Arne
se detuvo al borde del círculo, conteniendo el aliento. En Eldenwood, los
ancianos susurraban leyendas sobre "círculos de hadas", portales
naturales donde el velo entre mundos se adelgazaba. "No pises dentro,
niño, o te llevarán al reino de las sombras", le había advertido su abuela
en noches de invierno junto al fuego. Pero el escepticismo de un hombre
práctico lo impulsó a avanzar. Con pies de gato, evitando rozar siquiera las
capsulas más externas, se situó en el centro exacto del corro. El aire allí era
diferente: más cálido, cargado de un aroma dulzón y embriagador, como miel
fermentada mezclada con tierra virgen. Giró lentamente sobre sí mismo,
siguiendo con la mirada el círculo perfecto. Cada seta parecía pulsar con vida
propia, sus laminillas vibrando levemente en la bruma, como si respiraran al
unísono. El tiempo pareció detenerse; el bosque entero guardaba un silencio
reverencial, roto solo por el latido sordo de su propio corazón.
"Son
las más hermosas que he visto en mi vida", murmuró, arrodillándose con
cuidado. La tentación fue irresistible. Sacó su navaja, cuya hoja curva relucía
como una media luna, y comenzó a cortar una a una las setas con minuciosidad
quirúrgica: un tajo limpio en la base del pie, un giro suave para extraerla sin
dañar el micelio subterráneo. Las depositaba en su cesta con devoción,
admirando su frescura, su peso carnoso. Una tras otra, el círculo se fue
vaciando. La cesta se llenó hasta rebosar, un tesoro que bastaría para muchos
guisos cremosos y cenas reconfortantes. Cuando cortó la última, se incorporó y
miró alrededor. El círculo había desaparecido por completo. Donde antes había
un anillo perfecto, ahora solo quedaba un vacío liso de musgo, como si la
tierra hubiera sanado la herida de su propia magia en un parpadeo.
Satisfecho
y algo mareado por el aroma intenso, Arne decidió que era hora de volver. La
niebla persistía, pero confiaba en su instinto para hallar el camino. Se dio la
vuelta, ajustó la cesta al hombro y dio los primeros pasos. Al cabo de unos
minutos, sin embargo, una inquietud sorda se instaló en su pecho. El entorno no
le resultaba familiar: los pinos eran más altos y retorcidos, con cortezas que
parecían talladas con rostros fantasmales; los arbustos, cargados de bayas
negras que nunca había visto en su bosque. No había ni rastro del sendero
habitual, ni de la marca en el roble donde solía descansar, ni del arroyo que
murmuraba como un viejo amigo. La niebla se arremolinaba a su alrededor,
juguetona y traicionera, borrando cualquier punto de referencia. "¿Dónde
demonios estoy?", susurró, con la voz ronca por primera vez. El bosque,
que había sido su aliado de toda la vida, ahora lo observaba con ojos
invisibles, y un frío ancestral le erizó la nuca.
Arne
giró sobre sí mismo, buscando en vano el norte, pero la bruma lo había
engullido todo. La cesta de setas, pesada en su hombro, de pronto le pareció
una carga maldita. Y en lo más hondo de su mente, las palabras de su abuela
resonaron como un eco profético: “No pises dentro, o te llevarán”.
Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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