La claridad del amanecer fue atravesando con delicadeza mis
párpados y me hizo despertar a un nuevo día. Me levanté, salí a la terraza y
contemplé la enorme bahía cuyas aguas parecían inmóviles y en su quietud me
llamaban pidiéndome que, como cada día, mis brazos, nadando, las desperezaran.
Atravesé la arena ante la impávida mirada de las tumbonas
recostadas junto a sus respectivas sombrillas, mientras los primeros rayos del
sol se clavaban de forma horizontal y les hacían proyectar largas sombras.
Me sumergí en las aguas y comencé a nadar, tonificando mis
músculos con el esfuerzo, llenado igualmente de energía mi alma. Cada nueva
brazada levantaba una pequeña ola que se extendía por la superficie del mar
hasta perderse en el horizonte y mi cuerpo era una minúscula mota que avanzaba
incansable, durante una hora, por el horizonte.
Pero aquél día, todo fue diferente. En un momento dado algo
agarró mi pie y un intenso dolor, cual dentellada, se clavó en mi tobillo.
Agité los pies y logré desembarazarme de aquello y nadé con fuerza hasta la
orilla... pero estaba lejos. Comprobé que, a pesar del dolor, aún podía mover
la pierna, así que continué nadando perpendicular hasta la orilla. Cuando por
fin hice pie, miré mi tobillo y no vi nada; me fijé un poco más y aprecié unas
marcas blanquecinas y justo ahí un intenso dolor que penetraba hasta el
interior de mi tobillo. Me lavé bien aquella zona con el agua del mar y tan
pronto llegué a la habitación del hotel me apliqué Synalar Gama. El acetónido
de fluocinolona mitigó el dolor aun cuando este persistió durante todo el día
al tiempo que unas ronchas rojizas se alzaban alrededor de mi tobillo.
Al amanecer del día siguiente me sumergí de nuevo en el mar,
pero esta vez alertado ante cualquier posible ataque. Y de repente, a tan solo
un metro de distancia de mí, la vi venir sigilosa hacia mi encuentro: era una
Cnidaria o medusa, de cabeza compacta y marrón de unos 30 centímetros de
diámetro y gruesos tentáculos transparentes. Al parecer no había tenido
suficiente con el mordisco del día anterior y quería completar su almuerzo.
Yo la miré fijamente y detecté sus aviesas intenciones. Bien
es sabido que las medusas se alimentan de fito y zooplancton, pero no suelen
desdeñar otros tipos de alimento y, por lo que se veía, yo era de lo más
apetitoso. Se avecinaba un combate desigual: ella con sus tentáculos urticantes
dispuesta a clavarlos en mí como el día anterior; yo en cambio, sin nada con
que defenderme puesto que no podía tocarla. Pero entonces saqué partido de mis
sesiones de natación y comencé a mover los brazos en el agua para generar una
corriente que la llevase hasta la orilla. Ella se resistió y me miró con sus
ocelos, esas células fotosensitivas que hacen la vez de ojos, pero no comprendió
nada al carecer de cerebro. Así, poco a poco, la fui empujando hasta la orilla
y su cuerpo finalmente agonizó en la arena.
Tomé fotografías de aquél monstruo mientras un grupo de
turistas alemanes se acercó con curiosidad y asombro. Unos días después, el
ataque de la medusa sólo era un vago recuerdo que tan solo se avivaba cuando
miraba mi tobillo aún enrojecido, aunque ya sin dolor, gracias a mi fiel amigo
e inseparable compañero de viajes, el Synalar Gama.
PD.- Esta dramatización está basada en hechos reales.
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