V.- La maldición
del círculo roto
La
joven rubia se acomodó en un taburete de roble junto a la chimenea, el cello
olvidado como un centinela silencioso contra la pared de adobe. Ahora Arne
notaba detalles que la penumbra inicial le había ocultado: vestía un traje de
color violeta profundo, no el lino verde que había imaginado en su agotamiento,
una prenda de terciopelo gastado con bordados plateados de enredaderas y
estrellas fugaces que caían en cascada desde los hombros hasta el dobladillo.
Le daba un aire de nobleza errante, como una dama de cuentos antiguos
desterrada a una granja humilde. Su expresión era serena al principio, un lago
en calma bajo el sol de mediodía, con esos ojos verdes que lo escrutaban sin
juicio, solo con curiosidad profunda. El viejo, discreto como una sombra, se
había retirado a un rincón del salón, sentándose en un sillón de madera,
bellamente tallado, con su bastón sobre las rodillas, observando la escena con
la paciencia de quien ha visto demasiados milagros y tragedias.
Arne
se dejó caer en una silla opuesta, la cesta de setas depositada en el suelo
como una ofrenda venenosa. El calor del fuego le lamía el rostro, y el aroma a
leña de manzano y hierbas secas —romero y lavanda colgados en manojos del
techo— lo envolvió como un bálsamo temporal. Con voz ronca, entrecortada por el
hambre y el miedo, relató todo de nuevo, esta vez con detalles que no había
compartido con nadie: el alba gris en su cabaña de Eldenwood, el crujir de las
hojas bajo sus botas, el velo de niebla que transformaba los pinos en
fantasmas, y luego... el círculo. "Era perfecto, como si un dios lo
hubiera trazado con regla y compás. Níscalos naranjas, alineados sin un
milímetro de error. Me metí dentro, giré alrededor... y las corté todas. Una a
una, con mi navaja. La cesta se llenó, el círculo desapareció, y entonces... la
niebla me tragó. El río, la ciudad, este idioma... ¡Nada tiene sentido!".
Conforme
avanzaba en su explicación, Arne vio cómo el rostro sereno de la joven se
resquebrajaba como hielo fino bajo el sol. Sus labios se apretaron en una línea
tensa, las cejas se arquearon en surcos de preocupación, y un rubor pálido tiñó
sus mejillas. Cuando terminó, ella inclinó la cabeza, como si pesara cada
palabra en una balanza invisible, y habló por fin, su voz suave pero cargada de
gravedad, con el acento norteño de Eldenwood que ahora le parecía un faro en la
tormenta: "No debiste coger nunca aquellas setas. Has cerrado tu camino de
regreso".
Arne
sintió un escalofrío que le subió por la espina dorsal, helándole el sudor en
la nuca. "¿A qué te refieres?", preguntó, inclinándose hacia
adelante, las manos crispadas en los bordes de la silla hasta que la madera
crujió. "¿Qué quieres decir con 'cerrado'? ¡Dime cómo volver! ¡Mi casa, mi
pueblo...!"
Ella
suspiró, un sonido profundo que parecía arrastrar el peso de secretos
ancestrales, y se levantó para avivar el fuego con un fuelle de cuero. Las
llamas cobraron vida, proyectando sombras danzantes en las paredes, donde
colgaban tapices descoloridos con escenas de bosques encantados y figuras
etéreas. "Escucha con cuidado, Arne —sí, sé tu nombre; lo he oído en tu
relato, y en los ecos del bosque—. A veces, surgen de forma mágica círculos de
setas en el bosque. No son caprichos de la naturaleza, ni hongos comunes. Son
portales, tejidos por la antigua magia de la tierra, por espíritus que
custodian los velos entre mundos. Círculos tan perfectos que parecieran obra
del hombre —o de algo más antiguo que los hombres—. En su interior se concentra
tanta fuerza, un nudo de energía pura, que si alguien se introduce sin
dañarlos, puede ser transportado a otro lugar... o lo que es peor... a otro
tiempo".
Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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