miércoles, 12 de noviembre de 2025

El círculo de hadas (11)

IV.- La voz del exilio
 
El peso del desconcierto aplastaba a Arne contra el banco de piedra como una losa funeraria, y el bullicio de la plaza se había reducido a un zumbido distante, un telón de fondo para el torbellino de su mente. Las setas en la cesta, ahora olvidadas a sus pies, parecían mofarse de él con su silencio acusador: un festín maldito que lo había arrastrado a este abismo. ¿Cuánto tiempo llevaba allí sentado? Minutos, horas... el sol había trepado más alto, tiñendo las losas hexagonales de un dorado cegador. De pronto, una mano cálida y nudosa se posó en su hombro, firme pero gentil, como el roce de un abuelo consolando a un niño extraviado. Arne levantó la vista con un sobresalto, parpadeando para enfocar el rostro que lo observaba.
 
Era un hombre viejo, de edad indefinida —quizás setenta inviernos, quizás más—, con una melena blanca como la nieve que le caía en cascada sobre los hombros, y una barba trenzada que le llegaba al pecho, salpicada de cuentas de madera tallada. Sus ojos, de un azul profundo como lagos glaciares, brillaban con una amabilidad que trascendía las barreras del lenguaje. Vestía una túnica de lana gris bordada con hilos plateados que formaban motivos de hojas y estrellas, y en su mano libre sostenía un bastón de fresno pulido, coronado por una gema opaca que parecía pulsar con luz interna. El viejo inclinó la cabeza y habló en ese idioma extraño, su voz un murmullo ronco y melodioso: “Syl'varen? Thal'wyn eldor mirath?”. Las palabras rodaron como guijarros en un riachuelo, incomprensibles pero cargadas de preocupación genuina.
 
Arne abrió la boca para responder, pero el pánico lo traicionó de nuevo. Con gestos torpes —señalando el bosque invisible, la cesta, sus propias orejas y luego agitando las manos en frustración— trató de explicarlo todo: el amanecer en Eldenwood, el círculo de setas perfecto como un hechizo, la niebla traidora, el río imposible, la ciudad de torres blancas y lenguas mudas. "¡Me he perdido! ¡Esto no es mi mundo!", gritó en su lengua, las palabras saliendo en un torrente desesperado, entrecortado por jadeos. El viejo lo escuchó en silencio, frunciendo el ceño con empatía, sus ojos recorriendo el rostro demacrado de Arne como si pudiera leer las grietas de su alma. Evidente era que no entendía una sola sílaba, pero algo en la expresión de Arne —el terror crudo, la súplica muda— lo conmovió. Quedó pensativo un momento, acariciándose la barba con dedos sabios, y luego, con una sonrisa tranquilizadora, le indicó por señas que se levantara y lo siguiera: un gesto universal de la mano, acompañado de un asentimiento firme.
 
¿Qué otra cosa podía hacer Arne? Estaba completamente perdido, un fantasma en una ciudad viva, incapaz de comunicarse con nadie, de comprar pan o pedir cobijo. El hambre comenzaba a roerle el estómago —había salido de casa sin desayunar, confiado en su rutina—, y el agotamiento le pesaba en los huesos como plomo. Recogió la cesta, se la colgó al hombro y siguió al viejo, que avanzaba con paso mesurado pese a su edad, el bastón marcando un ritmo constante sobre las losas. Atravesaron la plaza central, esquivando carretas cargadas de manzanas relucientes y grupos de mujeres que hilaban lana en ruecas portátiles. La calle principal se estrechó en un laberinto de callejones empedrados, flanqueados por casas de piedra con tejados de pizarra y jardines colgantes rebosantes de flores azules que Arne nunca había visto. El aire se impregnó de aromas a hierbas secas y humo de leña, y el bullicio de la ciudad se desvaneció gradualmente, dando paso al canto de los pájaros y el susurro del viento entre las hojas.
 

Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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