El fuego ha sido desde siempre el símbolo terrenal de lo
divino, de ahí su gran poder inspirador y su utilización en los ritos
religiosos.
Sentado confortablemente frente al fuego de la chimenea, o
alumbrando la habitación con diversas velas, tal como se hace en los países
nórdicos, el ser humano experimenta una mayor paz interior, una sensación de
confort, y una ayuda para la meditación o cuando menos para el simple y
maravilloso hecho de “pensar”.
El calor y el constante movimiento de las llamas estimulan
la imaginación, focalizan nuestra conciencia y nos ayudan a entrar en un estado
subjetivo de arrobamiento y meditación. No es de extrañar, pues, que los antiguos
romanos se refirieran al fuego como “foco”.
Las llamas, aún las más simples de una vela, siguen siendo
uno de los medios más importantes para ayudar al ser humano a volver su
consciencia hacia su propio interior.
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