viernes, 14 de noviembre de 2025

El círculo de hadas (13)

V.- La maldición del círculo roto
 
La joven rubia se acomodó en un taburete de roble junto a la chimenea, el cello olvidado como un centinela silencioso contra la pared de adobe. Ahora Arne notaba detalles que la penumbra inicial le había ocultado: vestía un traje de color violeta profundo, no el lino verde que había imaginado en su agotamiento, una prenda de terciopelo gastado con bordados plateados de enredaderas y estrellas fugaces que caían en cascada desde los hombros hasta el dobladillo. Le daba un aire de nobleza errante, como una dama de cuentos antiguos desterrada a una granja humilde. Su expresión era serena al principio, un lago en calma bajo el sol de mediodía, con esos ojos verdes que lo escrutaban sin juicio, solo con curiosidad profunda. El viejo, discreto como una sombra, se había retirado a un rincón del salón, sentándose en un sillón de madera, bellamente tallado, con su bastón sobre las rodillas, observando la escena con la paciencia de quien ha visto demasiados milagros y tragedias.
 
Arne se dejó caer en una silla opuesta, la cesta de setas depositada en el suelo como una ofrenda venenosa. El calor del fuego le lamía el rostro, y el aroma a leña de manzano y hierbas secas —romero y lavanda colgados en manojos del techo— lo envolvió como un bálsamo temporal. Con voz ronca, entrecortada por el hambre y el miedo, relató todo de nuevo, esta vez con detalles que no había compartido con nadie: el alba gris en su cabaña de Eldenwood, el crujir de las hojas bajo sus botas, el velo de niebla que transformaba los pinos en fantasmas, y luego... el círculo. "Era perfecto, como si un dios lo hubiera trazado con regla y compás. Níscalos naranjas, alineados sin un milímetro de error. Me metí dentro, giré alrededor... y las corté todas. Una a una, con mi navaja. La cesta se llenó, el círculo desapareció, y entonces... la niebla me tragó. El río, la ciudad, este idioma... ¡Nada tiene sentido!".
 
Conforme avanzaba en su explicación, Arne vio cómo el rostro sereno de la joven se resquebrajaba como hielo fino bajo el sol. Sus labios se apretaron en una línea tensa, las cejas se arquearon en surcos de preocupación, y un rubor pálido tiñó sus mejillas. Cuando terminó, ella inclinó la cabeza, como si pesara cada palabra en una balanza invisible, y habló por fin, su voz suave pero cargada de gravedad, con el acento norteño de Eldenwood que ahora le parecía un faro en la tormenta: "No debiste coger nunca aquellas setas. Has cerrado tu camino de regreso".
 
Arne sintió un escalofrío que le subió por la espina dorsal, helándole el sudor en la nuca. "¿A qué te refieres?", preguntó, inclinándose hacia adelante, las manos crispadas en los bordes de la silla hasta que la madera crujió. "¿Qué quieres decir con 'cerrado'? ¡Dime cómo volver! ¡Mi casa, mi pueblo...!"
 
Ella suspiró, un sonido profundo que parecía arrastrar el peso de secretos ancestrales, y se levantó para avivar el fuego con un fuelle de cuero. Las llamas cobraron vida, proyectando sombras danzantes en las paredes, donde colgaban tapices descoloridos con escenas de bosques encantados y figuras etéreas. "Escucha con cuidado, Arne —sí, sé tu nombre; lo he oído en tu relato, y en los ecos del bosque—. A veces, surgen de forma mágica círculos de setas en el bosque. No son caprichos de la naturaleza, ni hongos comunes. Son portales, tejidos por la antigua magia de la tierra, por espíritus que custodian los velos entre mundos. Círculos tan perfectos que parecieran obra del hombre —o de algo más antiguo que los hombres—. En su interior se concentra tanta fuerza, un nudo de energía pura, que si alguien se introduce sin dañarlos, puede ser transportado a otro lugar... o lo que es peor... a otro tiempo".
 

Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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