Para el
líder máximo de un país nada hay tan gratificante y que demuestre su poder y
misericordia como indultar a un condenado a muerte. Lo digo porque yo he
sentido ese poder y esa satisfacción que da el perdonar la condena a muerte de
un reo y salvarle así la vida, aunque en el caso que voy a relatar se trataba
no de uno sino de dos reos condenados a muerte y ambos eran… codornices. Así
sucedieron los hechos…
Para
ponernos en situación y recrear el ambiente y escenario en que sucedieron los
hechos, hay que remontarse a los años 80 y el escenario elegido era una amplia
finca en Benicasim (Castellón) en donde organizamos la presentación de un nuevo
insecticida –llamado Applaud- contra la mosca blanca, unas cojoneras mosquitas
blancas, diminutas, que se cargan los naranjos. Como queríamos que nuestros
invitados (200 distribuidores de agroquímicos y clientes importantes)
aplaudieran este acontecimiento que habría de quedar grabado para siempre en su
memoria, organizamos una espectacular fiesta. Una fiesta realmente inolvidable.
A media
mañana invitamos a los medios de comunicación para presentarles el producto, al
tiempo que iban llegando todos nuestros invitados. Al llegar, les sorprendía
una enorme falla con una mosca blanca en todo lo alto, perseguida
implacablemente por nuestro insecticida; estaba claro que cuando se hiciese de
noche le prenderíamos fuego. Pero el fuego comenzó casi de inmediato, con una
traca monumental que te hacía temblar el pecho aunque estuvieses a varios
cientos de metros de distancia. Mientras tanto, unos cocineros preparaban la
comida. De primer plato una paella para todos, he dicho bien “una” porque la
sartén donde se preparaba esa paella medía casi tres metros de diámetro y los
cocineros removían el arroz y demás ingredientes, con unos remos de barca. De
segundo plato, una vaca, es decir “una”, esto es una vaca entera pichada en un
palo y puesta sobre el fuego, con los cocineros dándole vueltas para que se
fuese asando.
Mientras se
preparaba el menú, los invitados se podían distraer con una fila de casetas de
feria que habíamos instalado. Y para los mejores tiradores, un espectáculo que
yo no había presenciado nunca y me impactó sobremanera: tiro a la codorniz.
Con el
cazador dispuesto a apretar el gatillo, soltaban una codorniz y esta emprendía
asustada el vuelo hasta caer abatida por los disparos del cazador. Alguna
lograba escapar, pero eran las menos, porque incluso en aquellas ocasiones en
que el cazador fallaba el tiro, la codorniz caía muerta de un infarto al oír el
disparo, o incluso peor: agotada del susto y del esfuerzo, en cuyo caso acudían
varios perros a cogerla entre sus fauces y traerla hacia los cazadores.
Presenciando
aquella masacre fruto de tan desigual e injusto duelo, me arrepentí de haber
dado el visto bueno a esa “atracción” que tan del gusto era de los cazadores a
tono de las risotadas que soltaban. Fue entonces cuando –quizás viendo mi cara
de desaprobación- el Delegado Comercial que había gestionado todos los
pormenores del evento, se me acercó y, me preguntó si quería llevarme un par de
codornices. “¿Vivas?”, le pregunté. “Sí, claro -dijo él- te las puedo traer en
una jaula”. Comprendí de inmediato que esa era mi oportunidad de salvar la vida
a un par de codornices que de otro modo acabarían abatidas por los cazadores.
A los pocos
minutos llegó el Comercial con la jaula y las dos codornices, aunque estoy
seguro que él pensaba que me las llevaría al día siguiente hasta Madrid para
meterlas en la cazuela. Pero no, esa no era mi intención, sobre todo viendo
esos ojitos tiernos y asustadísimos que me miraban a través de los barrotes.
Las dejé en
un rincón tranquilo y continuó la fiesta: Una gran merendola hasta que me tocó
el turno de anunciar el siguiente número: el sorteo de unas máquinas (no
recuerdo qué tipo de máquinas eran, pero sí que eran muy útiles para los
agricultores) y un número de varietés que subieron al escenario con que contaba
la finca. Salieron las vedetes de revista con todos sus pompones y encajes, y
el ánimo de los 200 asistentes se encendió, aplaudiendo a rabiar cada vez que
levantaban la pierna y diciendo cosas que por pudor no voy a escribir aquí.
Se fue
haciendo de noche… se prendió fuego a la falla… y falló, así que tuvieron que
rociarla con gasolina. Al segundo intento comenzó a arder y la mosca blanca se
convirtió en cenizas, como presagio de lo que le pasaría a todas las moscas
blancas a las que rociasen con nuestro insecticida Applaud.
Concluida la
fiesta nos fuimos todos a casa, bueno, nosotros, los que habíamos venido de
lejos, nos fuimos al hotel… solo que yo no regresaba solo al hotel sino acompañado de una pareja a la que tuve
que camuflar para que no me llamasen la atención al verme pasar por recepción,
porque supuse que nunca se habían alojado codornices en ese hotel.
Ya en la
habitación, me dirigí al cuarto de baño para que pudiesen estirar las piernas,
es decir, las alas, y vaya si las estiraron: según les abrí la puerta de la
jaula salieron volando pero no en diagonal como hacen los aviones, sino en
vertical como los helicópteros, hasta chocar con el techo y caer al suelo. Las
vi tan asustadas que pensé que era mejor dejarlas sueltas y tranquilas en el
cuarto de baño, no sin antes ponerles un cacharro con agua por si tenían sed y
unas cuantas migas de pan y bollería que había guardado para ellas. Cerré la
puerta y me fui a dormir.
A la mañana
siguiente entré al cuarto de baño y el espectáculo que me encontré fue
alucinante: No sé cómo unos pájaros tan pequeños pueden cagar tanto. Todo el
cuarto de baño estaba lleno de cagadas. Pero no había tiempo ni de limpiar ni
de dar explicaciones, porque tenía que regresar a Madrid, así que las metí en
la jaula, hice la maleta, las bajé camufladas, y me fui del hotel pensando en
todo lo que se acordarían de mí y de mi madre las camareras que entrasen a
limpiar la habitación.
Una vez en
Madrid me ocupé de comprarles pienso adecuado para ellas en una tienda que una
granja avícola tenía cerca de casa y todos los días sacaba la jaula a la
terraza para que respirasen aire sano y disfrutasen de la luz solar. Pero a los
pocos días de estar todos nosotros instalados en Madrid (me refiero a las
codornices y yo) me llevé una agradable sorpresa: en un rincón de la jaula
había un huevo. Eso quería decir que eran macho y hembra, y eso no fue todo
sino que a partir de aquél momento cada día me encontraba un huevo dentro de la
jaula. Cuando reunía cuatro o cinco, me hacía una tortilla o un huevo frito de
cinco yemas, aunque normalmente había que esperar a reunir más huevos porque
también mi mujer y mis hijos querían comer esos huevos.
Las bauticé
cristianamente con los nombres de Paulino y Remigia, y vivieron dos años con
nosotros. Comían pienso de la mejor calidad, tomaban el aire en la terraza, y
estiraban las alas con frecuencia dentro de una habitación en donde las soltaba
para que pudieran pasear a su gusto. Después, sin saber por qué, murió Remigia
y Paulino quedó desconsolado, tanto que decidí que no era bueno que el codorniz
estuviera solo y me fui a la tiendo donde compraba el pienso para comprarle una
nueva compañera. La bauticé cristianamente con el nombre de Celeste y ella
también siguió la tradición y comenzó a poner huevos. Pero dice el refrán que
segundas partes nunca fueron buenas, y la relación entre ellos se fue agriando.
Se peleaban con frecuencia y se decían cosas que –aunque yo no entendía el
lenguaje codornicil- no debían ser aptas para menores. Total, que tuve que
tomar una drástica solución: concederles la libertad.
Con gran
pena, pero con el sentido de la responsabilidad necesario, me las llevé en
coche hacia campo libre, un paraje precioso a 170 kilómetros de Madrid (sí, ya
sé que las podía haber soltado más cerca, pero me apetecía ir allí porque ya lo
conocía, y era un sitio precioso para pasar el día) y las solté en ese entorno
en donde gozarían de completa libertad, rodeadas de fauna salvaje, con cursos
de agua donde beber y vegetación suficiente donde vivir y refugiarse. Lo que
nunca sabré es si al fin se reconciliaron al verse libres, o si por el
contrario cada una emprendió su camino en solitario.
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