martes, 30 de enero de 2024

Aizkolaritza (2)

Pasemos ahora, pues, a la otra historia y, en este caso, debemos ponernos el cinturón de seguridad y viajar al norte, pero no al norte de la península ibérica sino al norte de... Europa. Esta nueva demostración de mis cualidades como Aizkolari tuvo lugar nada más y nada menos que en las montañas de Noruega, en un lugar llamado Eggedal, no muy lejos de la famosa montaña Gaustatoppen, la montaña más alta de la región de Telemark a la que, por cierto, hice un día una excursión.
 
Había acudido a Noruega invitado por mi amigo Ingar Pedersen, el cual vivía en Mjondalen, un pueblecito ceca de Drammen, no muy lejos de Oslo. Pero en este viaje no era su casa de Mjondalen el destino sino sólo el punto de partida. Nuestro destino era la cabaña (o “hytta” como llaman ellos) que se había construido en lo alto de una de las montañas que rodean Eggedal.
 
Subimos con su coche el camino de tierra hacia la cabaña hasta que al llegar a un pequeño ensanche aparcó. El resto del camino había que hacerlo a pie y no con las manos vacías, sino llevando no sólo la mochila con nuestras cosas personales sino también unos bidones que llenamos con agua de un arroyo que había junto a aquella especie de aparcamiento, para poder beber y asearnos. La cabaña no tenía agua corriente, pero esto que a los españoles nos puede extrañar es algo muy común en Noruega, y hasta la gente con más dinero gusta de disfrutar unos días de vacaciones, siempre que puede, en este tipo de cabañas perdidas en lo más recóndito de sus montañas.
 
La cabaña era toda de madera y estaba prácticamente terminada. En los bajos de la misma había leña almacenada, pero no mucha, y teniendo en cuenta que estábamos en el mes de julio y allí los inviernos son largos y durísimos, era preciso rellenar la despensa de leña para cuando llegasen los meses fríos.
 
Durante la semana que pasé allí nos dedicamos a disfrutar de largas caminatas por aquella privilegiada geografía donde la huella del hombre es apenas perceptible. Baste citar, como ejemplo, que todo el camino se hacía campo  a través puesto que no existían caminos ni senderos y que en todo un día de caminatas no te cruzabas con ninguna otra persona, a lo sumo podías en algún momento divisar una persona a lo lejos.
 
Al regresar, por la tarde, disfrutábamos de aquella cabaña al calor de su chimenea (aunque fuese el mes de julio las tardes y noches eran frías) y ¡claro está! eso nos hacía recordar la necesidad de cortar más leña. Fortalecido con esa vida sana (buena comida, mucho ejercicio y aire inmaculado) cada tarde cogía el hacha y daba buena cuenta de toda la madera que podía, y eso era algo que allí no escaseaba puesto que los árboles cubrían generosamente toda la zona.
 
Si no fuese por las fotografías que tomé de la casa, tanto al llegar como al partir, no hubiera podido comprender lo buen Aizkolari que fui. En las primeras fotografías se veían los bajos de la cabaña con sólo un compartimiento lleno de madera. En las últimas fotografías se podían  ver todos los bajos de la cabaña llenos por completo de leña; tal fue mi entusiasmo y entrega a tan noble causa. Y de igual forma es justo reconocer cómo a lo largo de los días fui puliendo y mejorando mi estilo.
 

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