Mi compañero
Javier Cebrián y yo realizábamos muchos viajes juntos. En uno de ellos nos
acompañó nuestro Técnico de Medios, Carmen Iglesias. Ya en el hotel y en uno de
nuestros momentos de descanso decidimos distraernos jugando a las cartas en uno
de los salones que, además, teníamos entero a nuestra disposición.
No recuerdo
qué juego de cartas era el que ocupaba nuestro tiempo, pero sí que la partida
estaba igualada y en un momento dado, Carmen se levantó para ir a hacer pis.
Entonces Javier y yo nos miramos y sin necesidad de hablar nos transmitimos una
malvada idea: aprovechar su ausencia para hacerle trampas. Y fue así como le
preparamos la trampa perfecta.
Recogimos
las cartas de la mano anterior y en vez de barajarlas de nuevo las fuimos
colocando en un orden tal que nos corresponderían a nosotros las mejores y a
ella las peores según las fuésemos repartiendo. Para que no se notase que habíamos
hecho trampa, descuadramos ligeramente el bloque de cartas para fingir que
cortábamos aleatoriamente antes de repartir, pero teníamos claro que íbamos a
cortar por donde habíamos marcado y a repartir según las habíamos colocado,
dando por otra parte una sensación de total limpieza.
Cuando ella
regresó del servicio, la recibimos con naturalidad. Yo le dije a Javier: “te
toca cortar”. Y él cortó por el sitio que habíamos dejado preparado. Entonces
yo empecé a repartir las cartas, que iban correspondiendo a cada uno según lo
habíamos preparado. Comenzó, pues el juego. La cara de Carmen mostraba
desconcierto por lo malísimas que eran las cartas que le habían tocado.
Nosotros manteníamos el tipo poniendo cara de póquer. Hicimos las apuestas
correspondientes (sólo nos jugábamos el pasarlo bien, no dinero) y ella,
descorazonada puso sus cartas de fracaso total sobre la mesa. Entonces Javier y
yo mostramos las nuestras, con las jugadas más altas que jamás se hayan dado en
la historia de ese juego. Ella abrió los ojos tipo dibujo animado japonés, no
dando crédito a lo que veía. Pero aquello fue demasiado para nosotros, no
pudimos aguantar más y estallamos en carcajadas, retorciéndonos de risa,
mientras ella –con su buen humor habitual- nos llamaba tramposos y de todo.
Aquello fue tan apoteósico que las risas duraron más que la partida.
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