninguna forma, tienen el frío instalado hasta
el tuétano y el primer día que llegas no hay manera de conseguir que aquello se
atempere.
En esta ocasión, pues, era tanto el frío, que hacer de
Aizkolari tenía un doble premio, el primero y más inmediato, calentarte por el
esfuerzo de partir troncos; y el segundo –y más reconfortante- sentarte después
frente a la chimenea y departir alegremente con los amigos.
De esta guisa salí a la parcela, apilé un buen montón de
troncos y me dediqué al noble deporte de la Aizkolaritza. Gracias a ello
pudimos pasar un calentito fin de semana... siempre y cuando no nos alejásemos
mucho de la chimenea, porque a pesar del incesante fuego que ardía en la
chimenea, llegó el último día y aún no había entrado en calor el resto de la
casa. ¡Qué frío pasaríamos que incluso hoy al recordarlo me entran escalofríos!
Como anécdota final, recordar que Aurora inmortalizó aquél momento con una
fotografía que después mostró ufana en la oficina, diciendo más o menos cosas
como: “Mira cómo he puesto a trabajar a mi jefe”. Y sí que era verdad que
trabajé de leñador... ¡uy! perdón, quiero decir que practiqué mucho el deporte
de la Aizkolaritza.
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