En aquella
época (mitad del siglo XX) no existía el libro Guinness de los record, así que
no pudo reflejarse allí mi nombre como “el niño más fuerte del mundo”. Esta es
la historia…
Llegó a
Daimiel un nuevo y sorprendente espectáculo que se anunciaba a bombo y platillo
con carteles por todas partes del pueblo: “El hombre más fuerte del mundo”. La
actuación era en el campo de fútbol y allí me llevó mi padre. El estadio estaba
lleno y todos nos mostrábamos intrigados por cuál sería el desarrollo de aquél
inusual espectáculo. Aquél sujeto corpulento comenzó a coger barras de hierro y
a enroscárselas alrededor del brazo como si fueran de goma… pero eran de hierro
como previamente había dado a comprobar a algunos espectadores. Después comenzó
a levantar diversos objetos a cuál más voluminoso y pesado. No contento con
eso, invitó a varias personas para que se subieran a un coche y, atando una cuerda a su
parachoques delantero, la agarró con los dientes y tiró de ella haciendo que el
coche, cargado de gente, avanzara. Finalmente invitó a más personas a que se
subieran a un autobús, ató una cuerda a su parachoques, se la enganchó en los
hombros y tiró de ella haciendo que el autobús avanzase por el campo de fútbol.
Todos los
espectadores quedamos impactados con la fuerza sobrehumana de aquella persona y
ya por la noche, aprovechando que un vecino lo había invitado a cenar a su
casa, mi padre me llevó a saludarlo personalmente y darle la enhorabuena. Tras
el pertinente saludo, mi padre me presentó y él, muy amable, me tendió la mano.
Yo le estreché la suya y entonces él comenzó a proferir gritos de dolor por mi
fuerte apretón. ¡Yo era más fuerte que el hombre más fuerte del mundo! Y así,
entre las risas de los asistentes, me volví a casa henchido de satisfacción al
ver que yo era más fuerte que el hombre más fuerte del mundo… ¡El niño más
fuerte del mundo!
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