El de hoy era un día especial, el último día de vacaciones en que Marianne estaría con ellos, por eso habían querido ofrecerle una excursión que les daría la mejor imagen para el recuerdo. Desde la cima de la montaña que dominaba el valle, se despedirían juntos de aquél lugar que ocupaba un lugar destacado en el mejor cajón de sus recuerdos.
Durante una semana había estado alojado en la casa de su amigo y allí había sido testigo de esa complicidad invisible entre Magnus y Marianne; más que primos parecían hermanos. A fin de cuentas ambos eran hijos únicos y habían compartido su infancia en la misma ciudad. Y en una ciudad de 5.000 habitantes como Maaloey, en la costa este de Noruega, la convivencia puede ser muy intensa si así lo deseas.
Pero ahora estaban en Davik, degustando los últimos días de vacaciones. No quería pensar en volver, sólo en vivir el momento presente, y ese presente no acababa de llegar porque Marianne no podía seguir su paso y la ascensión por la montaña la dejaba sin fuerzas. Por eso estaba allí sentado, esperando que llegasen al fin hasta su lado.
Al cabo de un rato que no se hizo eterno (él también estaba cansado y agradecía ese descanso) los vio llegar hasta su lado. Ella se apoyaba en el brazo de su primo y reía sólo de pensar en la penosa imagen de agotada que les estaba ofreciendo. Se tiró sobre la mullida capa vegetal que cubría el suelo y miró hacia las nubes. ¡Lo había conseguido! ¡Llegó a la cumbre!
Se incorporó después y miró el paisaje. Pronto divisó, allí abajo, a lo lejos, la casa de sus padres y el bote junto al lago.
- Algún día todo esto será mío - dijo solemne Marianne.
- Bueno, todo no, solo aquél trocito, desde el embarcadero hasta la casa y el jardín con frutales que hay detrás – le corrigió Magnus.
- De acuerdo, tú también heredarás otro trozo de tierra y seguiremos siendo vecinos –añadió sonriendo Marianne.
Para reponer fuerzas sacaron las provisiones de la mochila: Sandwiches de reno, un bol de ensalada y café. Aquellas habían sido unas vacaciones estupendas y el preludio, al menos así lo parecía, de una nueva vida para Marianne. Pronto cumpliría 25 años y había llegado ya el momento de volar e independizarse de sus padres. Quería vivir por su cuenta, ser independiente (aunque en realidad siempre lo había sido) y que nadie se entrometiese en su vida. Eso era lo que peor llevaba; los consejos que todo el mundo le daba constantemente, los chismorreos a sus espaldas, la incomprensión –e incluso a veces el rechazo- por el simple hecho de sentir diferente.
Ella se consideraba como los demás, y buena prueba de ello era la excelente relación que mantenía con su primo y con el mejor amigo de este. Juntos habían extraído lo mejor de la vida en estos días de vacaciones: Los paseos en bote por el lago, las acampadas y el placer de cocinar su propia pesca, las partidas de cartas, el descanso en la casa escuchando música o los gritos y emoción con el fútbol televisado.
Cualquier deporte les gustaba, aunque el fútbol era su favorito. Como la mayor parte de los noruegos, seguían muy de cerca la liga inglesa y cada uno tenía sus preferencias (Manchester United para Marianne, Liverpool para Magnus, y Chelsea para Haakon). Cada vez que podían, veían sus partidos en la tele, bien provistos de palomitas y coca cola. En realidad en Davik, apenas unas casas que sólo tenían vida en verano, poco más se podía hacer. Su ciudad natal, Maaloey, parecía una gran ciudad a su lado.
Marianne tenía la vista perdida en el horizonte, donde los picos nevados reflejaban la luz del sol que apenas si se escondía tímidamente tras ellos por la noche. Aún no se daba cuenta de los cambios tan drásticos que se iban a precipitar en su vida. Cierto es que había pasado largas temporadas fuera de su casa, interna en diversos colegios, pero una cosa era aquello –donde siempre estaba el apoyo y... la “opresión” de su familia- y otra cosa era el emprender una nueva vida independiente.
Ella quería a sus padres y se sentía querida, pero ya estaba harta de tantos consejos y de la severidad de su padre, siempre dando órdenes y diciendo qué es lo que tenía que hacer. Su madre seguía la corriente y procuraba suavizar la situación, mientras que Marianne en la única persona en que de verdad encontraba comprensión era en su abuela; siempre amable, siempre cerca.
- Venga Marianne, habrá que ir pensando en bajar, que todavía queda un largo camino, aunque esta vez te será más fácil –sonrió Haakon sacándola de sus pensamientos.
Recogieron las cosas e iniciaron el descenso zigzagueando por el apenas marcado sendero que llevaba de regreso hasta el camino del lago. La temperatura era agradable, unos 18 grados, y continuaba nublado. El sol ya no encontraba huecos por donde alumbrarles, pero la luz de aquellos días era casi permanente.
No encontraron a nadie durante todo el camino. Apenas una perdiz que simuló estar herida y llamó su atención precisamente para alejarlos del lugar en el que sus polluelos encogidos esperaban a que pasase el peligro, a que pasasen ellos. Fue Haakon quien se dio cuenta de esta estrategia y lo comentó entusiasmado, por lo que decidieron salir un momento del camino para no entrometerse en la vida de aquella familia. ¡Había que predicar con el ejemplo! “Si quieres que respeten tu vida, respeta la de los demás”, pensaron.
El descenso fue mucho más rápido, aunque los gemelos se resentían. Si al subir, todo el esfuerzo se apoyaba en los muslos, ahora en la bajada era en los gemelos. De cualquier forma, no había prisa, aún quedaban unas horas para hacer el equipaje y coger el coche de regreso.
Magnus le preguntó a Marianne si se sentía bien para conducir hasta Maaloey. Aunque sólo era una hora de viaje, la carretera era estrecha y plagada de curvas, y ella no tenía costumbre de conducir.
- Tranquilo –le dijo Marianne- iré con cuidado, y ten en cuenta que aún tengo reciente las clases; hace apenas un mes que me dieron el carnet de conducir. Iré despacio.
- Está bien, pero también podrías volver el próximo fin de semana con todos nosotros, o quedarte dos semanas más y volver con tus padres.
- Quita, quita, que para una vez que me dejan el coche sin protestar y voy a poder conducir sola, quiero disfrutarlo –sentenció Marianne.
Le apasionaban los coches. Cada vez que podía, Marianne cogía el coche de su madre, un pequeño Toyota Yaris, color rojo, y hacía pequeñas escapadas por la isla. Con el coche de su padre, un Saab que a ella le parecía enorme, no se atrevía. Con su 1,62 de estatura, el pequeño Yaris le venía como anillo al dedo y se sentía más segura en él. Por otra parte, nunca se le hubiera ocurrido pedirle a su padre el Saab... ni éste se lo habría dejado.
Aunque no entendía de motor, solía comprar algunas veces revistas de coches y estaba muy al día de todos los modelos que iban saliendo. ¡Seguro que cuando tuviese un empleo fijo se compraría un coche! De hecho, cada vez que se lanzaba un nuevo utilitario, analizaba todas sus características como si fuese a comprarlo en ese instante. Pero de momento, se sentía como una reina con su flamante carnet de conducir y los pequeños paseos que su madre le dejaba hacer con esa pequeña “bolita roja” que era su coche.
“Y además hace juego con mi pelo”, decía Marianne, que por aquella época seguía teniendo el pelo de color rojo aunque su color natural era rubio intenso. Con frecuencia, Magnus hacía bromas con los constantes cambios de color y de peinado que hacía Marianne. “Ya no te quedan colores libres en el catálogo”, decía. Y en efecto, toda la gama de rubio, rojo, castaño e incluso negro, habían pasado por su cabeza y ¡sin previo aviso! causando más de una conmoción en su familia. Porque además esos cambios de color se acompañaban de un nuevo peinado o de un nuevo corte: Cuando se habían acostumbrado al pelo largo, los sorprendía con un atrevido corte a lo chico. Ahora, no obstante, llevaba varios meses con el pelo rojo oscuro y una tímida melena que apenas llegaba a rozar sus hombros.
Haakon avisó del giro que debían tomar para atravesar un pequeño riachuelo antes de llegar al camino que les llevaría hasta sus casas. El embarcadero y los botes amarrados se veían cada vez más cerca. El color verde del agua era igual que los ojos de Marianne; un verde profundo, infinito, capaz de expresar más sentimientos que un aluvión de palabras. Con la luz cercana ya al horizonte, los reflejos de las casas y las barcas en el lago se hacían más intensos. Y también era intenso su deseo de llegar y descansar un poco antes de emprender su camino de regreso.
Magnus la miró desde sus casi dos metros de estatura y Marianne alzó la cabeza. El hubiera deseado que se quedase unos días más, al igual que el fortachón de Haakon. Los tres lo pasaban bien y se reían del permanente acoso que Marianne les hacía con su nueva cámara digital de fotos. Todo el día estaba haciendo fotos y buscando los más insospechados ángulos para guardar cualquier pequeño detalle de cuanto sucedía en sus tranquilas vidas. El vuelco de un vaso de coca cola encima de la mesa de comida, era un acontecimiento que no quedaba sin registrar con su cámara, el remo apoyado junto a la barca se convertía con su pericia en una obra de arte, y la foto de su bota en la más incomprensible de las instantáneas.
Pero los tres sabían que cualquier decisión de Marianne era inamovible, así que no insistieron demasiado. El tiempo se acababa y la casa de los padres de Marianne ya estaba a unas decenas de metros. Su madre, Elin, estaba recogiendo las sábanas en el jardín cuando los vio llegar y los saludó sonriendo. Cuando llegaron a su altura les preguntó qué tal les había ido todo y por sus caras sonrientes pudo ver que habían pasado un día feliz y agotador.
Allí, junto al porche de la casa se despidieron. Magnus y Haakon siguieron camino hasta la otra casa que estaba a unos cientos de metros, también en la misma orilla del lago. Quedaron en verse tan pronto como todos estuviesen de nuevo en Maaloey y sin más, sus figuras se fueron reduciendo en la distancia, mientras Marianne pasaba a su habitación a recoger las últimas cosas que le quedaban por guardar en su maleta.
El orden y la limpieza no eran su fuerte, y por supuesto, tampoco lo era el hacer las maletas. Amontonándose y empujándose unas cosas a otras, todo fue entrando en la maleta y al fin, con un resoplido de esfuerzo, Marianne dio por concluida la tarea. Repasó con la mirada su habitación, las paredes de madera clara con algunas de sus fotos clavadas en la misma. La ventana sobre el jardín en donde aún se veía el trajinar de su madre cuyo pelo rubio y fuerte figura dominaba el escenario y transmitía un aire de seguridad que a ella le faltaba en demasiadas ocasiones.
Salió al jardín y le preguntó a su madre si quería que le ayudase a recoger la ropa. Esta asintió y entre las dos llevaron todas las sábanas, toallas y ropa ya seca al interior de la casa. Por el aspecto del cielo y el viento que se estaba levantando era probable que no tardase mucho en llover.
Junto a la mesa de la cocina se sentaron y Elin sirvió dos tazas de café.
- Será mejor que tomes esto, así estarás más despejada para el viaje – le dijo acercándole la taza de café.
- Gracias –susurró Marianne.
- ¿Estás segura de que quieres hacerlo? – preguntó Elin.
- Sí, mamá, ya tengo 25 años y en cuanto termine este mismo año mi curso de informática podré encontrar un trabajo. A fin de cuentas, sólo se trata de irme de casa unos meses antes – señaló Marianne.
- Y ¿cuándo vas a empezar a buscar piso?
- Mañana mismo. Pero no te preocupes que te mantendré informada de todo. Además ya sabes que necesitaré un poco vuestra ayuda económica, puesto que los ahorros no me llegan para tanto.
Durante el último año, Marianne, que ya tenía en la cabeza estos planes, había trabajado durante tres meses en el servicio de ferrys que unían Maaloey con Bergen y esto le había permitido conseguir unos ahorros que a ella le parecían inmensos, aunque era consciente de que solo con eso era imposible independizarse. Así que se había tomado muy en serio sus clases de informática para poder obtener cuanto antes la licencia y buscar con ella un trabajo; quizás en una editorial.
Marianne siempre había sentido afición por la escritura y disfrutaba escribiendo. Lo que no muchos sabían era que también escribía poesías y además lo hacía con igual soltura tanto en noruego como en inglés. Pero de esta faceta íntima pocas personas tenían noticia. Ella siempre había sido bastante reservada y le costaba encontrar nuevas amigas, eso sí, una vez que las había encontrado las mantenía para siempre. La vida había sido dura con ella y la desconfianza asomaba a sus ojos cada vez que se veía con alguien que no formase parte de su círculo más cercano. Tantos sin sabores, tantos desengaños... ¿Por qué no la dejaban ser como era? ¿Por qué ese afán por cambiarla? “Una puede hacer y seguir las instrucciones que le den, si lo desea, pero lo que de ninguna forma puede hacer es pensar o sentir de una manera diferente. Lo que se piensa o se siente no se puede cambiar, está más allá de nuestra voluntad”, pensaba Marianne mientras apuraba los últimos sorbos de café y su vista se perdía por el paisaje ahora gris que se veía por la ventana.
Se levantó de la mesa y se dirigió a su cuarto a recoger la maleta. En ese instante llegó corriendo Stuff, su pequeño perro “bolita de pelo” como ella lo llamaba, y ambos se abrazaron. Ahora que estaban en la casa de campo, era más difícil verlo ya que se pasaba todo el día corriendo de un lado a otro. No era como en invierno, cuando estaba todo el día en la casa.
Cruzó el salón y se paró junto a la puerta. Su madre la abrazó.
- Ve con cuidado y llámame cuando llegues. Yo se lo diré luego a tu padre.
- ¿Cuándo vuelve? – preguntó Marianne.
- Pasado mañana estará de regreso. Y ya sabes que no le gustará ver la casa desordenada cuando llegues, así que cuídala estos días que vas a estar allí sola.
Marianne asintió y arrastró la maleta por el césped del jardín. Colocó sus cosas en el coche, se ajustó el cinturón de seguridad, graduó los retrovisores y arrancó. Ahora al volante, ella sola, sintió cómo recuperaba de nuevo la seguridad en sí misma. No obstante avanzó con cuidado por el estrecho camino que llevaba a la carretera. Vio cómo el pequeño conjunto de casas se iba perdiendo en el horizonte y enfiló la carretera rumbo a Maaloey, mientras del cielo comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia.
Conforme avanzaba más y más kilómetros el cielo se ennegrecía más y más y la lluvia comenzaba a hacerse más intensa. Lo que comenzó como un leve chispeo, ahora era una lluvia casi torrencial. El limpiaparabrisas apenas daba abasto para desplazar todo el agua que estaba cayendo, pero lo peor no era eso, sino el viento que cada vez soplaba más fuerte y empujaba su pequeño coche hacia la cuneta.
Consciente de la situación aminoró la velocidad, pero tenía que seguir. No había ningún sitio donde parar y, si como parecía, el tiempo iba a ir de mal en peor, cuanto antes llegase a su casa mejor sería. No era la primera vez que conducía con lluvia ya que la lluvia era un elemento cotidiano en su ciudad, sin embargo notaba que le faltaba experiencia y que una situación tan mala como la que se estaba formando no la había vivido nunca.
Una señal indicando que tan sólo se encontraba a 5 kilómetros de su destino le hizo dar un suspiro de alivio. Muy pronto llegaría su casa en la calle 16 (las calles de Maaloey no tenían nombre, sino números) y descansaría para poder empezar con fuerzas al día siguiente la búsqueda de un apartamento de alquiler donde poder mudarse. Ya se había informado de un par de sitios, pero no había llegado a contactar con los dueños. Ahora sí lo haría y deseaba ardientemente conocer esas viviendas por dentro, los detalle, el precio... Al ser un pueblo pequeño, daba igual la situación, céntrica o en las afueras, ya que en pocos minutos se llegaba de un lugar a otro. Pero Maaloey era una ciudad cada vez más importante y seguía creciendo. Ya estaba considerada como uno de los puertos pesqueros más importantes de la costa este de Noruega, y lo que antes sólo era una iglesia de madera rodeada de cuatro casas, ahora contaba con una de las estaciones portuarias más avanzadas.
Maaloey era una isla que había dejado de serlo desde que construyeron un puente que la unía con el territorio continental. Un puente, por cierto, que a veces se cerraba al tráfico rodado a causa del viento. Se cuenta, aunque ella nunca lo había visto, que algunas veces el viento desplazaba a los coches que cruzaban el puente y más de un accidente se había producido en esas circunstancias.
Sintió las manos agarrotadas, quizás por la tensión de mantener el control del coche frente a las ráfagas del viento, pero por fin, apareció su ciudad al fondo y el enorme puente frente a ella. La alegría por llegar golpeaba su corazón y estaba deseando soltar el volante y descansar en su casa. Ni a Gunvor, su mejor amiga, le contaría lo mal que lo había pasado en este viaje, en el que se daba cuenta de la falta de experiencia conduciendo en semejantes condiciones meteorológicas.
No lo vio. No supo cómo, pero un enorme camión que venía de frente estaba dando bandazos en el puente y ella no podía frenar ni con esa velocidad, ni con esa lluvia. Intentó pasar entre el pretil del puente y el hueco que en ese momento dejaba el camión, pero algo salió mal, porque oyó un ruido seco, como de hierros retorciéndose, y se sintió volando. Todo se quedó negro y en silencio...
Marie, la abuela de Marianne, abrió un poco la ventana para que entrase algo de luz. Pudo ver así, tenuemente iluminado, el rostro de Marianne, aún hinchado y con los puntos recientes en la mitad superior del labio. El goteo marcaba los segundos y el tiempo y los recuerdos se agolpaban en su mente. Era su niña, a la que había querido tanto o más que a su propia hija.
En el silencio de aquella sala de hospital allí estaba ella, siempre dispuesta a ayudar. Tan pronto como le dieron la noticia acudió al hospital y llamó a continuación a Elin, quien se trasladó de inmediato junto con la familia de Magnus. Avisado también su padre, que se encontraba en Oslo en viaje de negocios, adelantó en un día su regreso y en pocas horas también estaría allí con ellas.
El accidente había sido brutal y era un milagro que aún estuviese con vida y más aún, que no tuviese –aparentemente- lesiones graves. Sin embargo no había recobrado desde entonces la consciencia y eso preocupaba a los doctores. Por otra parte, tenía importantes contusiones por todo el cuerpo y muy dañada la cadera.
Marie acarició el pelo rojo de Marianne y se sentó junto a ella. Así pasó mucho tiempo hasta que en un momento dado se dio cuenta que su nieta estaba despierta, estaba consciente e incluso sonreía al verla a ella. Entonces Marie abrió su bolso y sacó un libro. Se lo mostró a Marianne.
- ¿Sabes qué es esto? –le preguntó.
- Un libro. ¿Qué libro es? –respondió Marianne.
- Es un libro muy especial. Lo compré hace una semana y una vez que empecé a leerlo no pude parar hasta terminarlo, y me dije: tengo que dejárselo a Marianne porque hay una chica que se llama igual que tú en este libro. Es una chica como tú... en realidad –titubeó- cuesta trabajo creer que no seas tú. Pero lo más sorprendente de todo es que este libro habla de tu accidente.
- ¿De mi accidente? –respondió Marianne alterada.
- Parece –continuó su abuela- como si el escritor del libro ya supiese no sólo lo que había pasado sino también lo que habría de suceder.
- ¡Déjamelo, quiero leerlo!
Marie le entregó el libro, se titulaba “Castidad y rock and roll”, del autor Vicente Fisac. Todo lo que sucedió después, había quedado reflejado en ese libro que se puede comprar por Internet, tanto en edición digital como en edición impresa, a través de Amazon (www.amazon.es).
Estas líneas que anteceden y ahora terminan sólo son si acaso una especie de precuela. La gran historia está aún por comenzar aguardándote en “Castidad & Rock and Roll": https://amzn.to/3PyfLOH
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