II.- El río desconocido
La
cesta colgaba pesada del hombro de Arne, un trofeo que ahora le parecía más una
sentencia que un botín. Habían transcurrido apenas treinta minutos desde que
había profanado el círculo de setas, un acto que en su mente práctica aún
justificaba como una simple cosecha afortunada. Pero el bosque no lo soltaba.
Más de una hora llevaba caminando —lo sabía por el sol que, a ratos, perforaba
la niebla como un dedo acusador—, y el paisaje seguía siendo un laberinto de
pinos irreconocibles y sombras traicioneras. El sudor le perlaba la frente,
mezclándose con la bruma fría que se adhería a su piel como un sudario vivo.
"Maldita sea, Arne, ¿dónde te has metido?", masculló entre dientes,
deteniéndose para apoyarse en un tronco nudoso. El corazón le martilleaba con
un ritmo irregular, no tanto por el esfuerzo como por esa inquietud creciente
que le susurraba traiciones del bosque.
La
niebla, densa como leche cuajada, devoraba cualquier esperanza de orientación.
No había musgo en los lados norte de los árboles —demasiado húmedo todo para
que sirviera de brújula—, ni el canto familiar de los arrendajos que marcaba el
límite de su territorio habitual. Comenzó a preocuparse de verdad: en
Eldenwood, un hombre solo en el bosque podía ser devorado por el hambre, el
frío o algo peor. Las leyendas de su abuela no eran solo cuentos; recordaba
historias de leñadores que entraban al amanecer y salían al anochecer de
generaciones futuras, con barbas blancas y ojos enloquecidos. Sacudió la cabeza
para ahuyentar el pánico y aguzó el oído. Entonces lo oyó: un rumor sordo y persistente,
como el latido de la tierra misma. Agua. Una corriente. "Gracias a los
cielos", exhaló, con un alivio que le aflojó los hombros. Las corrientes
siempre conducían a algún sitio —a un pueblo, un molino, una carretera—. Siguió
el sonido, abriéndose paso entre helechos empapados y raíces traidoras,
contando sus pasos para mantener la cordura: cien, doscientos, trescientos...Al
cabo de unos cientos de metros, el bosque se abrió abruptamente en un declive
empinado.
Arne
se asomó con cautela, y lo que vio le heló la sangre en las venas. No era un
riachuelo cantarín, ni siquiera el arroyo de aguas claras que conocía de sus
cacerías. Ante él se extendía un río caudaloso, un monstruo de aguas turbias y
revueltas que rugía con la fuerza de un torrente primaveral, pese a ser pleno
otoño. El cauce medía al menos veinte metros de ancho, flanqueado por orillas
de guijarros pulidos y juncos altos que se mecían como lanceros en formación.
El agua, de un verde opaco salpicado de espuma blanca, arrastraba ramas rotas y
hojas muertas en un torbellino imparable. Arne parpadeó, incrédulo, y se frotó
los ojos con el dorso de la mano. "¿Qué brujería es esta?", susurró.
En aquel paraje, en el corazón de su bosque, nunca había existido tal río. Lo
sabía mejor que nadie: había talado árboles allí, recogido bayas, incluso
enterrado a su perro fiel bajo un pino años atrás. El mapa mental de Eldenwood
no mentía; el río más cercano, el Elden, estaba a diez kilómetros al este, y
era un hilo comparado con esta bestia.
¿Dónde
podía estar? ¿Qué había pasado? Era imposible que en una hora de camino —ni en
un día entero— se hubiera alejado tanto del sendero habitual. Sus botas no eran
alas de cuervo; el bosque, por enmarañado que fuera, no podía tragarse
kilómetros así como así. Y además, nunca había oído hablar de un río de tales
dimensiones en toda la comarca. Los ancianos del pueblo contaban de ríos
legendarios en las tierras altas del norte, o de cauces olvidados en los valles
remotos, pero ¿aquí? El pánico asomó de nuevo, mezclado con una fascinación
morbosa. Se arrodilló en la orilla, metiendo una mano en el agua helada para
confirmar su realidad. El frío le subió por el brazo como un veneno, y retiró
la mano con un siseo. Las setas en la cesta parecían mirarlo, acusadoras, sus capsulas
naranjas ahora pálidas bajo la luz difusa.
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