Cuando era niño me gustaban
mucho los explosivos: los petardos con mecha, los mini cohetes, los
“mixtos” que eran unos papelillos con un pedazo de pólvora que al rascarlos
espesaban a petardear... y unos nuevos petardos que habían salido que tenía
forma de hatillo, en cuyo interior estaba el explosivo y había que estrellarlos
con fuerza contra el suelo para que explotaran. Recuerdo que jugábamos muchas
veces tirándonos unos a otros estos petardos a los pies y haciéndolos explotar
mientras el atacado pegaba un salto más por el susto que por el peligro real.
Un día volvía contento a casa, por la calle Arapiles, con
una buena provisión de esos petardos en mi bolsillo. Tan contento iba que
caminaba al trote, balanceando los brazos alegre. Pero en uno de esos
balanceos, mi mano golpeó el bolsillo y... ¿Boooom! Explotaron todos dentro de
mi bolsillo.
La gente se volvió asustada por aquél estruendo y yo aceleré
el paso porque sentía un picor no muy sano en mi muslo. Al llegar a casa, el
bolsillo había quedado chamuscado y mi muslo lleno de puntitos negros por la
explosión. Más que nada sólo fue un susto, pero me hubiera gustado
explosionarlos de otra forma.
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