viernes, 5 de marzo de 2021

Un cadáver exquisito (124)

Capítulo 121.- ¿Alberto o Cerrado?
 
Alberto Cerrado se ajustó sus gafas de cocha modelo “años 60” y entró en el Cuartel de la Guardia Civil de Collado Mediano.
¿El agente José Peláez? –preguntó.
No está, ha salido y no sabemos cuándo volverá –respondió la agente Manuela, a lo que el agente Enrique, que estaba a su lado, asintió.
Bueno, en ese caso, déjele este informe que me había pedido de forma urgente. Es muy importante.
Manuela cogió el informe y lo llevó a la mesa de Peláez, colocándole un post-it con la señal de “urgente”.
Alberto salió y se metió de nuevo en su coche, un Skoda Fabia con 185.672 kilómetros, pero fue incapaz de arrancar. Vio un bar al otro lado de la calle, “The drunken duck” (“El pato borracho”), y pensó que lo mejor que podía hacer era ponerse como ese pato. Aquél no había sido un buen día y la mala racha se prolongaba ya demasiado tiempo. Con una hipoteca de por vida, mujer y tres hijos, un coche viejo y esa mala racha que le acompañaba en su trabajo, el consorcio de seguros “Amosanda”, su futuro era de lo más negro. Su misión consistía en encontrar todo tipo de pegas (engaños, errores, expiración de plazos, falta de pólizas, casillas sin rellenar o mal cumplimentadas, etc.) para que las compañías de seguros que confiaban sus gestiones a “Amosanda” se librasen de pagar el importe de los siniestros.
Y sin embargo, aquél día parecía que se iba a dar bien, sobre todo cuando después de más de dos horas de guardia en el portal de los Bareta, aguantando a ese portero que más que un conserje de fincas parecía una enciclopedia viviente de cine, vio llegar a la señora de Bareta con sus hijos.  Había  revisado todos los informes policiales y había cosas raras en el incendio de su chalet y en los daños por fuego en el del vecino, y tenía que corroborar algunas hipótesis.
 
Un coñac, y que sea grande –le dijo al camarero.
Comenzó a beber sorbo a sorbo y a recordar ese nefasto día. Estaba seguro que el incendio del chalet vecino había sido intencionado y que, por accidente, el peor parado había sido el chalet del causante de todo, el señor Bareta. Así estaba él, crecido, muy crecido, y eso que sólo medía 1,62. Abordó a doña Violeta y consiguió acceder al domicilio y charlar un largo rato con ella, en presencia de sus hijos. Ese fue el error. Cuando Pía y Edu hablaron, quedó bien claro que don Pedro se había marchado antes de que se produjese el incendio, que los niños se habían quedado allí solos y al descubrir el fuego hicieron una cadena con sábanas y ropa sucia para descender por la ventana y escapar, y que esa involuntaria “mecha” había sido la causante de que el fuego se extendiese al chalet vecino. No había existido, pues, intencionalidad, y el consorcio de seguros tendría que pagar todos los daños.
Un coñac y que sea doble –le dijo por sexta vez al camarero.
Oiga, si es que ya vamos a cerrar. Ande, váyase a su casa que a esta última ronda le invita la casa.
 
El pobre Alberto era gallego de nacimiento, del pueblo más famoso de España, O Porriño, “el único pueblo con tres aeropuertos” como dijo en una comida de empresa ante sus jefes y a partir de ese momento todo el mundo se choteó de él, sin reconocer que desde los aeropuertos de Vigo, Santiago y Oporto se llega a O Porriño en menos de media hora, así que lo que él afirmaba era cierto por mucho que se riesen los demás. Sea como fuere, allí se torció su carrera; él que pensaba haber sido porriñense de pro como su compatriota Aragoneses que jugó como portero en el Atlético de Madrid y en el Getafe. Pero ahora era y seguiría siendo un fracasado. Como decía su apellido, aquél caso había quedado “Cerrado”.

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