Quienes mucho hablan acaban repitiendo las mismas cosas una
y otra vez o –lo que es peor- inventándoselas, porque pocos hay que tengan
tanta cultura y don de palabra como para estar hablando sin parar diciendo
cosas interesantes. A esas personas se les rehuye por pesadas, y su palabrería
lo único que consigue es atontar y contrariar a los demás. En cambio, escuchar
e interesarse por lo demás resulta mucho más instructivo y enriquecedor. Pero
los extremos nunca son buenos. La balanza entre escuchar y hablar debería
mantenerse equilibrada; ahora bien, si se inclina hacia alguno de estos dos lados,
mejor que sea la balanza de escuchar la que ocupe una mayor parte del tiempo.
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