III.- La ciudad
del idioma perdido
Arne
abandonó el puente con el corazón galopando en el pecho como un corcel
desbocado, un tambor de guerra que resonaba en sus oídos y ahogaba el rugido
del río. La cesta de setas colgaba de su hombro como un ancla, un recordatorio
tangible de la mañana que había comenzado con la rutina de un otoño cualquiera
y ahora se deshilachaba en pesadilla. La ciudad lo atraía y lo repelía a un
tiempo: sus torres blancas se erguían como dedos acusadores hacia el cielo, y
el bullicio que subía desde las murallas —risas, relinchos de caballos, el
chirrido de carretas— era un canto de sirena que prometía respuestas. "No
puede ser real", se repetía, pero sus botas pisaban tierra firme, y el sol
calentaba su rostro con una calidez demasiado vívida para ser un sueño. Bajó la
ladera por un sendero empedrado flanqueado de olmos centenarios, cuyos troncos
estaban grabados con runas que no alcanzaba a descifrar, y pronto las murallas
se alzaron ante él, imponentes, con puertas de hierro forjado que se abrían
como fauces hambrientas.
El
aroma lo golpeó primero al cruzar el umbral: una sinfonía embriagadora de pan
caliente, especias tostadas, cuero curtido y flores silvestres machacadas en
morteros de piedra. La calle principal era un río humano de vida: mercaderes
con capas de lana teñida en safrán pregonaban sedas y cacharros de cobre; niños
descalzos corrían entre piernas adultas persiguiendo una pelota de trapo;
mujeres con cofias bordadas colgaban guirnaldas de bayas secas sobre los
dinteles de casas de piedra y madera tallada. Las fachadas estaban adornadas
con relieves de vides entrelazadas y figuras aladas que parecían guardianes
petrificados, y en cada esquina, fuentes esculpidas escupían agua cristalina en
pilas de mármol veteado. No era un pueblo, se corrigió Arne; era una ciudad
próspera, vibrante, con el pulso de siglos en sus venas. Pero nada le resultaba
familiar: ni las caras angulosas de los habitantes, de piel olivácea y ojos
almendrados; ni los carromatos tirados por bestias de cuernos retorcidos que no
eran ni vacas ni bueyes; ni el cielo, que parecía más azul, más infinito, sin
el humo lejano de las chimeneas de Eldenwood.
Con
el pulso acelerado y la garganta seca, Arne se acercó a la primera alma que vio
venir en dirección contraria: una pareja de campesinos, un hombre de barba rala
y una mujer con un delantal manchado de tierra, cargados con sacos de grano
sobre los hombros. Vestían túnicas de lino grueso y sandalias de cuero
trenzado, idénticos a los de su comarca, pero algo en su porte —una gracia
felina, un brillo extraño en la mirada— los delataba como forasteros.
"Disculpad", dijo Arne en su lengua ronca, alzando la voz por encima
del gentío. "¿Dónde estoy? ¿Qué ciudad es esta?". El hombre frunció
el ceño, deteniéndose en seco, y la mujer se llevó una mano al pecho en un
gesto de sorpresa. Lo miraron con extrañeza, como si Arne fuera un lobo vestido
de hombre. Abrieron la boca y un torrente de palabras brotó de sus labios:
sílabas fluidas y musicales, con vocales alargadas y consonantes que rodaban
como piedras en un arroyo. ¿"Elyndor thal'vyr en sildar?", pareció
decir el hombre, gesticulando con las manos abiertas. Arne negó con la cabeza,
confundido. "¿Qué? ¡Hablad claro, por Dios!". Pero ellos
retrocedieron un paso, murmurando entre sí con miradas de lástima y recelo,
antes de reanudar su camino apresuradamente.
"¿Campesinos
extranjeros en mi bosque?", pensó Arne, el desconcierto royéndole las
entrañas como un ácido. Aquello era más extraño aún: ¿había cruzado fronteras
sin saberlo? Siguió adelante, presuroso, esquivando a un grupo de artesanos que
cargaban rollos de tela. Frente a una tienda con aroma a levadura y miel, una
señora de mediana edad emergió con una cesta rebosante de panes redondos,
dorados y crujientes, salpicados de semillas que no reconoció. Su rostro
arrugado y bondadoso le dio esperanzas. "Señora, por favor", suplicó
Arne, tocándole el brazo con gentileza. "¿Qué lugar es este? ¿Cómo se
llama la ciudad?". Ella parpadeó, sonrió con dientes torcidos y respondió
en el mismo idioma incomprensible: un flujo de palabras suaves como seda,
¿"Ael'wyn firath eldor?", acompañadas de un gesto hacia el cielo.
Arne repitió su pregunta más despacio, articulando cada sílaba, pero la mujer
solo inclinó la cabeza, confundida, y se alejó meneando las caderas con una
cesta que olía a paraíso inalcanzable.
Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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