jueves, 6 de noviembre de 2025

El círculo de hadas (5)

I.- El círculo de las setas
 
Arne despuntó el alba con el primer rayo de sol que se coló entre las cortinas raídas de su cabaña, en el borde del bosque de pinos centenarios que rodeaba el pueblo de Eldenwood. Era un hombre de sesenta años bien llevados, de manos callosas y espalda encorvada por décadas de trabajo en la madera y la tierra. El otoño, con su manto de hojas ocres y rojas, era su estación predilecta: el aire fresco le avivaba los pulmones, y el suelo húmedo ocultaba tesoros comestibles que llenaban su despensa y su espíritu. Aquella mañana, como tantas otras, se calzó las botas gastadas, se echó al hombro la cesta de mimbre trenzado y empuñó su navaja de hoja curva, afilada como el filo de un recuerdo. "Hoy las níscalos cantarán mi nombre", murmuró para sí, con esa sonrisa torcida que delataba su optimismo terco.
 
El bosque lo recibió aquél día con un abrazo de niebla espesa, un velo plateado que transformaba el mundo en un sueño borroso y mágico. Los troncos de los pinos emergían como pilares de una catedral olvidada, y el suelo mullido de agujas y hojas amortiguaba sus pasos hasta hacerlos inaudibles. La luz del sol, filtrada por la bruma, teñía todo de un resplandor etéreo, como si el mismísimo aliento de los antiguos espíritus del bosque hubiera descendido para jugar con la realidad.
 
Arne avanzó con paso seguro al principio, siguiendo el sendero habitual que serpenteaba entre raíces nudosas y arbustos espinosos. Olfateaba el aire cargado de tierra húmeda y hongos, agachándose de vez en cuando para escrutar bajo las hojas caídas. Encontró unos cuantos boletus, carnosos y terrosos, que depositó en su cesta con delicadeza ritual, como ofrendas a la generosidad de la naturaleza.
 
Pero tras media hora de marcha, la niebla se cerró más aún, un sudario que devoraba los contornos y confundía los sentidos. Arne frunció el ceño, deteniéndose un instante para orientarse. El camino familiar —aquel que lo llevaba siempre de vuelta a casa en menos de una hora— parecía haberse disuelto. "¿Me habré desviado en la bifurcación de la vieja encina?", se preguntó, girando sobre sí mismo. El bosque, que conocía como las venas de sus manos, ahora lo trataba como a un intruso. Siguió adelante, guiado por un instinto que lo impulsaba más por curiosidad que por temor, hasta que, de pronto, el paisaje se abrió en un pequeño claro.
 
Allí, a unos pocos metros frente a él, una figura extraña se dibujaba en el suelo como un susurro de la tierra misma. Al principio, en la penumbra nebulosa, le pareció un anillo de sombra, un trazo irregular en la alfombra de musgo y hojarasca. Pero conforme se acercó, con el corazón latiéndole un poco más rápido, su sorpresa creció hasta convertirse en asombro puro. Era un círculo perfecto de setas, un corro de unos tres metros de diámetro, formado por docenas de ejemplares idénticos: níscalos de un naranja vibrante, con laminillas finas y capsulas lisas que brillaban como si acabaran de brotar de la noche. No había una sola imperfección: las setas se alineaban en una circunferencia impecable, espaciadas con precisión milimétrica, como si un relojero divino hubiera trazado el diseño con compás y regla.
 


Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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