El amor es la fuerza más potente del universo y estas dos
novelas de Vicente Fisac nos demuestran cómo el amor verdadero es capaz de
vencer todas las dificultades. Dos novelas en donde al amor y la aventura están
presentes y nos harán disfrutar de un buen rato de lectura apasionante…
En “Caminos de fuego” nos adentramos en una novela actual
de amor y de aventuras en el corazón de África. Pero esta historia de amor se
verá amenazada no sólo por el fuego de un volcán y los peligros dela selva,
sino también por el asedio de los medios de comunicación que, cuando ven una
presa capaz de llenar portadas, se vuelven implacables. Sin embargo, esta
novela nos enseñará también que cuando el amor es fuerte y verdadero, se puede
combatir ese asedio con inteligencia y transformar los inconvenientes en
ventajas.
En “Deuda de vida”, damos un salto atrás en el tiempo y
nos trasladamos a la Grecia clásica de hace 2.600 años en vísperas de la
celebración de unos Juegos Olímpicos que reviviremos en directo y conoceremos
cómo era la vida normal y diaria en aquellos tiempos. Es una novela inspirada
en hechos históricos, en donde el amor, la amistad y el honor son puestos a
prueba y en donde se nos demuestra que hubo un tiempo en que una palabra dada,
un apretón de manos, valía más que cualquier contrato.
“Novelas con corazón” de Vicente Fisac
Disponible en Amazon, en tres ediciones: tapa dura, tapa
blanda y eBook:
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En el libro titulado “Novelas escogidas” se presentan
varias novelas cortas y relatos de Vicente Fisac. Este libro nos brinda la
oportunidad de disfrutar de una lectura entretenida recorriendo diversos
ambientes y temáticas en donde el amor está siempre presente y, en algunos casos,
viene sazonado con gotas de humor, de aventura o de misterio. Esta es la
selección:
En “EL ECO DE OTRO MUNDO”, se aborda el mundo del teatro
y este nos introduce en el mundo de la familia, padres e hijos.
En “LA ESPERA SIN FIN”, un joven escritor descubre el
amor en el lugar más insospechado. Una lucha entre la esperanza y el
abatimiento.
En “UNA BODA Y UN ARMARIO”, pasamos a la más pura
diversión; sin más aspiraciones…que ya es bastante.
En “ADIÓS EN AZUL” viviremos una historia de amor y
distancia, por los intrincados caminos del destino.
En “EL CÍRCULO DE HADAS” nos vamos siglos atrás, al mundo
mágico de las leyendas, la fantasía y los misterios.
En “LA SOMBRA EN EL ASFALTO” se cuenta una historia
íntima sobre el paso del tiempo y cómo el destino nos devuelve nuestra propia
imagen.
En “PUZZLE” iremos reuniendo piezas sueltas de un puzzle
cuyo resultado final sólo se podrá contemplar cuando lo hayamos completado.
"Novelas escogidas", de Vicente Fisac
En
el vasto paisaje de África oriental, donde la Tierra parece abrirse en un
abrazo tectónico, se erige el volcán Nyamuragira, un coloso de lava y fuego que
ha moldeado el destino de una región rica en vida y contrastes. Situado en la
República Democrática del Congo (RDC), este volcán no es solo un pico
imponente, sino un recordatorio vivo de la dinámica incesante del planeta.
Conocido también como Nyamulagira, es el volcán más activo de África y uno de
los más prolíficos del mundo.
Nyamuragira
forma parte de la cadena de los Montes Virunga, un conjunto de volcanes activos
en la rama occidental del Gran Valle del Rift de África Oriental. Este rift es
una grieta tectónica donde las placas africana y somalí se separan lentamente,
permitiendo que el magma ascienda desde las profundidades de la Tierra. El
volcán se encuentra en la provincia de Nord-Kivu, a unos 25 kilómetros al norte
del lago Kivu y aproximadamente 13 kilómetros al nor-noroeste de su vecino más
famoso, el Nyiragongo, famoso por su lago de lava permanente.
A
diferencia de los conos empinados como el Kilimanjaro, Nyamuragira es un volcán
en escudo, similar a los de Hawái. Su forma es ancha y de pendientes suaves,
con una altura de 3.058 metros sobre el nivel del mar. En la cima, una caldera
de 2 por 2,3 kilómetros de diámetro, con paredes de hasta 100 metros, alberga
un lago de lava intermitente que ha fascinado a científicos durante décadas. El
volcán abarca un volumen de unos 500 kilómetros cúbicos y cubre 1.500
kilómetros cuadrados de terreno, con más de 100 conos adventicios (pequeños
volcanes secundarios) dispersos por sus flancos y la llanura circundante.
Más
de un siglo de fuegos impredecibles
Desde
1885, Nyamuragira ha erupcionado más de 40 veces, con un promedio de una erupción
cada dos años desde 1980. Sus erupciones son efusivas, es decir, expulsan
grandes flujos de lava fluida en lugar de explosiones violentas, aunque
ocasionalmente generan columnas de ceniza y gases. Algunas erupciones, como la
de 1938, marcan su historia: El flujo de lava vació el lago de lava del cráter
y alcanzó el lago Kivu, cubriendo vastas áreas de bosque. Pero todas estas
erupciones no solo alteran el paisaje, sino que también enriquecen el suelo con
minerales, fomentando una vegetación exuberante en un entorno tropical.
Nyamuragira
es un volcán que no descansa. El 2024
trajo un repunte dramático: el 26 de julio, la lava desbordó el borde norte de
la caldera, avanzando 5 kilómetros en el primer día y elevando el código de
aviación a rojo por una pluma de 4 kilómetros de altura.
El
10 de septiembre, comenzó una erupción que persiste hasta la fecha, con flujos
en los flancos oeste y noroeste visibles incluso en imágenes satelitales.
Esta
fase actual, que podría ser una de las más grandes en un siglo por volumen de
lava, resalta la imprevisibilidad de Nyamuragira. Aunque sus erupciones son
mayormente efusivas y rara vez causan desastres directos, sus flujos de lava
han cubierto más de 1.500 km² del rift, destruyendo bosques tropicales y
desplazando vida silvestre.
Para
las comunidades cercanas, como Goma (a 30 km), el riesgo radica en las cenizas
que contaminan el aire y el agua, y en posibles flujos que podrían alcanzar el
lago Kivu, con sus reservas de gas metano explosivo. Sin embargo, la lava
fertiliza el suelo, promoviendo agricultura en una zona de conflicto armado. El
OVG y parques nacionales monitorean la actividad para mitigar riesgos, pero el
acceso es limitado por la inestabilidad regional.
Símbolo
de la Tierra viva
Nyamuragira
no es solo un volcán; es un pulso de la Tierra en acción, donde la destrucción
da paso a la renovación. En un mundo obsesionado con la estabilidad, este
gigante congoleño nos recuerda que el planeta es un ser dinámico, forjado en
fuego. Mientras su lago de lava burbujea y sus flujos serpentean por los
flancos, científicos y locales conviven con su poder. Observarlo desde
satélites o, con precaución, desde la distancia, es un privilegio que invita a
la humildad. En el corazón del rift africano, Nyamuragira sigue susurrando —y
rugiendo— las historias profundas de nuestro planeta.
Vicente
Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
“Tu
último viaje”: https://amzn.eu/d/1zzOpM6
(AZprensa)
El sol de medianoche islandés apenas roza el horizonte cuando arrancamos el
todoterreno desde la Ring Road, la carretera principal que circunda la isla
como un anillo de asfalto precario. Detrás quedamos Reykjavik, con sus cafés
hipster y sus ejecutivos en trajes impecables; delante, el vasto interior de
Islandia, un territorio que parece arrancado de un sueño febril o, mejor dicho,
de un set de Hollywood. Nuestro vehículo, un robusto Land Rover Defender
modificado para terrenos extremos, ruge con determinación mientras nos
adentramos por pistas de grava y ceniza volcánica. Yo, el guía, llevo las
riendas; a mi lado y en los asientos traseros, cinco ejecutivos de una
multinacional tecnológica: Ana, la CFO de mirada analítica; Marco, el CEO
carismático pero estresado; Lisa, la directora de marketing siempre con el
teléfono en mano; Raj, el ingeniero escéptico; y Sofia, la de recursos humanos,
la más entusiasta del grupo. Ninguno ha pisado un glaciar en su vida. Sus
viajes "de aventura" se limitan a conferencias en Dubái o retiros en
los Alpes con spa incluido. Hoy, eso cambia.
La
transición es abrupta. En cuestión de minutos, el paisaje se transforma en algo
irreconocible. Las carreteras interiores –pistas F, las llaman aquí, como F208
o F35– son meros surcos en un mar de lava solidificada, cubiertos de polvo
negro que se levanta en nubes asfixiantes. A ambos lados, campos de musgo verde
fluorescente cubren rocas basálticas como una alfombra alienígena. "Esto
no puede ser la Tierra", murmura Marco, aferrándose al asiento mientras el
todoterreno salta sobre un bache. Y tiene razón. Islandia interior es un
planeta ajeno: volcanes dormidos como cráteres lunares, ríos de aguas turquesas
que serpentean entre grietas profundas, y un cielo que parece infinito,
salpicado de nubes que se mueven con la velocidad de un huracán contenido.
No
es casualidad que directores de cine lo elijan. Recuerdo contárselo al grupo
mientras sorteamos un vado de río glaciar, el agua helada salpicando el
parabrisas. "Mirad a la izquierda: ese valle fue el escenario de
Interstellar, donde Cooper aterriza en un mundo de hielo eterno. Y más
adelante, en las tierras altas de Sprengisandur, rodaron escenas de Game of Thrones
para el Muro y las tierras más allá. Ridley Scott usó estos paisajes para
Prometheus, porque ¿dónde más encuentras un lugar que parezca habitado por
dioses indiferentes o extraterrestres hostiles?". Los ejecutivos asienten,
boquiabiertos. Lisa saca su teléfono para grabar, pero la señal se pierde hace
rato. "Esto es mejor que cualquier filtro de Instagram", dice Raj, y
por primera vez, su voz tiembla no de escepticismo, sino de asombro.
Avanzamos
hacia el sur, rumbo a Vatnajökull, el glaciar más grande de Europa, un coloso
de hielo que cubre el 8% de la isla como una armadura blanca y azul. El viento
sempiterno azota el vehículo: un soplo constante, gélido, que se cuela por las
rendijas y eriza la piel incluso con las ventanillas cerradas. "Abrigaos",
les advierto, repartiendo chaquetas térmicas. "Aquí el viento no perdona;
viene directo del Ártico". El todoterreno trepa por pendientes empinadas,
las ruedas patinando en la grava suelta. De repente, emergemos en un altiplano:
campos de lava negra, salpicados de cráteres humeantes, y al fondo, cascadas
imponentes que caen como cortinas de plata desde acantilados invisibles.
La
primera gran parada es en Landmannalaugar, un valle geotérmico que parece
pintado por un artista loco. Fuentes termales burbujean en tonos naranjas y
verdes, rodeadas de montañas ryolíticas multicolores –rojo óxido, amarillo
azufre, negro carbón–. Bajamos del vehículo, y el grupo pisa por primera vez
este suelo extraterrestre. Ana, acostumbrada a salas de juntas, tropieza con
una roca y suelta una risa nerviosa. "Esto es... abrumador. En Nueva York,
controlo todo; aquí, el paisaje me controla a mí". El viento helado les
azota las mejillas, enrojeciéndolas, mientras caminamos hacia una cascada
cercana. El agua ruge, cayendo cientos de metros en una niebla que empapa todo.
Sofia extiende los brazos, como abrazando la inmensidad. "Siento que estoy
en una película, pero real. ¿Cómo sobrevive algo aquí?".
Proseguimos,
cruzando ríos que el todoterreno vadea con maestría –el agua llega a las
puertas, y el grupo contiene la respiración–. El interior se vuelve más hostil:
niebla baja que reduce la visibilidad a metros, terrenos donde el GPS falla y
solo la experiencia del guía marca el camino. Hablamos de cine para
distraerlos. "Ese pico allá fue usado en Star Wars: The Force Awakens para
planetas remotos. Y Vatnajökull mismo apareció en James Bond: Die Another Day,
con persecuciones sobre hielo". Marco, el CEO, confiesa: "En la
oficina, lidio con presupuestos y deadlines. Aquí, un río puede barrer el coche
en segundos. Es... liberador".
Llegamos
al borde de Vatnajökull al atardecer eterno del verano islandés. El glaciar se
extiende como un océano congelado, grietas azules profundas como abismos,
cuevas de hielo que brillan con luz turquesa. Aparcamos y equipamos al grupo
con crampones –por primera vez, pisan un glaciar–. El viento aúlla, cortante
como cuchillas, pero la sobrecogedora belleza los silencia. Lisa deja caer el
teléfono; Raj toca el hielo con reverencia. "Es como caminar sobre un ser
vivo, antiguo y poderoso", dice Ana. Cascadas internas rugen bajo sus
pies, y el horizonte se funde con el cielo en un blanco infinito.
Para
estos ejecutivos, acostumbrados a controlar el caos corporativo, Islandia
interior es una lección de humildad. Paisajes de otro mundo –usados en
Oblivion, Noah o The Secret Life of Walter Mitty– se convierten en su realidad.
El viento helado les recuerda su fragilidad; las cascadas, la fuerza indomable
de la naturaleza; el glaciar, la eternidad frente a sus vidas efímeras. Regresamos
al todoterreno exhaustos, transformados. "Volveré a la oficina
renovado", promete Marco. En Islandia, el aventura no es solo un viaje; es
un despertar. Y Vatnajökull, con su silencio ensordecedor, guarda el secreto de
por qué tantos directores lo eligen: aquí, la fantasía es solo el comienzo de
lo real.
Vicente
Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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EPILOGO
La
vida es un libro que ya ha sido escrito en su totalidad con la forma de un
laberinto de infinitas y continuas alternativas. El tiempo no existe. Somos
nosotros, en este plano de consciencia, los que en un acto de voluntad
decidimos con la mirada seguir una trayectoria determinada, eligiendo a cada
instante entre las alternativas que se nos ofrecen, las cuales van configurando
una determinada historia. Pero ese camino elegido, y todos los demás, ya los
hemos vivido al igual que este. Algún día, cuando la muerte nos rescate a la
vida, lo comprenderemos.
Vicente
Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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Pero
algo era sutilmente distinto: un rótulo nuevo en la taberna del pueblo, la casa
de la esquina parecía recién pintada, personas desconocidas pasaban junto a él
sin dirigirle siquiera una mirada… En plena confusión, una voz le sacó de sus
pensamientos:
—
¡Arne! ¿Por qué te fuiste sin decir nada? ¿Dónde has estado?
—
Fui a recoger setas y me perdí –respondió balbuceante.
—
¿Recoger setas? ¡Pero si llevas fuera del pueblo dos meses!
Arne
se quedó paralizado, sin entender cómo era posible que para él sólo hubiesen
pasado unas horas y para el mundo hubiesen transcurrido dos meses. Sólo pudo
contestar, para salir del paso:
—
Ya te contaré. Es una historia muy larga.
Y
aceleró sus pasos en dirección a su cabaña para empaparse de realidad y pensar
en todo lo que había vivido. Ciertamente era una historia muy larga, pero
quizás fuese mejor no contársela nunca a nadie si no quería que lo tomasen por
loco. Lo más sensato era –pensó- volver a casa y poner en orden todas sus
ideas, y un brillo de esperanza asomó en sus ojos cuando por fin la divisó al
final del sendero. Todo parecía igual… pero las hierbas habían crecido sin
control delante de su puerta. La abrió con precaución, con miedo a lo que
pudiese encontrarse dentro… pero todo estaba igual a como lo dejó esa misma
mañana, sólo que ahora todo estaba cubierto por el polvo… por el polvo de ¡dos
meses!
Se
dirigió a su sillón y se quitó las botas, y al recostarse sobre el respaldo
notó que aún llevaba colgada a su espalda la mochila. La deslizó hasta el suelo
y al abrirla, un olor a podrido lo echó para atrás. Con manos temblorosas la
volcó para sacar su contenido y lo que allí encontró no eran las jugosas setas
que había recolectado esa misma mañana sino un amasijo de hongos putrefactos tras
dos meses de reclusión en el interior de la mochila.
En
su memoria guardaba vívidos todos los recuerdos de su aventura, el río
caudaloso, la ciudad desconocida que visitó, la gente que hablaba un idioma que
no podía entender, el viejo que lo acogió en su casa y le dio de comer, la
joven que tocaba el cello y le acompañó en busca del círculo de setas con la
esperanza de poder regresar a su pueblo y a su tiempo…
Ciertamente
no podía contar todo esto a nadie. Por eso decidió callar, dar evasivas a quien
le preguntara por su ausencia, y escribir en un diario la historia verdadera
para que sólo cuando ya hubiese muerto, alguien pudiera conocerla.
Y
así pasaron los años, con la rutina renovada, el silencio como compañero fiel,
y los recuerdos tan vivos y tan reales como el primer día. Uno de aquellos inviernos
fue más frío de lo habitual y Arne enfermó, muriendo en la soledad de su cabaña
y sus recuerdos. Cuando lo descubrieron, estaba sentado en su sillón, con los
ojos cerrados y expresión serena, sosteniendo en sus manos un diario.
El
joven que lo descubrió no pudo resistir la tentación de mirar qué ponía en
aquél desgastado diario que había sido testigo fiel de las últimas horas del
viejo Arne. Allí mismo se puso a leerlo con los ojos llenos de asombro. “¿Sería
cierto todo lo que contaba?”, se preguntó. Se levantó y corrió al pueblo a dar
la noticia y aquella historia se convirtió en una letanía repetida por todos
los aldeanos que se fue transmitiendo de generación en generación. Nadie se
atrevió a dictaminar si aquello había sido real o inventado… un hombre no
miente cuando la muerte llama a su puerta. Tal vez hubiese algo de verdad en
las palabras de aquél hombre que decía haber viajado más allá del tiempo.
Vicente
Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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Volvió
a mirar a la joven, quizás por última vez, memorizando sus ojos verdes como
musgo, el mechón rubio rebelde sobre su frente, la curva decidida de sus
labios. Extendió la mano y apretó la suya con ternura y agradecimiento
profundo: un roce calloso contra piel suave, un pacto silencioso de deudas
pagadas y caminos divergentes. "Gracias, Lirael. Por tu ayuda, por tu
consuelo, por tu interés", murmuró, la voz ahogada por la emoción. Ella
asintió, apretando sus dedos con fuerza inesperada, una lágrima solitaria
surcando su mejilla. "Vuelve, Arne. Y si no... encuentra la paz en tu
tiempo".
Se
soltó con lentitud, como arrancando una raíz del corazón, y se introdujo de
nuevo en el círculo. Con pies reverentes, evitando las setas nuevas, se situó
en el centro exacto, donde el aire era más cálido, más vivo, cargado de ese
aroma dulzón a miel y tierra primordial. Cerró los ojos, el mundo reduciéndose
al latido de su pulso y un deseo feroz: Vuelve a mi mundo. A mi tiempo. A casa.
Susurró las palabras como un conjuro, imaginando el humo de su chimenea, el
crujir de las hojas conocidas, el peso ligero de una cesta vacía. El zumbido
creció, un vendaval invisible lo envolvió, y una luz cegadora estalló tras sus
párpados —naranja, verde, blanca—, acompañada de un rugido que le sacudió los
huesos.
Cuando
abrió los ojos, el mundo había cambiado de nuevo. La joven ya había
desaparecido, el claro estaba vacío salvo por el círculo —ahora intacto, con
setas adultas en perfecta formación, como si el tiempo hubiera retrocedido un
latido—. Pero ¿dónde estaría? El bosque a su alrededor era... diferente. Los
pinos eran más bajos, familiares, con cortezas rugosas que reconocía de sus
cacerías. El aire olía a humo lejano de chimeneas, no a ozono encantado. Un
arroyo cercano gorgoteaba con la voz del Elden, no del río monstruoso. Y el
sol... el sol estaba bajo, como si solo hubieran pasado minutos desde su salida
matutina.
La
pregunta que se hizo no fue “¿dónde estoy?” sino “¿cuándo estoy”. Y entonces salió
del círculo con piernas temblorosas, tocando los troncos, oliendo la tierra. A
lo lejos, entre la niebla que se disipaba, vislumbró el humo de Eldenwood
subiendo en columnas perezosas. Corrió, el corazón estallando de esperanza y
terror. ¿Había funcionado? ¿O era otro engaño, otro pliegue del tiempo? El
pueblo apareció ante él: casas de madera, la plaza polvorienta, el anciano
herrero avivando su fragua…
Vicente
Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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VII.- El umbral restaurado
La
noche se había fundido con el alba en un tapiz de grises y violetas, y el
bosque los envolvía en un abrazo asfixiante de raíces nudosas y ramas que
susurraban conspiraciones. Llevaban ya varias horas caminando —cinco, quizás
seis, calculaba Arne por el agotamiento que le quemaba los músculos y el hambre
que ahora aceptaba como compañera—, zigzagueando por senderos invisibles que
Lirael parecía leer en las estrellas y el musgo. Ella lideraba con paso seguro,
el cello envuelto a la espalda como un escudo arcano, una linterna de cristal
encantado en la mano que proyectaba un fulgor verde pálido, suficiente para
evitar raíces traidoras pero no para disipar las sombras que acechaban en los
huecos de los árboles. Arne la seguía, con la cesta de setas marchitas colgada
en su espalda y en la mano su navaja curva empuñada no por defensa, sino como
un talismán al que se invocaba la suerte.
Habían
hablado poco: murmullos sobre leyendas de círculos errantes, conjuros
susurrados por Lirael para "llamar al micelio dormido", y silencios
cargados de dudas. El bosque no era el mismo; los pinos eran más altos, con
cortezas que palpitaban como venas vivas, y el aire olía a ozono y tierra
removida, como antes de una tormenta eterna. La desesperanza comenzaba a hacer
acto de presencia, un veneno lento que Arne sentía trepar por sus venas.
"¿Y si el claro se ha movido? ¿Y si la magia se disipó para
siempre?", había murmurado ella una hora antes, deteniéndose para trazar
runas en la tierra con un palo, que brillaron fugazmente antes de apagarse.
Arne no respondió; en su mente, visiones de una vida nueva —o de ninguna vida—
lo atormentaban: ¿aprender el idioma élfico? ¿Tocar el cello junto a Lirael en
la granja? ¿Envejecer mil años más en un mundo de torres flotantes?
Pero
entonces, al doblar un grupo de hayas retorcidas, lo vio: un viejo tronco
caído, cubierto de liquen plateado y marcado por un rayo antiguo, exactamente
como lo recordaba de su llegada. El corazón le dio un vuelco. "¡Ese
tronco! Pasé junto a él cuando la niebla me escupió aquí", exclamó,
corriendo adelante con renovada furia. Y en efecto, poco más allá, en un claro
bañado por los primeros rayos del sol que perforaban el dosel como lanzas
doradas, estaba el círculo. Pero algo había cambiado, un milagro frágil que le
robó el aliento. Allí se veían los muñones cercenados por su navaja —bases
truncadas, oscuras y secas, como lápidas de su pecado—, dispuestas aún en la
circunferencia perfecta de tres metros. Pero junto a cada tronco seccionado
había crecido una o dos pequeñas setas: brotes tiernos, naranjas como el
amanecer, con copas diminutas que temblaban al viento, como si la tierra
hubiera perdonado a medias. No era el anillo imponente de antes, sino un
círculo herido y renacido, un portal a medio sanar que pulsaba con una luz
sutil, un fulgor bioluminiscente que emanaba del micelio subterráneo. El aire
sobre él vibraba, cargado de ozono y un zumbido bajo, como el de un enjambre
invisible.
“¡Este
es!”, gritó Arne emocionado, cayendo de rodillas al borde del círculo, las
manos temblando mientras rozaba una seta diminuta sin atreverse a tocarla. Miró
fijamente a Lirael, que se había detenido a unos pasos, su rostro iluminado por
el amanecer y una expresión de asombro reverente. En esa mirada, Arne quiso
expresar todo: que su obligación era regresar al mundo de donde había venido —a
Eldenwood, a su cabaña solitaria, al otoño de 1247 donde el tiempo aún era
suyo—, o al menos intentarlo. Aunque aquel círculo ya no era igual, un mosaico
de cicatrices y renuevos, no estaba muy seguro de qué podría suceder a partir
de aquel momento: ¿un vórtice benévolo? ¿Un abismo devorador? ¿O la nada
eterna? El riesgo era un fuego que le consumía el alma, pero la alternativa
—quedarse— era una muerte en vida.
Vicente
Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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Al
cabo de un rato —horas que se estiraron como siglos—, Arne agachó la cabeza con
resignación, mesándose los cabellos grises. Lágrimas silenciosas surcaron sus
mejillas curtidas por los años y encendidas ahora por la desesperación. La
única forma de poner algo de luz en todo aquel caos era volver al bosque, al
claro donde todo comenzó. Encontrar de nuevo el círculo de setas —o lo que
quedaba de él: un anillo de muñones cercenados por su navaja curva, tierra
herida y micelio roto—. Esa puerta profanada quizás fuese la única forma de
volver a su mundo, a su tiempo, a la cabaña donde el fuego aún ardía en la
chimenea. "Debo intentarlo", dijo, levantándose con piernas
temblorosas. "Solo, si es preciso".
Se
despidió del viejo con un apretón de manos calloso —el anciano le entregó un
saquito de bellotas encantadas como talismán, murmurando bendiciones
incomprensibles— y de Lirael con una inclinación torpe, la cesta de setas
marchitas colgada del hombro como una cruz.
Emprendió
el camino de regreso bajo un cielo tachonado de estrellas desconocidas, más
brillantes y numerosas que en Eldenwood, como si el firmamento mismo hubiera
cambiado. El sendero serpenteaba entre campos plateados por la luna, el aire
cargado de un silencio opresivo roto solo por el ulular de búhos invisibles.
Pero antes de perderse en la noche, una voz lo detuvo como un conjuro:
“¡Espera!”.
Se
giró, y allí estaba Lirael, corriendo tras él con el vestido violeta ondeando
como alas de cuervo, el cello envuelto en una manta sobre la espalda y una
mochila de cuero al hombro. Su rostro, iluminado por la luna, ardía con
determinación. “Iré contigo”, añadió, sin resuello pero sin vacilación.
“Conozco el bosque mejor que nadie; fui yo quien vio al viajero antiguo. Y...
no puedo dejarte solo en esto. El círculo me debe una deuda; testifiqué su
magia, y ahora la romperé contigo si es posible”.
Arne
la miró, atónito, un nudo de gratitud y temor en la garganta. ¿Por qué
arriesgarse por un extraño milenario, un profanador de portales? Pero en sus
ojos vio un reflejo de su propia pérdida: quizás Lirael cargaba sus propios
exilios, sus propios círculos rotos. “¿Y si no hay vuelta atrás?”, preguntó él.
“Entonces
forjaremos uno nuevo”, respondió ella, con una sonrisa feroz que disipaba las
sombras. “O moriremos intentándolo”.
Y
así, los dos comenzaron ese camino en busca del círculo de setas en el corazón del
bosque. Arne, el leñador envejecido por siglos invisibles; Lirael, la cellista
de secretos ancestrales. Avanzaban bajo la luna plateada, el bosque cerrándose
a su alrededor como un laberinto vivo, en espera de quién sabe qué: un portal
restaurado, un vórtice de luz devoradora, un abismo eterno. Quién sabe dónde,
quién sabe cuándo... Solo el susurro de las hojas prometía respuestas, y el
viento llevaba ecos de setas que aún sangraban magia rota.
Vicente
Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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VI.- El abismo
del tiempo
La
penumbra del salón se había espesado con el crepúsculo, y las llamas de la
chimenea proyectaban sombras alargadas que danzaban como espectros sobre los
tapices descoloridos. Arne, con los codos apoyados en la mesa de roble nudoso,
sentía el peso del mundo —o de mundos— aplastándole el pecho. Había aparecido
de repente en un lugar desconocido, un exilio forzado por su propia mano
codiciosa, y ahora la duda más aterradora lo carcomía: ¿había cruzado solo
espacio, o también tiempo? Las palabras de Lirael sobre el viajero antiguo
resonaban en su mente como un martillo sobre yunque, y el hambre que roía su
estómago se mezclaba con un asco creciente ante la idea de tragar cualquier
cosa de este reino extraño. "¿Y si enveneno mi sangre para siempre?",
pensó, mirando con recelo el cuenco de sopa humeante que el viejo había
colocado ante él —caldo de raíces desconocidas, salpicado de hierbas que
brillaban con un fulgor sutil.
Comenzó
a formular preguntas en un torrente imparable, su voz ronca elevándose como un
rezo desesperado: "¿Qué año es este? ¿Quién reina en estas tierras? ¿Qué
guerras han marcado vuestra historia? ¿Cómo medís los días, los reyes, las
estrellas?". Lirael, sentada frente a él con las manos entrelazadas sobre
la mesa, lo escuchaba con ojos verdes que reflejaban el fuego como lagos
encantados. A su vez, se interesaba por el origen de Arne, inclinándose hacia
adelante con una curiosidad voraz: "¿De qué reino vienes? ¿Qué dioses
adoráis? ¿Habéis domado el relámpago en frascos, como dicen los sabios de las
Torres Eternas? ¿Conocéis el Gran Cataclismo que partió el mundo en
1423?".
Pero
algo extraño sucedía, un abismo que se ensanchaba con cada respuesta. Ni los
países coincidían: Arne hablaba de Eldenwood, un rincón olvidado en las tierras
bajas del norte, bajo el reinado de Aldric el Barbudo; Lirael describía el
Imperio de Aelthar, un vasto dominio de ciudades flotantes y academias de
magia, gobernado por la Emperatriz Sylvara IX desde la capital de Elyndor. Ni
las guerras: él recordaba la Batalla de las Cenizas, treinta años atrás, donde
clanes rivales se masacraron por un valle de hierro; ella evocaba la Guerra de
las Sombras Eternas, un conflicto de hace dos siglos contra entidades del vacío
que devoraban almas. Ni los gobernantes, ni las monedas, ni siquiera la forma
de contar los años. "Nosotros estamos en el año 3365 de la Era de la
Luz", explicó Lirael con voz grave, trazando un glifo en el aire con el
dedo que brilló fugazmente antes de desvanecerse. Arne palideció, calculando en
silencio: si su otoño era el 1247 de la Era Antigua —como marcaba el calendario
del pueblo—, entonces tendría ahora más de mil años. Mil setecientos dieciocho,
para ser exactos. El vello de sus brazos se erizó; la idea de haber envejecido
un milenio en una mañana de setas era un horror que le revolvía las entrañas.
"¿Y
si no es el futuro?", murmuró Arne, la voz quebrada. "¿Y si el
círculo me arrojó a un universo paralelo, un eco retorcido de mi mundo donde
las historias divergieron en algún cruce olvidado?". Lirael negó con la
cabeza, pero sus ojos traicionaban la duda. "Los portales del círculo no
eligen; tejen lo que la tierra necesita. Podría ser futuro, paralelo, o un
pliegue del tiempo donde ambos existimos a la vez. Todo son
interrogantes". A cada nueva pregunta —sobre las estrellas, los metales
voladores que ella mencionó como "dirigibles de éter", las plagas que
Arne nunca oyó—, aumentaba más y más su desconcierto. El viejo intervenía a
ratos con murmullos en su idioma élfico, consultando un tomo polvoriento de cuero
grabado con runas, pero las páginas solo multiplicaban las sombras: diagramas
de vórtices temporales, testimonios de viajeros perdidos que enloquecían
gritando nombres de dioses extintos.
Vicente
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Arne
parpadeó, el mundo inclinándose de nuevo bajo él. ¿Tiempo? Las leyendas de su
abuela no eran cuentos de viejas; eran advertencias. "Yo... yo pisé
dentro. Giré, lo admiré. Pero luego las corté. ¿Eso lo rompe todo?"
La
joven asintió, sentándose de nuevo con movimientos fluidos, como si cada gesto
fuera parte de una danza ritual. "Exacto. El círculo intacto es una puerta
de doble filo: entra, y sales por el otro lado, de vuelta a tu mundo, cuando el
hechizo se disipa —en horas, a veces en días—. Pero si lo profanas, si rompes
el anillo... cierras el camino para siempre. La magia se deshace, el portal se
sella con tu propia mano. Eres un exiliado eterno".
El
viejo murmuró algo en su idioma desde el rincón, un asentimiento grave, y la
joven continuó, su voz bajando a un susurro conspiratorio. "No eres el
primero, Arne. Yo fui testigo una vez, hace siete años, en un claro no lejos de
aquí. Apareció un hombre —vestía ropas antiguas, de lana burda y cuero sin
curtir, como las de los clanes del norte profundo, de hace siglos—. Relató una
historia similar a la tuya: un círculo de amanitas en su bosque, niebla espesa,
un río desconocido... y esta ciudad, que para él era un sueño de torres
imposibles. Pero él fue sabio, o afortunado: dejó intacto el círculo. Lo contempló,
giró dentro, pero no tocó ni una sola seta. Al cabo de unas horas, el aire
vibró, las setas reaparecieron en su formación perfecta, y él se introdujo de
nuevo en el centro. Ante mis ojos —yo era una niña entonces, escondida entre
los arbustos con mi padre—, el círculo brilló como un sol poniente, y
desapareció. Se desvaneció en un remolino de luz y niebla, tragado por el
portal restaurado".
Arne
se aferró al borde de la mesa, el corazón latiéndole con furia. "¿Y qué le
pasó después? ¿Volvió a su tiempo?".
Ella
negó con la cabeza, los ojos nublados por un velo de tristeza antigua.
"Eso no lo sé. Nadie lo sabe. El círculo se cerró tras él, las setas se
hundieron en la tierra como si nunca hubieran existido, y el claro volvió a ser
solo un claro. Podría haber regresado a su aldea, a su familia, a caballos y
hachas de piedra. O podría haber errado por siempre en algún limbo entre
mundos. Solo sé que desapareció ante mis ojos, y desde entonces, cargo con esa
imagen: un hombre sonriendo con alivio justo antes de que la luz lo
devorara".
El
silencio cayó sobre la granja como una capa de nieve. El fuego crepitaba, el
cello parecía aguardar su turno para llorar, y el viejo observaba con ojos que
lo habían visto todo. Arne miró la cesta a sus pies, las setas naranjas ahora
marchitas, exhalando un hedor dulzón de podredumbre incipiente. Su mano
—codiciosa, práctica— las había condenado. Lágrimas calientes le quemaron los
ojos, no de rabia, sino de una pérdida absoluta: Eldenwood, su cabaña
solitaria, los guisos de otoño, el bosque que lo había traicionado. "¿No
hay forma?", susurró. "¿Ni una?"
La
joven extendió una mano sobre la mesa, rozando la suya con dedos fríos.
"Quizás... pero no lo sé. Mi nombre es Lirael, y este viejo es mi abuelo,
guardián de secretos del bosque. Quédate aquí esta noche. Mañana, buscaremos en
los antiguos libros. Pero prepárate, Arne: has roto un círculo sagrado. El
tiempo no perdona fácilmente".
Fuera,
el sol se hundía en el horizonte, tiñendo el cielo de violeta —el mismo violeta
de su traje—, y el mundo desconocido apretaba su abrazo. Arne, el recolector de
setas, era ahora un viajero del tiempo, atrapado en un exilio que olía a magia
rota y promesas incumplidas.
Vicente
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V.- La maldición
del círculo roto
La
joven rubia se acomodó en un taburete de roble junto a la chimenea, el cello
olvidado como un centinela silencioso contra la pared de adobe. Ahora Arne
notaba detalles que la penumbra inicial le había ocultado: vestía un traje de
color violeta profundo, no el lino verde que había imaginado en su agotamiento,
una prenda de terciopelo gastado con bordados plateados de enredaderas y
estrellas fugaces que caían en cascada desde los hombros hasta el dobladillo.
Le daba un aire de nobleza errante, como una dama de cuentos antiguos
desterrada a una granja humilde. Su expresión era serena al principio, un lago
en calma bajo el sol de mediodía, con esos ojos verdes que lo escrutaban sin
juicio, solo con curiosidad profunda. El viejo, discreto como una sombra, se
había retirado a un rincón del salón, sentándose en un sillón de madera,
bellamente tallado, con su bastón sobre las rodillas, observando la escena con
la paciencia de quien ha visto demasiados milagros y tragedias.
Arne
se dejó caer en una silla opuesta, la cesta de setas depositada en el suelo
como una ofrenda venenosa. El calor del fuego le lamía el rostro, y el aroma a
leña de manzano y hierbas secas —romero y lavanda colgados en manojos del
techo— lo envolvió como un bálsamo temporal. Con voz ronca, entrecortada por el
hambre y el miedo, relató todo de nuevo, esta vez con detalles que no había
compartido con nadie: el alba gris en su cabaña de Eldenwood, el crujir de las
hojas bajo sus botas, el velo de niebla que transformaba los pinos en
fantasmas, y luego... el círculo. "Era perfecto, como si un dios lo
hubiera trazado con regla y compás. Níscalos naranjas, alineados sin un
milímetro de error. Me metí dentro, giré alrededor... y las corté todas. Una a
una, con mi navaja. La cesta se llenó, el círculo desapareció, y entonces... la
niebla me tragó. El río, la ciudad, este idioma... ¡Nada tiene sentido!".
Conforme
avanzaba en su explicación, Arne vio cómo el rostro sereno de la joven se
resquebrajaba como hielo fino bajo el sol. Sus labios se apretaron en una línea
tensa, las cejas se arquearon en surcos de preocupación, y un rubor pálido tiñó
sus mejillas. Cuando terminó, ella inclinó la cabeza, como si pesara cada
palabra en una balanza invisible, y habló por fin, su voz suave pero cargada de
gravedad, con el acento norteño de Eldenwood que ahora le parecía un faro en la
tormenta: "No debiste coger nunca aquellas setas. Has cerrado tu camino de
regreso".
Arne
sintió un escalofrío que le subió por la espina dorsal, helándole el sudor en
la nuca. "¿A qué te refieres?", preguntó, inclinándose hacia
adelante, las manos crispadas en los bordes de la silla hasta que la madera
crujió. "¿Qué quieres decir con 'cerrado'? ¡Dime cómo volver! ¡Mi casa, mi
pueblo...!"
Ella
suspiró, un sonido profundo que parecía arrastrar el peso de secretos
ancestrales, y se levantó para avivar el fuego con un fuelle de cuero. Las
llamas cobraron vida, proyectando sombras danzantes en las paredes, donde
colgaban tapices descoloridos con escenas de bosques encantados y figuras
etéreas. "Escucha con cuidado, Arne —sí, sé tu nombre; lo he oído en tu
relato, y en los ecos del bosque—. A veces, surgen de forma mágica círculos de
setas en el bosque. No son caprichos de la naturaleza, ni hongos comunes. Son
portales, tejidos por la antigua magia de la tierra, por espíritus que
custodian los velos entre mundos. Círculos tan perfectos que parecieran obra
del hombre —o de algo más antiguo que los hombres—. En su interior se concentra
tanta fuerza, un nudo de energía pura, que si alguien se introduce sin
dañarlos, puede ser transportado a otro lugar... o lo que es peor... a otro
tiempo".
Vicente
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Salieron
por una puerta lateral en las murallas, un arco cubierto de hiedra que nadie
custodiaba, y el paisaje cambió de nuevo: campos ondulantes de trigo dorado
bajo el sol de mediodía, salpicados de granjas aisladas con techos de bálago y
cercas de piedra seca. El viejo los guio por un sendero de tierra compacta,
paralelo a un riachuelo cantarín, hasta una pequeña granja enclavada en un
valle escondido. Era un lugar humilde pero acogedor: una casa de adobe blanco
con vigas expuestas, un huerto de verduras exóticas, un corral donde picoteaban
aves de plumaje iridiscente. Pero lo que detuvo el corazón de Arne fue el
sonido que emanaba de su interior: una melodía profunda, desgarradora, que se
filtraba por las ventanas entreabiertas como un lamento del alma misma.
Al
principio, no supo identificarla —era un lamento gutural, un gemido que vibraba
en el pecho como el rugido de una bestia herida—. Pero pronto lo reconoció: el
cello. Música triste, fúnebre casi, con arpegios lentos que ascendían en gritos
de desesperación, notas graves que se retorcían como raíces en agonía. Era un
calco perfecto de su estado de ánimo: la soledad aplastante, el exilio sin
nombre, el anhelo de un hogar que se desvanecía como humo. Arne se detuvo en el
umbral, hipnotizado, mientras el viejo empujaba la puerta entreabierta con su
bastón.
En
el salón principal, junto a una chimenea de piedra donde crepitaba un fuego
alegre, estaba ella. Una joven rubia, de no más de veinticinco años, sentada en
un taburete tosco con el cello apoyado entre las rodillas. Su cabello caía en
ondas salvajes hasta la cintura, iluminado por los rayos de sol que se colaban
por las ventanas como hilos de oro. Vestía un vestido sencillo de lino verde,
con mangas arremangadas que revelaban brazos fuertes y marcados por el trabajo,
y sus ojos —de un verde musgo profundo— ardían con una intensidad febril
mientras el arco se deslizaba por las cuerdas. La música cesó abruptamente
cuando Arne entró; el último eco de una nota grave flotó en el aire como un
suspiro moribundo. Ella levantó la vista, el arco aún en el aire, y dirigió una
mirada inquisitiva al viejo, que murmuró algo rápido en su idioma, gesticulando
hacia el forastero.
La
joven dejó el cello con cuidado contra la pared, donde descansaba junto a
partituras garabateadas en pergamino, y se acercó con pasos gráciles pero
cautelosos. Su rostro era hermoso en su aspereza: pómulos altos, nariz recta,
labios llenos que temblaban ligeramente, como si contuviera una tormenta
interior. Lo observó de arriba abajo —la ropa raída de Arne, la cesta de setas
extrañas, el polvo del camino en sus botas— y luego habló, su voz un torrente
suave en el idioma desconocido: “Elyndra syl'var? Mirath en thal'vyr?”. Arne
negó con la cabeza, exhausto, y comenzó a explicar de nuevo, por enésima vez:
el bosque, el círculo, la niebla, el río, la ciudad muda. Las palabras brotaron
en un chorro desesperado, entrecortado por pausas para respirar. Y entonces,
como un rayo que parte las nubes, ella respondió. Esta vez sí, por fin, en su
idioma —el áspero, familiar dialecto de Eldenwood, con su acento norteño que le
erizó la piel de nostalgia—: “¿Cuándo has llegado aquí?”.
Arne
se quedó petrificado, la boca abierta en un silencio atónito. El viejo sonrió
desde el umbral, asintiendo con sabiduría ancestral, y la joven esperó, con los
ojos fijos en los suyos, como si compartieran un secreto que aún no comprendía.
El mundo, por un instante, dejó de girar enloquecido; había encontrado una voz
en el exilio. Pero la pregunta colgaba en el aire como una promesa y una
amenaza: ¿cuándo? ¿Y cómo demonios sabía ella su lengua?
Vicente
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IV.- La voz del
exilio
El
peso del desconcierto aplastaba a Arne contra el banco de piedra como una losa
funeraria, y el bullicio de la plaza se había reducido a un zumbido distante,
un telón de fondo para el torbellino de su mente. Las setas en la cesta, ahora
olvidadas a sus pies, parecían mofarse de él con su silencio acusador: un
festín maldito que lo había arrastrado a este abismo. ¿Cuánto tiempo llevaba
allí sentado? Minutos, horas... el sol había trepado más alto, tiñendo las
losas hexagonales de un dorado cegador. De pronto, una mano cálida y nudosa se
posó en su hombro, firme pero gentil, como el roce de un abuelo consolando a un
niño extraviado. Arne levantó la vista con un sobresalto, parpadeando para
enfocar el rostro que lo observaba.
Era
un hombre viejo, de edad indefinida —quizás setenta inviernos, quizás más—, con
una melena blanca como la nieve que le caía en cascada sobre los hombros, y una
barba trenzada que le llegaba al pecho, salpicada de cuentas de madera tallada.
Sus ojos, de un azul profundo como lagos glaciares, brillaban con una
amabilidad que trascendía las barreras del lenguaje. Vestía una túnica de lana
gris bordada con hilos plateados que formaban motivos de hojas y estrellas, y
en su mano libre sostenía un bastón de fresno pulido, coronado por una gema
opaca que parecía pulsar con luz interna. El viejo inclinó la cabeza y habló en
ese idioma extraño, su voz un murmullo ronco y melodioso: “Syl'varen? Thal'wyn
eldor mirath?”. Las palabras rodaron como guijarros en un riachuelo,
incomprensibles pero cargadas de preocupación genuina.
Arne
abrió la boca para responder, pero el pánico lo traicionó de nuevo. Con gestos
torpes —señalando el bosque invisible, la cesta, sus propias orejas y luego
agitando las manos en frustración— trató de explicarlo todo: el amanecer en
Eldenwood, el círculo de setas perfecto como un hechizo, la niebla traidora, el
río imposible, la ciudad de torres blancas y lenguas mudas. "¡Me he
perdido! ¡Esto no es mi mundo!", gritó en su lengua, las palabras saliendo
en un torrente desesperado, entrecortado por jadeos. El viejo lo escuchó en
silencio, frunciendo el ceño con empatía, sus ojos recorriendo el rostro
demacrado de Arne como si pudiera leer las grietas de su alma. Evidente era que
no entendía una sola sílaba, pero algo en la expresión de Arne —el terror
crudo, la súplica muda— lo conmovió. Quedó pensativo un momento, acariciándose
la barba con dedos sabios, y luego, con una sonrisa tranquilizadora, le indicó
por señas que se levantara y lo siguiera: un gesto universal de la mano,
acompañado de un asentimiento firme.
¿Qué
otra cosa podía hacer Arne? Estaba completamente perdido, un fantasma en una
ciudad viva, incapaz de comunicarse con nadie, de comprar pan o pedir cobijo.
El hambre comenzaba a roerle el estómago —había salido de casa sin desayunar,
confiado en su rutina—, y el agotamiento le pesaba en los huesos como plomo.
Recogió la cesta, se la colgó al hombro y siguió al viejo, que avanzaba con
paso mesurado pese a su edad, el bastón marcando un ritmo constante sobre las
losas. Atravesaron la plaza central, esquivando carretas cargadas de manzanas
relucientes y grupos de mujeres que hilaban lana en ruecas portátiles. La calle
principal se estrechó en un laberinto de callejones empedrados, flanqueados por
casas de piedra con tejados de pizarra y jardines colgantes rebosantes de
flores azules que Arne nunca había visto. El aire se impregnó de aromas a
hierbas secas y humo de leña, y el bullicio de la ciudad se desvaneció
gradualmente, dando paso al canto de los pájaros y el susurro del viento entre
las hojas.
Vicente
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Entonces,
levantó la vista al letrero que colgaba sobre la puerta de la panadería: una
tabla de roble pulido con letras curvas y elegantes, entrelazadas como raíces
vivas, pintadas en un bermellón vivo. Ni una sola palabra le resultaba
familiar; no era el alfabeto tosco de Eldenwood, con sus trazos angulosos y
abreviaturas campesinas. Era un idioma antiguo, élfico casi, sacado de los
libros polvorientos que el herrero del pueblo leía junto al fuego. Arne
retrocedió un paso, el mundo girando a su alrededor. El bullicio de la calle
—voces, risas, pregones— se convirtió en un zumbido ensordecedor, un muro
invisible que lo aislaba de todo. ¿Había enloquecido? ¿O el círculo de setas lo
había arrojado a un reino donde su lengua era muda?
Tambaleándose
como un borracho, con la vista nublada y las piernas de gelatina, se arrastró
hasta un banco de piedra en la esquina de lo que parecía la plaza central. Era
un espacio amplio, pavimentado con losas hexagonales que formaban un mosaico de
constelaciones desconocidas, rodeado de arcos porticados y una fuente central
donde niños jugaban con barcas de madera. Se dejó caer en el banco, la cesta
resbalando a sus pies con un sonido sordo. Agachó la cabeza entre las rodillas,
mesándose los cabellos grises con dedos temblorosos, tirando de mechones como
si pudiera arrancar la confusión de su cráneo. "Esto no puede ser",
jadeó, la voz quebrada por el pánico. Imágenes destellaban en su mente: el
círculo perfecto de setas pulsando con vida; la niebla tragándoselo; el río
imposible; la ciudad de ensueño. ¿Era un castigo por su codicia? ¿Un portal a
las tierras de las hadas, como advertía su abuela?
El
sol calentaba la piedra bajo él, pero un frío profundo le calaba los huesos.
Alrededor, la vida fluía indiferente: un vendedor de frutas le lanzó una moneda
de cobre que rodó a sus pies; una pareja de enamorados pasó riendo, tomados de
la mano; un guardia con armadura de escamas plateadas patrullaba con lanza en
alto. Pero Arne estaba solo, un náufrago en un mar de extraños, y por primera
vez en su vida práctica, rogó en silencio por un milagro que lo devolviera a
casa. La ciudad lo observaba, curiosa y ajena, mientras el peso de lo imposible
lo aplastaba contra la piedra.
Vicente
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III.- La ciudad
del idioma perdido
Arne
abandonó el puente con el corazón galopando en el pecho como un corcel
desbocado, un tambor de guerra que resonaba en sus oídos y ahogaba el rugido
del río. La cesta de setas colgaba de su hombro como un ancla, un recordatorio
tangible de la mañana que había comenzado con la rutina de un otoño cualquiera
y ahora se deshilachaba en pesadilla. La ciudad lo atraía y lo repelía a un
tiempo: sus torres blancas se erguían como dedos acusadores hacia el cielo, y
el bullicio que subía desde las murallas —risas, relinchos de caballos, el
chirrido de carretas— era un canto de sirena que prometía respuestas. "No
puede ser real", se repetía, pero sus botas pisaban tierra firme, y el sol
calentaba su rostro con una calidez demasiado vívida para ser un sueño. Bajó la
ladera por un sendero empedrado flanqueado de olmos centenarios, cuyos troncos
estaban grabados con runas que no alcanzaba a descifrar, y pronto las murallas
se alzaron ante él, imponentes, con puertas de hierro forjado que se abrían
como fauces hambrientas.
El
aroma lo golpeó primero al cruzar el umbral: una sinfonía embriagadora de pan
caliente, especias tostadas, cuero curtido y flores silvestres machacadas en
morteros de piedra. La calle principal era un río humano de vida: mercaderes
con capas de lana teñida en safrán pregonaban sedas y cacharros de cobre; niños
descalzos corrían entre piernas adultas persiguiendo una pelota de trapo;
mujeres con cofias bordadas colgaban guirnaldas de bayas secas sobre los
dinteles de casas de piedra y madera tallada. Las fachadas estaban adornadas
con relieves de vides entrelazadas y figuras aladas que parecían guardianes
petrificados, y en cada esquina, fuentes esculpidas escupían agua cristalina en
pilas de mármol veteado. No era un pueblo, se corrigió Arne; era una ciudad
próspera, vibrante, con el pulso de siglos en sus venas. Pero nada le resultaba
familiar: ni las caras angulosas de los habitantes, de piel olivácea y ojos
almendrados; ni los carromatos tirados por bestias de cuernos retorcidos que no
eran ni vacas ni bueyes; ni el cielo, que parecía más azul, más infinito, sin
el humo lejano de las chimeneas de Eldenwood.
Con
el pulso acelerado y la garganta seca, Arne se acercó a la primera alma que vio
venir en dirección contraria: una pareja de campesinos, un hombre de barba rala
y una mujer con un delantal manchado de tierra, cargados con sacos de grano
sobre los hombros. Vestían túnicas de lino grueso y sandalias de cuero
trenzado, idénticos a los de su comarca, pero algo en su porte —una gracia
felina, un brillo extraño en la mirada— los delataba como forasteros.
"Disculpad", dijo Arne en su lengua ronca, alzando la voz por encima
del gentío. "¿Dónde estoy? ¿Qué ciudad es esta?". El hombre frunció
el ceño, deteniéndose en seco, y la mujer se llevó una mano al pecho en un
gesto de sorpresa. Lo miraron con extrañeza, como si Arne fuera un lobo vestido
de hombre. Abrieron la boca y un torrente de palabras brotó de sus labios:
sílabas fluidas y musicales, con vocales alargadas y consonantes que rodaban
como piedras en un arroyo. ¿"Elyndor thal'vyr en sildar?", pareció
decir el hombre, gesticulando con las manos abiertas. Arne negó con la cabeza,
confundido. "¿Qué? ¡Hablad claro, por Dios!". Pero ellos
retrocedieron un paso, murmurando entre sí con miradas de lástima y recelo,
antes de reanudar su camino apresuradamente.
"¿Campesinos
extranjeros en mi bosque?", pensó Arne, el desconcierto royéndole las
entrañas como un ácido. Aquello era más extraño aún: ¿había cruzado fronteras
sin saberlo? Siguió adelante, presuroso, esquivando a un grupo de artesanos que
cargaban rollos de tela. Frente a una tienda con aroma a levadura y miel, una
señora de mediana edad emergió con una cesta rebosante de panes redondos,
dorados y crujientes, salpicados de semillas que no reconoció. Su rostro
arrugado y bondadoso le dio esperanzas. "Señora, por favor", suplicó
Arne, tocándole el brazo con gentileza. "¿Qué lugar es este? ¿Cómo se
llama la ciudad?". Ella parpadeó, sonrió con dientes torcidos y respondió
en el mismo idioma incomprensible: un flujo de palabras suaves como seda,
¿"Ael'wyn firath eldor?", acompañadas de un gesto hacia el cielo.
Arne repitió su pregunta más despacio, articulando cada sílaba, pero la mujer
solo inclinó la cabeza, confundida, y se alejó meneando las caderas con una
cesta que olía a paraíso inalcanzable.
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