El círculo de hadas (8)
Decidió
seguir el curso del río, confiando en que lo llevara a la civilización. Eligió
la margen izquierda —la que le permitía ver el agua sin alejarse demasiado del
bosque—, y avanzó con paso decidido, aunque el terreno fangoso le chupaba las
botas a cada paso. El rugido del río lo acompañaba como un compañero hosco, y
el aire se cargaba de un olor mineral, a piedras húmedas y sedimentos antiguos.
Pasaron minutos que se estiraron como horas; el sol trepaba lento en el cielo,
y la niebla comenzaba a rasgarse en jirones translúcidos. Entonces, al doblar
una curva pronunciada, lo vio: la silueta borrosa de un puente emergía del velo
brumoso como un gigante petrificado. Era una estructura colosal de piedra gris,
con arcos ojivales que se alzaban en perfecta simetría, sostenidos por pilares
musgosos que desafiaban la corriente furiosa. No era un puente de madera
campesino, como los que cruzaban el Elden; esto era obra de arquitectos
olvidados, con balaustradas talladas en motivos florales y un arco central tan alto
que un carro cargado podía pasar sin rozar.
La
niebla se disipó por fin con un suspiro colectivo del bosque, y los rayos del
sol inundaron la escena con una luz dorada que hacía relucir la hierba como
esmeraldas recién pulidas. Las hojas de los árboles cercanos destellaban en
tonos de rubí y oro, y el aire se llenó de un frescor vibrante, como si la
naturaleza hubiera decidido vestirse para una fiesta. Arne cruzó el puente con
pasos reverentes, el eco de sus botas resonando en la piedra como un tambor solemne.
A mitad del arco central, se detuvo en seco, aferrándose a la balaustrada fría.
Miró al horizonte, más allá del río, y el mundo se le vino abajo.
Allí,
extendiéndose en la ladera opuesta como un tapiz tejido por dioses, se alzaba
una ciudad. Torres esbeltas de piedra blanca perforaban el cielo, coronadas por
cúpulas de teja roja que brillaban como joyas al sol. Murallas circulares la
ceñían, salpicadas de almenas y banderas ondeantes en colores que no reconocía
—azules profundos con emblemas de hojas entrelazadas—. Humo ascendía de
chimeneas innumerables, y el bullicio lejano de voces, carruajes y campanas
llegaba hasta él como un sueño febril. No era Eldenwood, con sus casas de
madera y su plaza polvorienta. No era ninguna de las poblaciones vecinas que
conocía de memoria: ni el mercado bullicioso de Rivermoor, ni las colinas
labradas de Stonehaven, ni siquiera la distante ciudad comercial de Kingsford, donde
había viajado una vez de joven para vender madera. Aquella urbe era extraña,
imponente, como salida de uno de aquellos cuentos que de chiquillo escuchaba
boquiabierto.
Arne
quedó inmóvil, con la cesta olvidada a sus pies y la boca entreabierta en un
silencio atónito. El viento le revolvió el cabello gris, trayendo consigo un
aroma a pan recién horneado y especias exóticas. ¿Había muerto y cruzado al más
allá? ¿O el círculo de setas lo había arrastrado a un mundo paralelo, como las
viejas leyendas prometían? El río rugía a sus pies, indiferente, y la ciudad lo
llamaba con promesas y amenazas. Por primera vez en su vida, Arne —el hombre
práctico, el recolector de setas— sintió que el bosque lo había reclamado, y
que el camino de regreso era un lujo que ya no podía permitirse.
Vicente
Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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