I.- El círculo
de las setas
Arne
despuntó el alba con el primer rayo de sol que se coló entre las cortinas
raídas de su cabaña, en el borde del bosque de pinos centenarios que rodeaba el
pueblo de Eldenwood. Era un hombre de sesenta años bien llevados, de manos
callosas y espalda encorvada por décadas de trabajo en la madera y la tierra.
El otoño, con su manto de hojas ocres y rojas, era su estación predilecta: el
aire fresco le avivaba los pulmones, y el suelo húmedo ocultaba tesoros
comestibles que llenaban su despensa y su espíritu. Aquella mañana, como tantas
otras, se calzó las botas gastadas, se echó al hombro la cesta de mimbre
trenzado y empuñó su navaja de hoja curva, afilada como el filo de un recuerdo.
"Hoy las níscalos cantarán mi nombre", murmuró para sí, con esa sonrisa
torcida que delataba su optimismo terco.
El
bosque lo recibió aquél día con un abrazo de niebla espesa, un velo plateado
que transformaba el mundo en un sueño borroso y mágico. Los troncos de los
pinos emergían como pilares de una catedral olvidada, y el suelo mullido de
agujas y hojas amortiguaba sus pasos hasta hacerlos inaudibles. La luz del sol,
filtrada por la bruma, teñía todo de un resplandor etéreo, como si el mismísimo
aliento de los antiguos espíritus del bosque hubiera descendido para jugar con
la realidad.
Arne
avanzó con paso seguro al principio, siguiendo el sendero habitual que
serpenteaba entre raíces nudosas y arbustos espinosos. Olfateaba el aire
cargado de tierra húmeda y hongos, agachándose de vez en cuando para escrutar
bajo las hojas caídas. Encontró unos cuantos boletus, carnosos y terrosos, que
depositó en su cesta con delicadeza ritual, como ofrendas a la generosidad de
la naturaleza.
Pero
tras media hora de marcha, la niebla se cerró más aún, un sudario que devoraba
los contornos y confundía los sentidos. Arne frunció el ceño, deteniéndose un
instante para orientarse. El camino familiar —aquel que lo llevaba siempre de
vuelta a casa en menos de una hora— parecía haberse disuelto. "¿Me habré desviado
en la bifurcación de la vieja encina?", se preguntó, girando sobre sí
mismo. El bosque, que conocía como las venas de sus manos, ahora lo trataba
como a un intruso. Siguió adelante, guiado por un instinto que lo impulsaba más
por curiosidad que por temor, hasta que, de pronto, el paisaje se abrió en un
pequeño claro.
Allí,
a unos pocos metros frente a él, una figura extraña se dibujaba en el suelo
como un susurro de la tierra misma. Al principio, en la penumbra nebulosa, le
pareció un anillo de sombra, un trazo irregular en la alfombra de musgo y
hojarasca. Pero conforme se acercó, con el corazón latiéndole un poco más
rápido, su sorpresa creció hasta convertirse en asombro puro. Era un círculo
perfecto de setas, un corro de unos tres metros de diámetro, formado por
docenas de ejemplares idénticos: níscalos de un naranja vibrante, con
laminillas finas y capsulas lisas que brillaban como si acabaran de brotar de
la noche. No había una sola imperfección: las setas se alineaban en una
circunferencia impecable, espaciadas con precisión milimétrica, como si un
relojero divino hubiera trazado el diseño con compás y regla.
Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
“No son coincidencias”: https://www.amazon.es/dp/B083XVGBHZ
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