Una vez
preguntó una persona: “¿Cómo es mejor morir, ahogado, quemado, enterrado vivo o
cayendo desde lo alto de un edificio?”. Sin duda aludía a los cuatro elementos
básicos de nuestro mundo: agua, fuego, tierra y aire. Pero si queremos conocer
cuál de esas formas es más placentera (o menos traumática) habría que
preguntárselo a alguien que hubiese muerto cuatro veces, una vez de cada una de
esas maneras. Como esto no es posible, tan solo nos queda usar nuestra
imaginación, y si tenemos la oportunidad, hablar con alguien que haya muerto de
alguna de esas formas. Pero… ¿es posible hablar con un muerto? La respuesta es
sí, y el muerto fui yo. Esta es la historia…
Tenía por
aquél entonces seis años de edad y estaba pasando unos días del comienzo del
verano en la finca de mis abuelos, a 2,5 km. de Daimiel. Mis padres estaban
dentro de la casa con sus habituales quehaceres. Mis hermanos… no me acuerdo
dónde estarían, pero desde luego no estaban cerca de mí. Yo estaba en el jardín
jugando con el cubo y la pala, excavando hoyos y haciendo barro para tratar de
edificar un castillo o algo que se le pareciera en la fértil imaginación
infantil. Hay que aclarar que la finca era grande, al igual que el jardín, y
que del lugar en que yo me encontraba hasta la casa, habría más de 50 metros.
Además, yo estaba agachado en el suelo, sin duda tapado por los setos y flores
del jardín, en medio de un agradable sol y sombra que propiciaban los árboles.
De pronto,
en tan idílico lugar y momento, me di cuenta que el agua de mi cubito ya se
había terminado, así que era necesario ir a coger más agua. Detrás de mí había
una gran alberca, de esas en donde se almacena el agua para regar los campos de
cultivo. Subí los escalones que llevaban a ella, me arrodillé en el borde e
incliné mi cuerpo para llenar el cubito con agua.
El nivel del
agua estaba un poco bajo, así que tuve que agacharme más de la cuenta para
poder meter el cubo en el agua, me agaché… y caí dentro del agua. Con seis años
no sabía nadar, ni comprendía que allí a mi lado había unos escalones por los
que hubiera podido agarrarme y subir trepando. La impresión de caer de pronto
vestido, dentro del agua, fue suficiente para obnubilar mi mente y sólo acerté
a llamar a mi padre. Pero mi cuerpo se había sumergido por completo y cada vez
que gritaba “¡papá, papá!”, lo único que conseguía era tragar agua y más agua.
Poco a poco
mis fuerzas se fueron debilitando, ya ni siquiera podía articular mis gritos de
“¡papá!” porque no hacía mas que tragar agua. Mis brazos y piernas dejaron de
responderme, mi voz se apagó y todo se volvió negro.
Mientras
tanto, mis padres seguían tranquilamente dentro de la casa, pero de improviso a
mi padre se le ocurrió pensar: “¿Qué estará haciendo Vicentito?”. Salió
tranquilamente de la casa y se dirigió al jardín, puesto que sabía que yo me
había quedado allí jugando. Miró por uno y otro lado sin encontrarme, y de
repente vio la alberca y sintió la corazonada de que quizás yo me hubiese caído
allí.
En ese
momento dejó de buscarme tranquilamente como hasta entonces y comenzó a correr.
Subió de un tirón los escalones que llevaban hasta el borde de la alberca y me
vio inerte en el fondo del agua. En ese mismo instante yo había dejado de
luchar y veía todo negro, aunque pude ver (o presentir) cómo una mano venía a
rescatarme; pero no vi ni sentí nada más. Ya había perdido el conocimiento.
Mi padre me
sacó del agua, me apartó unos metros de la alberca y comenzó a sacudirme boca
abajo (por entonces no se daban clases de socorrismo a nadie). Al cabo de unos
minutos, que a mi padre debieron parecerle eternos, recobré el conocimiento. Yo
sí recuerdo perfectamente aquél momento. Mi padre me tenía cogido de los pies y
yo colgaba boca abajo, tosiendo y echando agua por la boca. Pude, por fin,
volver a la vida.
Una vez
repuesto, y supongo que calmados los gritos histéricos del resto de la familia,
me subieron a una tartana y me llevaron al pueblo para que me viese el doctor.
Tras la exploración realizada, el médico dijo que había sido un milagro, pero
que yo estaba bien y lo único que debía hacer era estar uno o dos días en
reposo. Recuerdo perfectamente que el camino de regreso a la finca, subidos en
la tartana, fue mucho más largo que el camino de ida: cada dos por tres le
pedía parar a mi padre porque tenía ganas de bajar a hacer pis.
Sólo tenía
seis años y no hay que olvidar que mi padre estaba dentro de la casa, a muchos
metros de distancia y ajeno a todo, que una voz interior le impulsó a salir a
buscarme para ver qué estaba haciendo, que me estuvo buscando tranquilamente
sin encontrarme hasta que un impulso le llevó a mirar en la alberca, y que
llegó a rescatarme –como en las películas- en el último segundo.
Aquella
experiencia nunca se borró de mí memoria, pero siempre la recuerdo como algo
amable y positivo porque comprendí que no había llegado mi hora y que aún debía
hacer muchas cosas en este mundo. Y si tienes curiosidad por saber cómo es
morir ahogado, pues te diré que no es agradable eso de tragar agua por la boca
cada vez que intentas respirar, pero sí que es bastante rápido e indoloro; así
que no está tan mal. Y de algo tenemos que morir… aunque antes de eso me ha
dado tiempo a vivir, amar y escribir.
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