jueves, 13 de noviembre de 2025

El círculo de hadas (12)

Salieron por una puerta lateral en las murallas, un arco cubierto de hiedra que nadie custodiaba, y el paisaje cambió de nuevo: campos ondulantes de trigo dorado bajo el sol de mediodía, salpicados de granjas aisladas con techos de bálago y cercas de piedra seca. El viejo los guio por un sendero de tierra compacta, paralelo a un riachuelo cantarín, hasta una pequeña granja enclavada en un valle escondido. Era un lugar humilde pero acogedor: una casa de adobe blanco con vigas expuestas, un huerto de verduras exóticas, un corral donde picoteaban aves de plumaje iridiscente. Pero lo que detuvo el corazón de Arne fue el sonido que emanaba de su interior: una melodía profunda, desgarradora, que se filtraba por las ventanas entreabiertas como un lamento del alma misma.
 
Al principio, no supo identificarla —era un lamento gutural, un gemido que vibraba en el pecho como el rugido de una bestia herida—. Pero pronto lo reconoció: el cello. Música triste, fúnebre casi, con arpegios lentos que ascendían en gritos de desesperación, notas graves que se retorcían como raíces en agonía. Era un calco perfecto de su estado de ánimo: la soledad aplastante, el exilio sin nombre, el anhelo de un hogar que se desvanecía como humo. Arne se detuvo en el umbral, hipnotizado, mientras el viejo empujaba la puerta entreabierta con su bastón.
 
En el salón principal, junto a una chimenea de piedra donde crepitaba un fuego alegre, estaba ella. Una joven rubia, de no más de veinticinco años, sentada en un taburete tosco con el cello apoyado entre las rodillas. Su cabello caía en ondas salvajes hasta la cintura, iluminado por los rayos de sol que se colaban por las ventanas como hilos de oro. Vestía un vestido sencillo de lino verde, con mangas arremangadas que revelaban brazos fuertes y marcados por el trabajo, y sus ojos —de un verde musgo profundo— ardían con una intensidad febril mientras el arco se deslizaba por las cuerdas. La música cesó abruptamente cuando Arne entró; el último eco de una nota grave flotó en el aire como un suspiro moribundo. Ella levantó la vista, el arco aún en el aire, y dirigió una mirada inquisitiva al viejo, que murmuró algo rápido en su idioma, gesticulando hacia el forastero.
 
La joven dejó el cello con cuidado contra la pared, donde descansaba junto a partituras garabateadas en pergamino, y se acercó con pasos gráciles pero cautelosos. Su rostro era hermoso en su aspereza: pómulos altos, nariz recta, labios llenos que temblaban ligeramente, como si contuviera una tormenta interior. Lo observó de arriba abajo —la ropa raída de Arne, la cesta de setas extrañas, el polvo del camino en sus botas— y luego habló, su voz un torrente suave en el idioma desconocido: “Elyndra syl'var? Mirath en thal'vyr?”. Arne negó con la cabeza, exhausto, y comenzó a explicar de nuevo, por enésima vez: el bosque, el círculo, la niebla, el río, la ciudad muda. Las palabras brotaron en un chorro desesperado, entrecortado por pausas para respirar. Y entonces, como un rayo que parte las nubes, ella respondió. Esta vez sí, por fin, en su idioma —el áspero, familiar dialecto de Eldenwood, con su acento norteño que le erizó la piel de nostalgia—: “¿Cuándo has llegado aquí?”.
 
Arne se quedó petrificado, la boca abierta en un silencio atónito. El viejo sonrió desde el umbral, asintiendo con sabiduría ancestral, y la joven esperó, con los ojos fijos en los suyos, como si compartieran un secreto que aún no comprendía. El mundo, por un instante, dejó de girar enloquecido; había encontrado una voz en el exilio. Pero la pregunta colgaba en el aire como una promesa y una amenaza: ¿cuándo? ¿Y cómo demonios sabía ella su lengua?
 

Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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