Salieron
por una puerta lateral en las murallas, un arco cubierto de hiedra que nadie
custodiaba, y el paisaje cambió de nuevo: campos ondulantes de trigo dorado
bajo el sol de mediodía, salpicados de granjas aisladas con techos de bálago y
cercas de piedra seca. El viejo los guio por un sendero de tierra compacta,
paralelo a un riachuelo cantarín, hasta una pequeña granja enclavada en un
valle escondido. Era un lugar humilde pero acogedor: una casa de adobe blanco
con vigas expuestas, un huerto de verduras exóticas, un corral donde picoteaban
aves de plumaje iridiscente. Pero lo que detuvo el corazón de Arne fue el
sonido que emanaba de su interior: una melodía profunda, desgarradora, que se
filtraba por las ventanas entreabiertas como un lamento del alma misma.
Al
principio, no supo identificarla —era un lamento gutural, un gemido que vibraba
en el pecho como el rugido de una bestia herida—. Pero pronto lo reconoció: el
cello. Música triste, fúnebre casi, con arpegios lentos que ascendían en gritos
de desesperación, notas graves que se retorcían como raíces en agonía. Era un
calco perfecto de su estado de ánimo: la soledad aplastante, el exilio sin
nombre, el anhelo de un hogar que se desvanecía como humo. Arne se detuvo en el
umbral, hipnotizado, mientras el viejo empujaba la puerta entreabierta con su
bastón.
En
el salón principal, junto a una chimenea de piedra donde crepitaba un fuego
alegre, estaba ella. Una joven rubia, de no más de veinticinco años, sentada en
un taburete tosco con el cello apoyado entre las rodillas. Su cabello caía en
ondas salvajes hasta la cintura, iluminado por los rayos de sol que se colaban
por las ventanas como hilos de oro. Vestía un vestido sencillo de lino verde,
con mangas arremangadas que revelaban brazos fuertes y marcados por el trabajo,
y sus ojos —de un verde musgo profundo— ardían con una intensidad febril
mientras el arco se deslizaba por las cuerdas. La música cesó abruptamente
cuando Arne entró; el último eco de una nota grave flotó en el aire como un
suspiro moribundo. Ella levantó la vista, el arco aún en el aire, y dirigió una
mirada inquisitiva al viejo, que murmuró algo rápido en su idioma, gesticulando
hacia el forastero.
La
joven dejó el cello con cuidado contra la pared, donde descansaba junto a
partituras garabateadas en pergamino, y se acercó con pasos gráciles pero
cautelosos. Su rostro era hermoso en su aspereza: pómulos altos, nariz recta,
labios llenos que temblaban ligeramente, como si contuviera una tormenta
interior. Lo observó de arriba abajo —la ropa raída de Arne, la cesta de setas
extrañas, el polvo del camino en sus botas— y luego habló, su voz un torrente
suave en el idioma desconocido: “Elyndra syl'var? Mirath en thal'vyr?”. Arne
negó con la cabeza, exhausto, y comenzó a explicar de nuevo, por enésima vez:
el bosque, el círculo, la niebla, el río, la ciudad muda. Las palabras brotaron
en un chorro desesperado, entrecortado por pausas para respirar. Y entonces,
como un rayo que parte las nubes, ella respondió. Esta vez sí, por fin, en su
idioma —el áspero, familiar dialecto de Eldenwood, con su acento norteño que le
erizó la piel de nostalgia—: “¿Cuándo has llegado aquí?”.
Arne
se quedó petrificado, la boca abierta en un silencio atónito. El viejo sonrió
desde el umbral, asintiendo con sabiduría ancestral, y la joven esperó, con los
ojos fijos en los suyos, como si compartieran un secreto que aún no comprendía.
El mundo, por un instante, dejó de girar enloquecido; había encontrado una voz
en el exilio. Pero la pregunta colgaba en el aire como una promesa y una
amenaza: ¿cuándo? ¿Y cómo demonios sabía ella su lengua?
Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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