lunes, 10 de noviembre de 2025

El círculo de hadas (9)

III.- La ciudad del idioma perdido
 
Arne abandonó el puente con el corazón galopando en el pecho como un corcel desbocado, un tambor de guerra que resonaba en sus oídos y ahogaba el rugido del río. La cesta de setas colgaba de su hombro como un ancla, un recordatorio tangible de la mañana que había comenzado con la rutina de un otoño cualquiera y ahora se deshilachaba en pesadilla. La ciudad lo atraía y lo repelía a un tiempo: sus torres blancas se erguían como dedos acusadores hacia el cielo, y el bullicio que subía desde las murallas —risas, relinchos de caballos, el chirrido de carretas— era un canto de sirena que prometía respuestas. "No puede ser real", se repetía, pero sus botas pisaban tierra firme, y el sol calentaba su rostro con una calidez demasiado vívida para ser un sueño. Bajó la ladera por un sendero empedrado flanqueado de olmos centenarios, cuyos troncos estaban grabados con runas que no alcanzaba a descifrar, y pronto las murallas se alzaron ante él, imponentes, con puertas de hierro forjado que se abrían como fauces hambrientas.
 
El aroma lo golpeó primero al cruzar el umbral: una sinfonía embriagadora de pan caliente, especias tostadas, cuero curtido y flores silvestres machacadas en morteros de piedra. La calle principal era un río humano de vida: mercaderes con capas de lana teñida en safrán pregonaban sedas y cacharros de cobre; niños descalzos corrían entre piernas adultas persiguiendo una pelota de trapo; mujeres con cofias bordadas colgaban guirnaldas de bayas secas sobre los dinteles de casas de piedra y madera tallada. Las fachadas estaban adornadas con relieves de vides entrelazadas y figuras aladas que parecían guardianes petrificados, y en cada esquina, fuentes esculpidas escupían agua cristalina en pilas de mármol veteado. No era un pueblo, se corrigió Arne; era una ciudad próspera, vibrante, con el pulso de siglos en sus venas. Pero nada le resultaba familiar: ni las caras angulosas de los habitantes, de piel olivácea y ojos almendrados; ni los carromatos tirados por bestias de cuernos retorcidos que no eran ni vacas ni bueyes; ni el cielo, que parecía más azul, más infinito, sin el humo lejano de las chimeneas de Eldenwood.
 
Con el pulso acelerado y la garganta seca, Arne se acercó a la primera alma que vio venir en dirección contraria: una pareja de campesinos, un hombre de barba rala y una mujer con un delantal manchado de tierra, cargados con sacos de grano sobre los hombros. Vestían túnicas de lino grueso y sandalias de cuero trenzado, idénticos a los de su comarca, pero algo en su porte —una gracia felina, un brillo extraño en la mirada— los delataba como forasteros. "Disculpad", dijo Arne en su lengua ronca, alzando la voz por encima del gentío. "¿Dónde estoy? ¿Qué ciudad es esta?". El hombre frunció el ceño, deteniéndose en seco, y la mujer se llevó una mano al pecho en un gesto de sorpresa. Lo miraron con extrañeza, como si Arne fuera un lobo vestido de hombre. Abrieron la boca y un torrente de palabras brotó de sus labios: sílabas fluidas y musicales, con vocales alargadas y consonantes que rodaban como piedras en un arroyo. ¿"Elyndor thal'vyr en sildar?", pareció decir el hombre, gesticulando con las manos abiertas. Arne negó con la cabeza, confundido. "¿Qué? ¡Hablad claro, por Dios!". Pero ellos retrocedieron un paso, murmurando entre sí con miradas de lástima y recelo, antes de reanudar su camino apresuradamente.
 
"¿Campesinos extranjeros en mi bosque?", pensó Arne, el desconcierto royéndole las entrañas como un ácido. Aquello era más extraño aún: ¿había cruzado fronteras sin saberlo? Siguió adelante, presuroso, esquivando a un grupo de artesanos que cargaban rollos de tela. Frente a una tienda con aroma a levadura y miel, una señora de mediana edad emergió con una cesta rebosante de panes redondos, dorados y crujientes, salpicados de semillas que no reconoció. Su rostro arrugado y bondadoso le dio esperanzas. "Señora, por favor", suplicó Arne, tocándole el brazo con gentileza. "¿Qué lugar es este? ¿Cómo se llama la ciudad?". Ella parpadeó, sonrió con dientes torcidos y respondió en el mismo idioma incomprensible: un flujo de palabras suaves como seda, ¿"Ael'wyn firath eldor?", acompañadas de un gesto hacia el cielo. Arne repitió su pregunta más despacio, articulando cada sílaba, pero la mujer solo inclinó la cabeza, confundida, y se alejó meneando las caderas con una cesta que olía a paraíso inalcanzable.
 

Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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