IV.- La voz del
exilio
El
peso del desconcierto aplastaba a Arne contra el banco de piedra como una losa
funeraria, y el bullicio de la plaza se había reducido a un zumbido distante,
un telón de fondo para el torbellino de su mente. Las setas en la cesta, ahora
olvidadas a sus pies, parecían mofarse de él con su silencio acusador: un
festín maldito que lo había arrastrado a este abismo. ¿Cuánto tiempo llevaba
allí sentado? Minutos, horas... el sol había trepado más alto, tiñendo las
losas hexagonales de un dorado cegador. De pronto, una mano cálida y nudosa se
posó en su hombro, firme pero gentil, como el roce de un abuelo consolando a un
niño extraviado. Arne levantó la vista con un sobresalto, parpadeando para
enfocar el rostro que lo observaba.
Era
un hombre viejo, de edad indefinida —quizás setenta inviernos, quizás más—, con
una melena blanca como la nieve que le caía en cascada sobre los hombros, y una
barba trenzada que le llegaba al pecho, salpicada de cuentas de madera tallada.
Sus ojos, de un azul profundo como lagos glaciares, brillaban con una
amabilidad que trascendía las barreras del lenguaje. Vestía una túnica de lana
gris bordada con hilos plateados que formaban motivos de hojas y estrellas, y
en su mano libre sostenía un bastón de fresno pulido, coronado por una gema
opaca que parecía pulsar con luz interna. El viejo inclinó la cabeza y habló en
ese idioma extraño, su voz un murmullo ronco y melodioso: “Syl'varen? Thal'wyn
eldor mirath?”. Las palabras rodaron como guijarros en un riachuelo,
incomprensibles pero cargadas de preocupación genuina.
Arne
abrió la boca para responder, pero el pánico lo traicionó de nuevo. Con gestos
torpes —señalando el bosque invisible, la cesta, sus propias orejas y luego
agitando las manos en frustración— trató de explicarlo todo: el amanecer en
Eldenwood, el círculo de setas perfecto como un hechizo, la niebla traidora, el
río imposible, la ciudad de torres blancas y lenguas mudas. "¡Me he
perdido! ¡Esto no es mi mundo!", gritó en su lengua, las palabras saliendo
en un torrente desesperado, entrecortado por jadeos. El viejo lo escuchó en
silencio, frunciendo el ceño con empatía, sus ojos recorriendo el rostro
demacrado de Arne como si pudiera leer las grietas de su alma. Evidente era que
no entendía una sola sílaba, pero algo en la expresión de Arne —el terror
crudo, la súplica muda— lo conmovió. Quedó pensativo un momento, acariciándose
la barba con dedos sabios, y luego, con una sonrisa tranquilizadora, le indicó
por señas que se levantara y lo siguiera: un gesto universal de la mano,
acompañado de un asentimiento firme.
¿Qué
otra cosa podía hacer Arne? Estaba completamente perdido, un fantasma en una
ciudad viva, incapaz de comunicarse con nadie, de comprar pan o pedir cobijo.
El hambre comenzaba a roerle el estómago —había salido de casa sin desayunar,
confiado en su rutina—, y el agotamiento le pesaba en los huesos como plomo.
Recogió la cesta, se la colgó al hombro y siguió al viejo, que avanzaba con
paso mesurado pese a su edad, el bastón marcando un ritmo constante sobre las
losas. Atravesaron la plaza central, esquivando carretas cargadas de manzanas
relucientes y grupos de mujeres que hilaban lana en ruecas portátiles. La calle
principal se estrechó en un laberinto de callejones empedrados, flanqueados por
casas de piedra con tejados de pizarra y jardines colgantes rebosantes de
flores azules que Arne nunca había visto. El aire se impregnó de aromas a
hierbas secas y humo de leña, y el bullicio de la ciudad se desvaneció
gradualmente, dando paso al canto de los pájaros y el susurro del viento entre
las hojas.
Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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