El portero de la casa donde vivía de joven acostumbraba a
echarse la siesta en la acera de la calle, junto al portal, echando la silla
hacia atrás de tal forma que sólo tocaban el suelo dos patas y el resto de la
silla con el peso de su cuerpo descansaba sobre la pared. De esta forma pasaba
las largas horas de calor y sopor del verano durante la esa hora después de
comer en que el cerebro se adormece ya que el estómago necesita toda la energía
para digerir los alimentos. Pero hubo un día en que esa siesta se vio
interrumpida de una forma insospechada.
Cuando un niño está aburrido y no sabe en qué
entretenerse... ¡peligro! porque puede hacer cualquier trastada, y eso es lo
que hice aquél día. Estaba dando vueltas sin saber qué hacer y salí a la
terraza (un octavo piso). Coloqué una larga fila de chapas de bebidas sobre la
barandilla de la terraza, y cuando las tuve perfectamente alineadas comencé a
darles papirotazos (cuando el dedo pulgar y el índice se juntan y a
continuación se sueltan con fuerza para impulsar un objeto) lanzando una tras
otra todas las chapas hacia la calle.
Imaginaos el espectáculo. El portero durmiendo la siesta
reclinado sobre la pared, cuando de repente empieza a caer desde las alturas
una lluvia de chapas. Supongo que debió pegar un respingo de su silla, si es
que no se cayó del susto, y... subió a casa a protestar por la gamberrada que no
podía venir de otro vecino más que yo.
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