Mercedes se dirigió a sus alumnas y llamó a Alma. “¿Puedes acompañar un momento a Paloma?”. Todos se miraron intrigados mientras Alma salía de la clase. “¿Qué es lo que habré hecho esta vez?”, pensó. Pero no recordaba tener ningún asunto pendiente. Paloma, por otra parte, no le decía nada, sino que la acompañaba con semblante serio por el pasillo hasta el despacho del director.
Cuando abrieron la puerta su sorpresa fue mayúscula al ver allí a Miguel, su tío, junto al director, ambos también con semblante serio. Al verla, Miguel se acercó hacia ella y la abrazó. “Lo siento, pequeña, tu madre ha muerto”, apenas acertó a susurrar. Alma no supo en aquél instante cómo reaccionar. No por esperado –la enfermedad de su madre se había prolongado más de tres años- resultaba ahora fácil de soportar. Pero ella en aquél instante no sentía nada, sólo desconcierto.
- Ve a recoger tus cosas para que tu tío te lleve a casa, y no te preocupes, ya recuperaremos cuando vuelvas. Tómate el tiempo que necesites – le dijo el director.
Alma fue a su dormitorio y metió cuatro cosas en la bolsa de deporte. Tantos años de internado, en dormitorios compartidos, sin un hogar ni una familia, la habían acostumbrado a vivir al día, sin más equipaje que sí misma. No necesitaba prácticamente nada, así que en cuestión de minutos cerró la bolsa y volvió al despacho en donde aguardaba su tío.
Muchas veces pensaba que su tío Miguel era más cercano a ella que su propio padre. Desde luego había convivido con él más que con su padre. Primero, por su trabajo como director regional de una empresa de equipamientos quirúrgicos para hospitales. Tenía a su cargo todo el territorio nacional y esto le obligaba a viajar constantemente y a pasar cuatro o cinco noches a la semana fuera de su casa.
La salud de su madre y los continuos viajes de su padre fueron las razones que le dieron cuando apenas tenía diez años, para enviarla interna a un colegio. Su madre había padecido de todo –al menos que ella recordase- desde problemas del hígado, hasta problemas respiratorios, para acabar finalmente con un cáncer de mama al que no consiguió vencer.
Las pocas veces que estaba en su casa, se sentía como una extraña. Era una casa vacía, vacía de personas, vacía de afecto, vacía de recuerdos... Incluso las vacaciones de verano las solía pasar con su tío Miguel, hermano de su madre, y con su abuela Manuela –la madre de su madre- en el chalet que tenían en las afueras de Altea.
Su tío Miguel era soltero y vivía en ese chalet con su madre desde que ella tenía uso de razón. Trabajaba como profesor en la escuela del pueblo y nunca había sentido deseos de progresar ni de casarse ni de ir a otra ciudad. Su vida era la rutina, el pequeño microcosmos de ese pequeño pueblo. Sin embargo era una persona afable, con la que se podía hablar de cualquier tema... o casi. Porque cuando ella le preguntaba cosas de su padre, que por qué viajaba tanto, que por qué no pasaba más tiempo en casa, Miguel miraba hacia otro lado y cambiaba de conversación.
Alma acababa de cumplir los 17 años y toda su vida se le antojaba carente de afecto, de familia. Las únicas alegrías las tenía con sus amigas, muchas de ellas con problemas y situaciones similares. Esto las acercaba más y las hacía sentirse como una piña, apoyándose siempre unas a otras. Alma siempre fue un poco líder, quizás por su carácter rebelde, extrovertido y alegre. Siempre estaba planeando algo fuera de lo común –y prohibido, por lo general- y además nunca tenía reparo en decir cara a cara lo que pensaba. Eso, precisamente, le había acarreado un largo historial de castigos. Su curriculum escolar ofrecía un balance simplemente aceptable en lo referente a estudios, con aprobados, algún notable y algún suspenso que recuperaba luego en septiembre y que le obligaba a seguir estudiando también durante el verano. Pero todo eso se empañaba con la hoja interminable de sanciones por su indisciplina constante y el mal ejemplo que –a juicio de los profesores- suponía para las otras alumnas.
Cuando había una fiesta Alma era “el alma de la fiesta”, como solía reconocer riendo. Y desde siempre había sentido una especial predilección por el deporte, de tal forma que fue de las primeras en apuntarse al equipo de fútbol femenino con el que recorría cada fin de semana diversos lugares como participante en la liga provincial.
Esa era toda su vida. La cárcel permanente de un internado. Las lejanas noticias de unos que decían ser sus padres. Los veranos estudiando en casa de su tío y de su abuela. Y el mundo de amistad con sus amigas y su equipo de fútbol. Entre aquél mundo y este último, Alma se quedaba con su mundo: Sus amigas y su fútbol.
Sin embargo, a pesar de su dureza y falta de sensibilidad aparente, Alma era sensible, pero había tenido que ponerse una coraza para poder sobrevivir. En su fuero interno ella se sentía diferente y sabía que aquello no podía confiarlo a nadie más. Y de vez en cuando escribía poesías que nadie, absolutamente nadie, había llegado a leer jamás.
Miguel condujo en silencio los casi cuarenta kilómetros que separaban su internado de la casa de sus padres en Alicante. Cuando llegaron, notó que más coches de lo habitual habían aparcado junto a la puerta. Subieron y al entrar en aquella casa, que nunca sintió como suya, un frío glacial se metió en su corazón mientras veía las caras tristes de sus familiares. Su padre, aquél extraño, se acercó a saludarla y la abrazó. Ella simplemente consintió.
- ¿Quieres verla? – le preguntó.
Alma asintió levemente y la condujeron al dormitorio en donde el cadáver de su madre había sido arreglado con esmero. Tenía una expresión de paz y un blanco intenso, aterrador. Y entre los rígidos dedos, un rosario.
Al cabo de unos instantes, salió y se encerró en la habitación que alguna vez ocupó en esa casa, en la que debería haber sido “su” habitación, en “su” casa, con “su” familia. Pero nunca hubo nada de eso porque sentía que le habían estafado, le habían robado su infancia arrojándola lejos como algo molesto que se aparca y olvida a propósito en cualquier sitio.
Se tumbó en la cama y cerró lo ojos. La oscuridad le borró el tiempo. Sintió que aquello no era nada, que nada cambiaría y su vida seguiría igual. Y así lo pudo comprobar durante los días siguientes. Su padre dijo que se iba a ocupar más de ella, pero lo único que hizo al cabo de unos días fue llevarla al dentista y pagar la costosa ortodoncia para corregir sus dientes.
Al principio se sintió molesta e irritada, pero luego pensó que la única que se iba a beneficiar de todo aquello era ella, cuando pudiese más adelante lucir una preciosa sonrisa. No tardó mucho tiempo en acostumbrarse y –a diferencia de otras chicas a las que esos hierros en su boca la hubieran podido acomplejar- en el caso de Alma se transformó en un valor añadido, en algo que ella enseñaba con orgullo como muestra de su fiereza y su enfrentamiento permanente con el mundo. No le importaba reír y enseñar sus dientes sujetos por los hierros, y era consciente además de su belleza, de lo atractivo de sus carnosos labios, y del freno que esa ortodoncia iba a suponer a esa panda de chicos imbéciles que nunca le habían interesado lo más mínimo.
Cuando su tío la llevó de regreso hasta el internado ella suspiró de alivio. Se juntó de nuevo con sus amigas y le enseñó los dientes, rieron y se conjuraron para ganar la Liga de fútbol de la que aún faltaban tres partidos. Su vuelta a los entrenamientos fue una alegría para todas. Cualquier otra chica con su capacidad goleadora habría conservado un detallado historial de su trayectoria como deportista, sin embargo Alma se había acostumbrado a vivir al día y ni siquiera sabía cuántos goles había marcado en su vida, aunque debían haber sido muchos toda vez que cada año se situaba como la máxima goleadora de su equipo con más de 20 tantos.
En el siguiente partido, por la falta de entrenamiento, el entrenador decidió dejarla fuera y apenas si pudo participar quince minutos al final. Sin embargo se ganó el partido sin problemas y el verdadero reto se vería una semana más tarde cuando se enfrentasen al San Juan. Una derrota les pondría las cosas difíciles, el empate añadiría emoción al final de la liga, pero una victoria les aseguraría el campeonato.
Durante toda la semana los entrenamientos se intensificaron y por las noches le costaba conciliar el sueño. Por eso hablaba y hablaba con Sonia, su compañera de habitación, y eso la reconfortaba. Aunque Alma se llevaba bien con casi todas las chicas, con Sonia siempre había algo especial y no sabía por qué. Les gustaba jugar y reír, soñar con escapar y ser libres y volar. Algún día vivirían por su cuenta y podrían hacer lo que se les antojase sin tener que estar sometidas al dominio de quienes ahora dirigían y controlaban sus vidas.
Sonia era rubia, con una larga melena que se recogía en una coleta para jugar al fútbol y siempre estaba de buen humor, aunque como Alma pensaba, no tenía ningún motivo para ello: Sus padres divorciados y con un odio creciente entre ellos, el cual se lo trasladaban a ella cada vez que les visitaba. También Sonia prefería estar en el internado a estar en cualquiera de aquellas dos casas en las que había dos seres que se odiaban.
La indisciplina también era una constante en su carácter y los responsables del internado siempre dudaban entre mantenerlas juntas (“las manzanas podridas mejor que estén en el mismo cesto” se decían) o separarlas a ver si mejoraban su comportamiento. Sin embargo, eran más propensos a pensar que hacerles compartir habitación con otras compañeras sólo llevaría a tener “cuatro manzanas podridas en vez de dos”.
Con más rapidez de la que se imaginaban llegó el gran día. Jugaban como locales y el ambiente en el internado era algo especial, con la presencia de numerosos padres y familiares. Ninguno de Sonia o Alma, por supuesto. Pero ellas dos se tenían a sí mismas y eso les bastaba, y su entusiasmo sabían transmitírselo a todas las demás.
Cuando el entrenador del equipo vio el estado del terreno de juego, completamente embarrado tras la fuerte lluvia caída por la noche, no pudo menos que fruncir el ceño. Sus chicas eran virtuosas del balón, verdaderas artistas, pero en un campo así no iban a poder demostrar su superioridad. En una situación así habría que recurrir a la épica y así se lo hizo notar en los prolegómenos del encuentro. En el vestuario reinaba una tensión especial pero también una confianza ciega en el triunfo, no obstante, en un campo así, cualquier resbalón, cualquier lance fortuito del partido podía dar al traste con todas sus esperanzas.
Cuando saltaron al terreno de juego pudieron comprobar que aquél era un día especial, público y aplausos, algo casi inaudito a lo largo de toda la competición en que sólo 10 o 20 personas –básicamente familiares y amigos de las jugadoras- presenciaban los partidos. El balón se puso en juego y pronto se pudo ver lo difícil que iba a ser dominarlo; cada dos por tres se quedaba parado en mitad del barro y se creaban situaciones de peligro en lances que en otras circunstancias no habrían tenido la menor trascendencia. El equipo de Alma se manejaba bien y recurría a los pases largos para mover el balón (escapando así del barro) y desarrollar su característico juego por las bandas. Las rivales del San Juan se empleaban a fondo y el choque estaba muy igualado y deslucido, sin casi ocasiones de gol en ninguna de las dos porterías.
Tras el descanso salieron decididas a resolver el encuentro, pero el panorama seguía siendo el mismo, patadones, resbalones, choques y melees en el barro. A veces más parecía rugby que fútbol. Y mientras tanto, los minutos seguían pasando y el cero a cero se mantenía en el marcador; un resultado que dejaba las espadas al aire para la siguiente jornada en que habría de decidirse todo.
A base de insistir en el juego por las bandas, y en uno de esos centros prodigiosos que Sonia solía realizar, el balón fue despejado a corner con apuros por una defensora del San Juan. Se apretujaron todas frente al área pequeña y mientras Sonia caracoleaba entre la defensa captando su atención, Alma se retiró unos metros hacia atrás, hacia el segundo palo que había quedado libre. Hasta allí precisamente llegó el balón lanzado desde el corner y cuando Alma lo vio se preparó y, sin dejarlo caer, empalmó un trallazo que –a pesar de no estar muy colocado- se coló en la portería rival con una potencia tal que no le dio tiempo a reaccionar a la guardameta.
El grito de “goool” resonó en todo el campo de fútbol y todas corrieron a abrazar a Alma. Saltaron unas sobre otras, con la alegría, el barro y el esfuerzo marcado en sus rostros. Y entonces algo pasó. Para Alma fue igual que si se hubiese detenido el tiempo. Las vio a todas inmóviles, suspendidas en el aire, como una fotografía congelada, donde el tiempo se había parado para todas menos para ella y... para Sonia. En esa fracción de segundo, fue consciente del beso que Sonia le había dado en los labios, del estallido de algo extraño que explosionaba en su interior, de mirarla a los ojos y responder con un nuevo y fugaz beso en los labios. Sólo fue una fracción de segundo, pero ella fue consciente de todo aquello, tras lo cual se reanudó el tiempo, con el ensordecedor estallido de los gritos de euforia. Nadie se dio cuenta de lo que pasó en aquél instante perdido en medio de la algarabía; nadie excepto ellas dos.
Tras la insistencia del árbitro porque el juego se reanudara, se fueron levantando todas para recobrar sus posiciones y disputar los diez minutos que aún quedaban. Alma estaba como un zombie, sin acertar aún a comprender qué era lo que estaba sintiendo. A partir de aquél momento pareció disputar el encuentro como ausente, pero la contienda ya se había sentenciado y su equipo se alzó con la victoria y con el campeonato provincial.
Todas se felicitaron y el vestuario fue una completa algarabía. Después en el colegio hubo una fiesta y la díscola Alma recibió las felicitaciones de todo el profesorado, al igual que el resto de componentes del equipo. Por la noche, cuando estuvieron de nueva juntas las dos en su habitación, se miraron y se dieron cuenta de que aquello era lo que durante tanto tiempo las había hecho sentirse diferentes. Ahora comprendían por qué preferían la compañía de chicas a la de chicos, a los que siempre trataban de rehuir. Las dos se sinceraron y descubrieron que un sentimiento nuevo y desconcertante les había explotado en su interior.
Después cerraron los ojos y durmieron, rendidas por el cansancio y la tensión de aquél día tan intenso. La oscuridad se hizo de nuevo y Alma se sintió liberada, liviana, flotando en el espacio que la absorbía. Alma volvía a ser un ente psíquico, no físico, y se mantuvo en ese trance durante mucho tiempo; en realidad allí no existía el tiempo por lo que no podríamos decir cuánto duró aquello... simplemente, hubo un momento en que sintió el deseo de escribir, pero no tenía cuerpo... y vio allí abajo a un poeta que se enfrentaba con el lápiz titubeante frente a una hoja en blanco. Entonces Alma bajó y se metió dentro de aquél brazo, colocó su corazón en el mismo lugar que ocupaba el corazón de aquél poeta, y exhaló su aliento fundiéndolo con el de aquél extraño al que había poseído. La mano del poeta ya no le pertenecía, ahora era de Alma, y ella la fue moviendo para escribir los más bellos poemas.
Ya han pasado unos años desde que estos hechos tuvieron lugar, pero todo lo acontecido ha quedado reflejado en un libro, “Yo soy Alma & Algo así", del autor Vicente Fisac, del que puede adquirirse tanto una edición digital como una edición impresa a través de Amazon (www.amazon.es).
Allí está toda esta increíble historia y también todos los poemas que dictó.
Allí está toda esta increíble historia y también todos los poemas que dictó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario