domingo, 1 de mayo de 2022

El día que me ahogué

Una vez preguntó una persona: “¿Cómo es mejor morir, ahogado, quemado, enterrado vivo o cayendo desde lo alto de un edificio?”. Sin duda aludía a los cuatro elementos básicos de nuestro mundo: agua, fuego, tierra y aire. Pero si queremos conocer cuál de esas formas es más placentera (o menos traumática) habría que preguntárselo a alguien que hubiese muerto cuatro veces, una vez de cada una de esas maneras. Como esto no es posible, tan solo nos queda usar nuestra imaginación, y si tenemos la oportunidad, hablar con alguien que haya muerto de alguna de esas formas. Pero… ¿es posible hablar con un muerto? La respuesta es sí, y el muerto fui yo. Esta es la historia…
 
Tenía por aquél entonces seis años de edad y estaba pasando unos días del comienzo del verano en la finca de mis abuelos, a 2,5 km. de Daimiel. Mis padres estaban dentro de la casa con sus habituales quehaceres. Mis hermanos… no me acuerdo dónde estarían, pero desde luego no estaban cerca de mí. Yo estaba en el jardín jugando con el cubo y la pala, excavando hoyos y haciendo barro para tratar de edificar un castillo o algo que se le pareciera en la fértil imaginación infantil. Hay que aclarar que la finca era grande, al igual que el jardín, y que del lugar en que yo me encontraba hasta la casa, habría más de 50 metros. Además, yo estaba agachado en el suelo, sin duda tapado por los setos y flores del jardín, en medio de un agradable sol y sombra que propiciaban los árboles.
 
De pronto, en tan idílico lugar y momento, me di cuenta que el agua de mi cubito ya se había terminado, así que era necesario ir a coger más agua. Detrás de mí había una gran alberca, de esas en donde se almacena el agua para regar los campos de cultivo. Subí los escalones que llevaban a ella, me arrodillé en el borde e incliné mi cuerpo para llenar el cubito con agua.
 
El nivel del agua estaba un poco bajo, así que tuve que agacharme más de la cuenta para poder meter el cubo en el agua, me agaché… y caí dentro del agua. Con seis años no sabía nadar, ni comprendía que allí a mi lado había unos escalones por los que hubiera podido agarrarme y subir trepando. La impresión de caer de pronto vestido, dentro del agua, fue suficiente para obnubilar mi mente y sólo acerté a llamar a mi padre. Pero mi cuerpo se había sumergido por completo y cada vez que gritaba “¡papá, papá!”, lo único que conseguía era tragar agua y más agua.
 
Poco a poco mis fuerzas se fueron debilitando, ya ni siquiera podía articular mis gritos de “¡papá!” porque no hacía mas que tragar agua. Mis brazos y piernas dejaron de responderme, mi voz se apagó y todo se volvió negro.
 
Mientras tanto, mis padres seguían tranquilamente dentro de la casa, pero de improviso a mi padre se le ocurrió pensar: “¿Qué estará haciendo Vicentito?”. Salió tranquilamente de la casa y se dirigió al jardín, puesto que sabía que yo me había quedado allí jugando. Miró por uno y otro lado sin encontrarme, y de repente vio la alberca y sintió la corazonada de que quizás yo me hubiese caído allí.
 
En ese momento dejó de buscarme tranquilamente como hasta entonces y comenzó a correr. Subió de un tirón los escalones que llevaban hasta el borde de la alberca y me vio inerte en el fondo del agua. En ese mismo instante yo había dejado de luchar y veía todo negro, aunque pude ver (o presentir) cómo una mano venía a rescatarme; pero no vi ni sentí nada más. Ya había perdido el conocimiento.
 
Mi padre me sacó del agua, me apartó unos metros de la alberca y comenzó a sacudirme boca abajo (por entonces no se daban clases de socorrismo a nadie). Al cabo de unos minutos, que a mi padre debieron parecerle eternos, recobré el conocimiento. Yo sí recuerdo perfectamente aquél momento. Mi padre me tenía cogido de los pies y yo colgaba boca abajo, tosiendo y echando agua por la boca. Pude, por fin, volver a la vida.
 
Una vez repuesto, y supongo que calmados los gritos histéricos del resto de la familia, me subieron a una tartana y me llevaron al pueblo para que me viese el doctor. Tras la exploración realizada, el médico dijo que había sido un milagro, pero que yo estaba bien y lo único que debía hacer era estar uno o dos días en reposo. Recuerdo perfectamente que el camino de regreso a la finca, subidos en la tartana, fue mucho más largo que el camino de ida: cada dos por tres le pedía parar a mi padre porque tenía ganas de bajar a hacer pis.
 
Sólo tenía seis años y no hay que olvidar que mi padre estaba dentro de la casa, a muchos metros de distancia y ajeno a todo, que una voz interior le impulsó a salir a buscarme para ver qué estaba haciendo, que me estuvo buscando tranquilamente sin encontrarme hasta que un impulso le llevó a mirar en la alberca, y que llegó a rescatarme –como en las películas- en el último segundo.
 
Aquella experiencia nunca se borró de mí memoria, pero siempre la recuerdo como algo amable y positivo porque comprendí que no había llegado mi hora y que aún debía hacer muchas cosas en este mundo. Y si tienes curiosidad por saber cómo es morir ahogado, pues te diré que no es agradable eso de tragar agua por la boca cada vez que intentas respirar, pero sí que es bastante rápido e indoloro; así que no está tan mal. Y de algo tenemos que morir… aunque antes de eso me ha dado tiempo a vivir, amar y escribir.
 

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